Manteca y miel

Milka había adquirido últimamente una gran pasión por las plantas. Tenía un jardín diminuto donde había atiborrado –en canteros y macetas– varias decenas de plantas lindas y feas, de diferente tono, color y tamaño. Emilia ya estaba frente a la puerta de entrada. A los lados, dos ventanas de tamaño regular se encontraban enmarcadas con rejas de rombos alargados, color blanco mate.

Emilia tuvo que golpear más de una vez, con bastante fuerza y empeño, y pensó que Milka se encontraba en el fondo de la casa o en la cocina preparando algunos bollos, o haciendo café. Por fin apareció bajo el marco de la entrada, llevaba un delantal en tonos de lila y beige y tenía puesta una manopla de esas que comúnmente se usan para sacar los alimentos del horno. Se saludaron en la puerta y Emilia entró y dejó a un lado el paraguas que ya estaba seco.

Si bien Milka parecía mayor no llegaba a los treinta y dos años.

La casa se encontraba oscura y fresca. Tenía unas gruesas cortinas de brocado color azul que daban una sensación de quietud y paz al mismo tiempo. Pasaron al comedor. Emilia se sentó en una de las tres sillas que habían dispuestas casi en ronda y Milka fue hasta la cocina y dejó delantal y guante en la mesada y volvió con un mantelito poco mayor a uno individual, que colocó sobre la mesa de mármol.

–¿Tomás té o café?

–Un té con leche me gustaría mucho, gracias –dijo Emilia.

–Entonces té. Dicen que va a hacer una tarde de calor insoportable.

–Eso dicen.

Milka volvió a la cocina y regresó con tazas, platos y cubiertos que había ordenado para la ocasión. Puso a calentar la caldera para hacer el té y tomó unos dulces y unas rebanadas de pan que colocó en la tostadora. Enseguida preguntó:

–¿Cómo está Norma?

–Bien. Ella está bien.

–¿Come?

–Sí, ya come.

Emilia había dejado su saquito de hilo sobre uno de los brazos del sofá y raspaba las uñas de la mano izquierda contra la gabardina del vestido de media estación que le quedaba aún un poco chico.

–Ese colgante que tenés… –dijo Milka.

–¿Sí? Es un regalo.

–Es color cobre.

–Es dorado.

–Puede ser. Yo tuve uno parecido.

–Es un buen regalo.

–Parece del color de la piel. No es un buen adorno, de todos modos. Yo prefiero las cosas plateadas.

–Tal vez.

–Estoy segura.

Emilia se tocó el colgante y siguió raspando sus uñas contra el vestido, sin dejar de mirar todo como si nunca hubiese estado en ese sitio.

–Están por visitar la ciudad los marinos del San Luis –dijo Milka.

–¿El buque escuela?

–Dicen que van a bajar a puerto por unos días.

–Es su viaje de graduación, ¿verdad?

–Nuevos alférez. Pienso que no menos de cien.

–¿Tenés leche sin descremar?

–Creo que sí. Ya te doy una jarrita.

Una vez que estuvo todo listo para el breve y muy simple ceremonial, las dos se abocaron a untar las tostadas con miel, dulce de zapallo y mermelada de higos.

–Quiero decirte algo… –dijo Emilia.

–Decime.

–Es sobre Osvaldo.

–Sí.

–Es algo que no te va a gustar.

–Mmm.

–Vos sabés bien como son los hombres.

–Mmm.

–Cada vez que como manteca y miel me viene como un fuego en el estómago.

–En definitiva…

–Jorge piensa que Norma no es de él. Cree que es de Osvaldo.

Sin levantar los ojos de la tostada, Milka le preguntó:

–¿Y vos qué pensás?

–No sé.

–Entiendo.

Se produjo en brevísimo silencio.

–No es la primera vez que Osvaldo sale con una de mis amigas. No creas que sos alguien tan especial. Él disfruta solo con eso. Le gusta hacerme sentir más vieja. Él solo quiere molestarme.

Milka sirvió un poco más de té. Luego untó otra tostada con dulce.

–Jorge se enteró –dijo Emilia.

–Mmm.

–Dijo que iba a matarlo.

–Debe de estar furioso, me imagino. Pero no creo que llegue a hacer nada.

–Lo va a matar.

–No creo.

–Jorge lee mi correspondencia. Me di cuenta que vacía y llena el ropero cada fin de semana.

–Claro.

–Hoy lo piensa matar. Estoy segura. Es como algo que siento en el estómago. Un fuego.

–Osvaldo fue a pescar. Siempre va a pescar con sus amigos los domingos.

–No va a volver. Osvaldo hoy no va a volver. A esta hora seguro que Jorge ya se deshizo de tu esposo.

Milka tomó otro sorbo de té. Pasó un extremo de la servilleta por todo el contorno del borde de la taza y volvió a tomar otro poquito. Levantó los ojos y dijo:

–¿Estás segura?

–Segura.

–Habrá que ver.

–Solo vine a decírtelo.

Dijo esto y se paró.

Milka –sin soltar el asa de la taza que tenía en su mano– la hizo sentar. La sentó con un gesto grave y con su mirada. No tuvo que decir una sola palabra. Emilia volvió a sentarse. Se sentó en el borde de la silla. Milka la miró con una gran expresión de cólera. Se acomodó un poco en su asiento y dijo:

–Vamos a terminar este té.

–Prefiero irme.

–Yo prefiero terminar el té.

Milka recogió unas migas del mantel y las colocó en el platillo que sostenía la taza.

–Creo que este año no van a ser menos de cien.

–¿Perdón?

–Los egresados de la escuela naval. El buque llega a puerto antes de su viaje por el ecuador. Es el último tramo del San Luis. Siempre es el último puerto.

–Creo que sí.

–Estoy segura. Cien graduados. De algún modo todos son un poco también de aquí, de este sitio, ¿no te parece?

Emilia mantuvo su silencio. Tenía los ojos endurecidos y húmedos. No dejaba de pasar las uñas de su mano contra la gabardina del vestido. Milka tomó una tostada de la cesta de mimbre. Le puso manteca. Raspó el cuchillo contra la tostada y esparció bien la manteca aquí y allá. Después le puso miel, hasta los bordes, rebosante. Unos hilos de miel iban cayendo a los lados. Entonces quitó la miel y le puso dulce de zapallo. Un poco. Un poquito. Un poco más. Luego quitó el dulce y la manteca y le dio un mordiscón como con ganas. Comió lo que tenía en la boca y dejó la tostada a un lado, no en un plato sino sobre la mesa.

–¿Cómo piensan escapar de la justicia? –preguntó.

–¿Perdón?

–Por la muerte de Osvaldo. ¿Cómo piensan no ir a prisión?

–Jorge… yo no estoy metida en el asunto.

–Si vos lo decís…

–Soy inocente.

–Premeditación.

–¿Perdón?

–Es un agravante. No puede alegar crimen pasional. Fueron a hablar de cualquier cosa a algún sitio y ahí lo mató, a sangre fría. Sin duda. Premeditación. Vos: complicidad. ¿Instigación? Tal vez. En una de esas salís para cuando Norma cumpla los quince años. ¿Es justo?

–Yo no tengo nada que ver.

–Creo que es justo.

Emilia se levantó otra vez y una vez más se sentó bajo la amenaza sutil y dura de su amiga. Se sentó y quedó ovillada en la silla. Milka fue por más té. Demoró unos minutos en llegar de la cocina. Le sirvió otra taza a Emilia. No hasta el borde pero sí fue una buena ración. De todos modos no llegaría a ahogarla.

–No gracias –dijo Emilia, e intentó poner la mano sobre la taza.

–Vas a tomar el té que viniste a tomarte.

–Prefiero no seguir con esta conversación.

–Vas a tomar hasta la última gota del té que te serví y vas a probar mi torta de vainilla. Una vez que tomes el té y comas tu trozo de torta te vas a ir y no te quiero ver más. ¿Entendiste?

–No tengo hambre.

–Lo siento mucho pero te vas a tomar el té. A eso viniste y no vas a dejar ni una gota. No sé si llego a ser clara en este punto…

Emilia empezó a beber de a sorbos muy chiquitos y ruidosos. Tomaba con un gran apuro y cierta clara y marcada desesperación. De a poco sentía que se le enturbiaba la vista.

–Norma es una beba muy sana y fuerte. Creo que lo va a entender, pasado un tiempo, claro. Va a criarse con mucho amor en una familia sustituta. Porque vos madre no tenés, ¿verdad?

–No. Murió hace ya unos años.

–Sí, claro. Ya me acuerdo. Fue un cruce de vías.

Milka se levantó y fue hasta la cocina. Se demoraba y Emilia empezó a balancearse en la silla. El ruido que llegaba al comedor era algo difuso. Parecía como si Milka estuviera abriendo uno y otro cajón, como si buscara algo que nunca aparecía a la vista. Por fin dejó de buscar. Fue a la heladera y trajo una jarra con jugo; la dejó sobre la mesa. Fue hasta el aparador y trajo dos vasos. Los miró a trasluz.

–Cuando era chiquilina miraba a los alférez, ¿vos no?

–No me acuerdo.

–Me gustaban los más altos de la fila. Cada año iba a verlos llegar al puerto. ¿Cuánto hace que nos conocemos?

–Desde los dieciséis.

–Claro. Fue el año en el que empezaste a salir con Jorge, ¿verdad? Yo tuve que esperar hasta el 56. Ese año fue el más frío de todos los que recuerdo. Tuve que esperar porque hacía luto por mi padre.

Milka sirvió el jugo en los vasos.

–Me tengo que ir. Norma debe de estar extrañando.

–Todavía no terminamos el té. No me vas a dejar sola en la mesa, ¿verdad?, no quiero que me hagas ese tipo de desaire. Vamos a terminar el bendito té, ¿no es verdad? Como verdaderas amigas. Eso. ¿Querés más leche fría?

–No, gracias.

–Sí. Fue en el invierno del 56. Cambié el negro por el blanco. Me hubiera gustado casarme con un naval pero ya había esperado demasiado tiempo. 

Hizo un silencio y siguió:

–¿Cómo se llamaba tu madre?

–Graciela.

–Sí, fue un cruce de vías.

Emilia terminó con un gran esfuerzo el té y se paró, otra vez, casi de golpe, por poco se da contra la otra silla.

–Y la torta –insistió Milka.

Pero Emilia no se volvió a sentar. De pie tomó el platillo con el trozo de torta de vainilla y solo la probó. Comió un pedacito. Dejó el plato sobre la mesa y fue a buscar su saco de hilo. Caminó, como pudo, hasta la puerta y tomó el paraguas y esperó que le abrieran. Milka no se levantó de donde estaba tomando su té ni dijo una sola palabra.

Emilia trató de abrir la puerta por sí sola. Vio las llaves colgadas a un lado de la entrada. Estaban en un llavero de madera con forma de nave, parecía un Galeón o una fragata. Tenía una pequeña inscripción en tinta verde, en un idioma que podía ser danés o sueco. Le fue fácil encontrar la llave apropiada. Abrió la cerradura, bajó el picaporte y sintió un aire denso que la abrazó. La puerta había quedado abierta por completo y el día se presentaba gris y muy húmedo. No dio vuelta la cabeza. Caminó por el jardín repleto de plantas y unas pocas flores. Tropezó con el medidor de la compañía del gas. Corrió el pasador del portón de hierro y salió a la calle. Le vino como un fuego intenso en el estómago, un gran dolor. Había comido miel con mucha manteca.