(VIII) El pianista y los personajes

El tono coloquial -primer distanciamiento- que FH atribuye a las confesiones sorprendentes y revelaciones de conductas raras, favorece la aceptación de lo fantástico (en tanto procedimientos y efectos en la recepción) y el absurdo más próximo a la existencia, en la versión de fulanos piantados de Julio Cortázar; historias encarnadas con menos resistencia de las contradicciones racionales y porosidad receptiva.  Parecemos asistir a un retorno iniciado en la tendencia a valorizar la versión primera de todo asunto, la oral y que como la música de las esfera se escucha si paramos la oreja. Los cuentos tampoco proponen una amenaza directa a la apariencia de lo real, serían una forma estrategia y creando un artefacto de escritura de retraimiento. Ensayando el perfeccionamiento de la excepción más que la comparación frontal asumida, provocada, reivindicada.

Es así que se entiende el predominio de una serie conectada de conductas irregulares, manifestadas en lo que suele llamarse psicología, humores, caracterología y retrato de personajes. En tanto imposición de conductas con gesto repetido y ultimado refractario a variaciones, las manías parecen ser anteriores a los maniáticos -serían guiones de un dramaturgo en busca de actores que los encarnen y tramas requiriendo un trabajo delicado de puesta en relato- que las reproducen en espacios y tiempos cerrados, mediante representación asimilables a destinos o condenas eternamente singulares. La manía es el personaje y el personaje el médium.

Ante ellos FH se relaciona mediante variadas mañas a manera de informante, confidente expuesto y descubierto, testigo camuflado -o espía si confiamos en el capítulo precedente- reservando el testimonio en primor para sus lectores. La virtud cardinal es amoldarse a la situación inédita y compenetrarse en ella, sin hacer de su óptica particular un punto de conflicto, permitiendo por ende que ese mundo extraño se active para nutrir su programa. Las manías requieren el mundo tal cual es para la confrontación o el disimulo, el relato resulta de esa fricción dialéctica que engendra un tercer estado; no es la manía ni el mundo y su verdadera naturaleza se instala en el cuento. Todas las conductas registradas por FH son extensiones de posibilidades humanas en los excesos y limitaciones, sumando un bestiario heterodoxo típicamente rioplatense. Donde es irrelevante cualquier consideración sobre límites de normalidad o comportamiento, en tanto lo maravilloso se enciende en la relación chiporroteante de una mente con la realidad.

Antes de detenernos en los personajes recordamos las situaciones. El que llora para vender y la mujer que ama el balcón, el fulano de tal que se mete en el túnel y el otro que tiene luz en la mirada. Podemos notar que en las novelas sucedía lo contrario, en “El caballo perdido” -por ejemplo- la maestro Celina y el propio autor son el eje de la narración. Desde ellos expuestos a la luz de la escritura se construye la totalidad del texto, personalizando la narración desde la valiosa y constante interacción autor personaje. En los cuentos aludidos, los protagonistas son seres mutantes en proceso de transfiguración que puede ser alienante. El impacto unificado se origina en la naturalidad con la cual pretende integrar su excepcionalidad a lo cotidiano, más aún: comunican -emulando una técnica telepática- la certeza de su estar entre nosotros, en un abandono del ser social y ocultándose: toda patología tiene componentes fantásticos. Un opresivo encerrarse perfeccionado voluntario, consentido haciendo posible el desarrollo de la fantasía y de su habitáculo guarida el tinglado del sistema que saben paralelo y defienden como real, pues en ello les va la vida. Siendo conscientes de su flaqueza hasta identificarse con ella, sin ocultar la culpa original forjan la coraza protectora del instinto de supervivencia, cimentado en discreción y silencio. Asumidas vergüenzas que tienen en FH el músico que escribe un depredador que al exponerlas las destruye y poniéndolos en evidencia, puede devastar un ciclo con pasado prestigioso.

Si bien la conducta repetitiva de los personajes puede describirse con claridad, la primera lectura no logra deducir una tipología concreta. Asoman pistas escasas e insuficientes en lo referente a objetivos o motivaciones de acción, la ambigüedad es quizá la única de las explicaciones posibles. Puede que haya por parte del autor la intención de obstruir encasillamientos, una invitación a participar desde otra categoría vinculante que la del entendimiento en ese recorrido por la vereda alienada de la vida. Los personajes recordados generan manifestaciones caracterizada por un movimiento de negarse y brindase; recurren al grotesco y otras modalidades de encubrimiento mitigando la angustia de exponerse. Necesitados también -en simultáneo- de una dosis de reconocimiento, especulando y retardando la vergüenza que les produciría explicarse. Ese espejo pasaje inesperado les hace aún más excepcionales.

Circulan en los relatos un catálogo fecundo de aspiraciones frustradas y latentes, contradicciones internas orbitando que pueden justificarse con trazos de psicología aproximativa. Entre complejidad y máxima simplificación, la problemática de los personajes es en prioridad patética; cada caso en la seudo terminología médica presenta síntomas probados de lo extraño enfermizo. “Nadie encendía las lámparas” es una adición exponencial de excepcionalidades y demostración de la circulación de conductas perturbadoras que nos acompañan sin que podamos percibirlas de inmediato. Las mayores vivencias de los personajes -la escena reiterada que los define- no refieren a su contacto con el entorno, nada les sucede que no sea referido a su yo; contradicciones emotivos, intensos conflictos, euforias mágicas y depresiones inexplicables provienen de la ejecución y contemplación de sus acciones. El engranaje que aprisiona y puede conducirlos a sus dramaturgias, siendo modelo y espejo, imagen espejada y tramoya supuesta del otro lado del espejo. El único mecanismo que los cerca y puede transportarlos a la noche de la locura es la práctica periódica de su perversión. Hacen de su yo desunido epicentro del mundo que deviene teatro de excentricidades y excusa; creen que la realidad hostil es modificable -cuando les interesa- a la cadencia que ellos imprimen. Algo puede desencantarlos o contrariarlos; antes de su irrupción, durante su presencia y luego de los ritos ceremoniales el mundo resta inmutable. Autodestruidos moralmente, ganados la mayor parte del relato por la resignación se integran y acomodan a un paisaje que aparenta ser el mejor de los mundos posibles. Entran a incidir en el proceso reglas ignoradas y la paz ficticia de la geografía externa -que es la historia de los Orientales- resulta violentada por fuerzas neutras o con designios inescrutables, ejercidas desde las casa clausuradas hacia lo que pasa en la calle. A pesar de presentar algún rasgo físico que los tipifique, la molestia que suscitan en los demás -nosotros en tanto lectores- proviene del disfuncionamiento de capas motivacionales hundidas en su oscuridad. Las que condicionan cierto tipo de conducto en relación a la realidad, con ellos mismos, los otros personajes e intermediarios interesados como el narrador.

La categoría de diferencia interesante la adquieren en la presentación reciclada y teatral de las obsesiones. Su axiología la pauta el vampirismo de la escritura y a excesiva rareza mayor potencialidad narrativa. La conciencia de barrera infranqueable entre su gesto aprisionado y la realidad -o realidad del lector- los sumerge en una búsqueda interna; autocontemplación llevando al paulatino refinamiento de su anormalidad, conocimiento puntual de sus riquezas/carencias y serán lo único que les pertenece. Por ello la adoran, ritualizan y defienden de todo intruso amenazante, de extranjeros de ese país sin fronteras reconocidas. Ese núcleo de diferencia -ausente del cuento- se consolida con la verdad justificando su ser en o fuera del mundo. Querer alterar esa conducta aislada es una manera de suprimirlos, tomar conciencia lúcida y absoluta de su alteración equivaldría para ellos al suicidio por inercia. Carentes de una manifiesta dependencia de factores extraños -eternos e incomprensibles- las excepcionalidades que se ponen en movimiento marcan la ruptura con el entorno, partiendo de una fractura anterior o interior de los personajes. El lector inocente en su atención y desprejuiciado ignora cómo y cuándo la “idea” invade el ser hasta envolverlo totalmente; y si lo sabe como sucede en “El acomodador” desconoce la razón última de la mutación. Tampoco se advierten motivaciones profundas ni motivos responsables haciendo que la fobia asume esa estructura modélica. Buena parte de la crítica de FH postula explicaciones referidas a la sexualidad y hay en ello mucho de cierto. Lo que no termina de exorcizar por esa vía de conducta, es la modalidad que asume el conflicto ni el futuro que le aguarda. El cultivo (tratándose de FH el verbo es pertinente) de la patología aislada logra disipar otras preocupaciones; cuando los personajes detectan en su comportamiento la primacía de lo insólito es tarde para tentar volver (ni sabrían cómo hacerlo), por lo que sólo destila una resignación anestesiada. La expansión de lo fantástico se produce cuando la existencia de una conciencia imaginativa -predispuesta a consentir situaciones que parecen vergonzosas- luego son razón de existencia, punto de apoyo para seguir sobreviviendo.  Ante esos seres contaminados se instala el pianista literato, ellos son misteriosos, suscitadores y sugerentes al extremo del esperpento; el alevoso poder de observación, los paréntesis de escritura y la sensualidad por la rareza de los demás hacen el resto.