(IX) El apuntador como actor secundario

FH se exoneró en los cuentos mayores de organizar y trasmitir retóricamente sus procesos interiores tal como sucedió en el ciclo de las novelas. En la forma breve puede tomar distancia narrativa objetiva un tanto desenvuelta; ser “voyeur” de manual que observa incitando al entorno con compromiso mínimo, evitando participar en algo disímil a lo que habilita una presencia transitoria. Cuando transgrede límites promiscuos, lo hace con el propósito de que ello pueden franquearle el ingreso a materiales para nuevos relatos: espacios privados con olor a encierro del segundo subsuelo, auras cargadas de individuos meteoritos yendo a la autodestrucción, campos de representación de probada potencia seductora, sospecha de disfuncionalidad mental sin medicar que -haciéndose praxis- afina el canto fantástico de las sirenas.

El voyerismo felisberteano es consentido en tanto tampoco se puede detener, siendo el avatar personaje participante que se entiende considerando la acción preparatorio del encuentro previo; es como si el autor del Diccionario con ficha buscara las locaciones y estudiara el casting, el narrador fingiera un cuento del tío para introducirse en zonas movedizas y el personaje contribuyera a la sinergia dramática que deviene escritura. Los busca también para conocerse mejor a sí mismo, FH observa las ceremonias y escucha con delectación hipótesis propuestas por los mismos sujetos, los frecuenta porque son pasaje obligado para alcanzar el dominio de su narrativa; renovados paraísos artificiales desde la actual realidad virtual yendo hacia atrás, pasando por el lsd, la heroína, el opio o los alcoholes famosos como la absenta, cumplían la tarea de abrir los sentidos hacia lo invisible. Se diría que en el uruguayo la música fue la droga dura que lo puso en contacto con los márgenes de la sociedad del desarreglo, allí donde el metrónomo a cuerda comienza a macanear; parece incluso que fueron los personajes excéntricos que crearon al personaje Felisberto, ese tan fotogénico del cual todos tenemos noticias más o menos fiables.

La fórmula avanzada esa tiene la apariencia de la convicción y hace escuchar sus bemoles. En la lectura podemos confundirnos atribuyendo a las extrañezas señaladas estratégicas miméticas de la realidad, lo que nos llevaría a un naturalismo retocado que asume escasos riesgos. Ignoro si hay modelos reales para los cuentos y nada agregaría el saberlo, probablemente se trate de anécdotas escuchadas al azar, donaciones de relato oral de conocidos o improvisaciones propias sobre sujetos cruzados en las charlas posteriores a los conciertos. La marginalidad citada más que social es literaria, lo que afina su particularidad. Cortázar identifica esos tipos raros en supra realidades y los llamó piantados, hasta tienen nombre propio y nacionalidad; el conocimiento de sus empresas sistemáticas y cosmogónicas nos mueve al humor, a los límites de la psiquiatría inofensiva. Con Felisberto partimos de una condición de personaje en tanto la circunstancia es fantástica y por ello ficticios asumidos. Recorren el camino inverso al habitual de la tesis de los modelos, hasta que luego de tres lecturas los adicionamos a los vecinos de carne y hueso recordados del barrio de la infancia. Lo que a la distancia podía ser un hecho gratuito asignado en ese lugar común del loquito suelto, desde que asoma una explicación intencionada gana en ambigüedad compleja, complicación intrínseca a los personajes manifiesta en discursos que van derecho al trauma teatralizado.

En ese desplegarse auténtico y mostrarse tal cual son -en una de las funciones- topan con el narrador; nunca manifestado ni reconocido como tal, que cumple funciones de testigo -casual, contratado- con el que guardan esa distancia entre rechazo e integración: la diferencia escandalosa necesita del otro aceptando y el cotejo subsiguiente. Ante el extraño -a pesar de la confianza interina que le otorgan, acaso sabiendo que serán traicionados tras la revelación narrativa- se saben observados y presumen juzgados en silencio. La ventaja del personaje narrador consiste en que la manía manifiesta es más inspiradora que ellos y la desventaja que la frecuentación finaliza borrando los límites, haciéndose cada vez más dificultoso el viaje de regreso.

En esa contradicción y una vez en situación ellos pueden prescindir de él, y si bien Felisberto autor podía pasar de largo, el narrador siente una atracción literaria que se reconoce en la sublimación. Sentirse observado confirma su propia existencia y saberse juzgados resalta la excepcionalidad; que durante el inicio a tientas fue angustioso, degenerando luego en morbosa sensualidad, siendo el cuento posible por una forma de complicidad compaciente consistente en entrar al juego aunque se ignoren las reglas. Algunas veces la presentación de los personajes culmina en devaluación; sufren un proceso dentro del relato que va del misterio al grotesco, del interés al esperpento y la tragedia a la comedia. De seres extraños y atendibles se transfiguran en entes con patologías egoístas, resignados a actuar, salir de su zona de protección exponerse y auto contemplar su (in) felicidad, sin fuerzas suficientes para sacudirse (o sin saber cómo hacerlo) la fatalidad que los aísla. Sin un retorno confirmado dependiendo de circunstancias aleatorias, las liturgias de sublimación operan como máquinas de confirmación.

La presentación cuidadosa es hundimiento y única salida. FH prefiere los procesos descendentes; para acelerar y demostrar las desmitificaciones apela al ridículo, al humor, el absurdo sin instalarnos en un surrealismo invasivo. El autor se postula como fiel desconfiable de balanza traficada y así medir/evaluar tergiversaciones de sus criaturas, al menos las vibraciones y su propia experiencia es el sismógrafo que perfecciona a medida que avanza la voracidad de la narrativa y porque existen plantas carnívoras. Desde una legalidad de caprichosas coordenadas dispone posibles conductas honorables; contar nunca supone compartir y para el escritor en esa progresión la marginalidad está en los otros. El suyo es un mundo contenido en los posibles de una lectura total, se niega a una aceptación plena y piadosa, los induce a un juego interesado que él finge jugar. Lo fantástico satelital reafirma su saberse criatura de este lado; se aleja del apremio desafiante de saltar al vacío o ronda apenas un asomarse de vecino rencoroso. El grotesco menos anula la existencia; provoca conclusiones que por la conocida vía del realismo conoceríamos difícilmente. Un humor con porcentaje involuntario atenúa la profunda gravedad de las situaciones, permitiendo desde las exageraciones una defensa pertinaz -por parte de los personajes- de un micro clima consentido ante un exterior curioso y agresivo.

Los personajes son expuestos en la plenitud de sus facultades excepcionales en el transcursos de la sublime anormalidad. Le queda el lector vedado el pasado, la escena primitiva para quizá especular con orígenes y antecedentes; extraño procedimiento y postura para un escritor/narrador que tanto había confiado en las virtudes reparadoras de la memoria. Casi ninguno entre ellos tiene una vida de novela de aprendizaje, su apoteosis se verá brillar -como las estrellas fugaces vistas desde el Cabo Polonio- mientras dure ese relato. Acaso hubo encuentros anteriores siendo sin importancia pues ninguno fue anotado, puede que la experiencia se repita el mes entrante y nunca será lo mismo. La existencia es lo que dura el cuento y la persistencia en la memoria del lector. Los protagonistas de sus narraciones tienen en el presente luminoso su solitario espesor temporal; presente radiante sin paréntesis para recuerdos que distraigan de lo inmediato. Tampoco viven su proyectarse al futuro (¿qué es mañana o la semana próxima a el mes que viene?) si no es bajo la apariencia de la reiteración cíclica de su pensamiento obsesivo teatralizado. Siempre ellos están (re) comenzando, repitiendo sus acciones en un perpetuo hacer de movimientos sabidos; lindan con la noción de eternidad limitada o un infinito calculado que se repite sin otro sentido que el mismo repetirse. Su suprema desdicha es que sus manías -objetivadas en actos- pueden incitar una lectura doble; por otro lado, afirmar un recelo de gratuidad y por otro la búsqueda del sentido que intentan sublimar sus protagonistas: ¿cuál sería el plan final? Como las respuestas a preguntas nunca formuladas jamás llegan, los protagonistas están desamparados y solos, a merced del espía escribano que los observa.

Desdoblado en personaje, el creador los descuida a su incierta suerte, se sabe inepto para cualquier modificación de conductas y parece interesarle poco; él consiente en integrarse a las raras ceremonias, buscando en cierto sarcasmo removedor la ocasión de rescate ante situaciones que puede absorberlo. El objetivo es salir del círculo y robarle un tiempo al cotidiano para escribirlo. FH los asedia cuando pasaron/cruzaron el umbral; en “El caballo perdido” pudiendo extraviarse en laberintos de la memoria, se procuró un “socio” que le posibilitó una estrategia de rescate urdida desde la imaginación. Esa salida/escape se la rehúsa a sus personajes de cuentos, que una vez instalados en su fantasía atrofian y estropean los mecanismo de contacto con el exterior, exacerbando lo que potencia su anomalía. Durante el reacomodo de las napas narrativas regionales, se procesa una nueva maniobra de intercambio y conexión sensual donde participan las facultades primarias. Cada personaje procesa los recursos sensoriales que estima estimulantes para su placer de la desolación inevitable, lo social si apenas se filtra tangencialmente; destacan gestos privativos y la focalización una vez comenzada la obrita: dejarlo hacer sin que él lo perciba despojando la escena de escorias accesorias preservando así lo esencial. Dejando al individuo con su manía privado de todo maquillaje, separando de ellos todo lo que del mundo pueda camuflarlo e incorporarlo a su obra en forma disimulada, a tal punto que para los de afuera su manía estanca en planos secundarios.

La alteración final como efecto unitario es resultado de la segregación de pistas variada y que la observación intencionada va detectando. Vestimentas, gestos, descripciones físicas, niveles de relación, elementos que en su dinámica entorpecen que alguno predomine sobre los otros, en una penuria represiva de tics sucesiva. La superposición aglutinante, estereotiparía las criaturas, haría de ellas entes resistentes impermeables al humor y deterioro. Transitan en los cuentos de FH la visión de un universo provisional escasamente optimista; testimonio de un desencanto melancólico y resignación por el deterioro, teniendo en la ironía su estrategia sutil de agresión buscando aperturas hacia escaques prohibidos.  Los personajes más que el resultado de un medio opresor son su lógica marginalidad; es difícil encontrar momentos en los cuales el autor/protagonista asume alguna actitud solidaria con quienes va encontrando; en insólito y calculado itinerario entre solitarios aferrados a dos realidades, por vasos comunicantes tenaces en un caso e inexistentes en otro. Un último párrafo para justificar el título del capítulo. Es cierto que estuvimos más atento a la ubicuidad de la trinidad felisberteana en su narrativa breve, así como al perímetro restringido y denso de algunos personajes paradigmáticos de su obra; también del proceso llevando de la intuición bizarra al punto final de cada cuento. Pudimos recordar una tendencia que podría decirse teatral; es lo que unifica veladas de la secta, ceremonias tras cortinados, rituales fetichistas o puesta en escena con finalidades catárticas, el domino espacio temporal que requieren las obsesiones. En ese aparte del dispositivo la originalidad de FH consiste en renunciar a la tentación del director omnisciente y asimismo del deux ex machina que todo lo resuelve bajando de una nube; participa sin ser protagonista, observa sin querer obstaculizar a los actores intervinientes. Es ahí que podemos darle en la economía de la tramoya teatral la función del apuntador. Esta sin que lo veamos, se ubica en la frontera misma entre escena y espectadores que venimos a ser nosotros y perpendicular a la cuarta pared. Tiene todo el cuento en las manos del principio al final, sin el poder de alterar los acontecimientos, les sopla a los comediantes involuntarios las palabras necesarias si falla la memoria. Cuando cae el telón escucha de lejos los aplausos, sale discreto del dispositivo por los siempre misteriosos subsuelos y sótanos de la ilusión.