Decidirse por transcribir parte de la correspondencia de Kafka con Max Brod tiene justificaciones válidas en la tradición critica: MB es sombra indisociable al autor, a veces un doble romántico hipotético, hasta hermano gemelo parido por la misma ciudad. Juntos desde los veinte años, Brod participo de las primeras aventuras de la educación literaria del grupo, asume un destino sionista, escribió la primera biografía de Kafka, está en la herencia simbólica y concreta de los papeles y fue el último correspondiente de Kafka el 25 de mayo de 1924. Esa cercanía tiene inconvenientes -además de críticas de Walter Benjamin- cuando intervienen las variaciones complejas de la amistad al compartir viajes, planes novelescos, preocupaciones espirituales relativas a la tierra prometida, ámbito social, Praga, creencias y temores del folklore Golem sin palabras, confidencias sobre amor y sexualidad. MB fue escritor -lo que dificulta las cosas; esa cercanía es cruel cuando suela la lectura severa de la posteridad. La fantasía llevó al cine esa proximidad creativa rival -con tintes exagerados e inexactos- entre Mozart y Antonio Salieri; algo similar se evoca en “El malogrado” de Thomas Bernard: un grupo de muchachos de Viena asiste al seminario de Vladimir Horowitz en Salzburgo en 1954; para cualquier pianista sería una emotiva escena fundadora, ello si uno de los participantes no hubiera sido Glenn Gouid. Cuando se escucha al canadiense atacar el Aria de las variaciones Goldberg por primera vez, alguien, con criterio y educación musical, entiende todo sobre sus perspectivas en la escena pianística. El Steinway & Sons de concierto se transforma en enemigo, hay que exiliarse a la calle del Prado en Madrid.
El camino emprendido para las cartas a MB es el mismo de otras secciones del proyecto Gracchus. La imponente edición alemana inaccesible como el Castillo, un par de traducciones al francés y español; luego la tarea de elegir algunas pocas misivas y desterritorializarlas en su contenido, pasándolas de lenguas dominantes a códigos de nuestra literatura menor, queriendo advertir a los que vienen detrás en la Banda Oriental: la literatura es por ahí. El criterio de la breve selección trató de rescatar cierta ligereza de espíritu, sobre todo cuando el que escribe es Franz; luego está el Kafka de la madurez y ganado por lo inexorable de la enfermedad. Bacilo de leyenda de otro K con incremento de síntomas, tratamientos médicos, radiografía X del mito expectorando sangre e incubaciones laboriosas del mandato de quemar parte de la obra. Al respeto siempre se incursiona en especulaciones que reclaman una fe ciega en las divinidades de la literatura; incluso, al parecer, la famosa carta del 29 de noviembre de 1922, fue escrita sin ser enviada, el destinatario la encontró años después, entre otros papeles, cuando, al decir popular, él había traicionado un pedido del muerto y que nunca recibió… Esta paradoja con remitente y el mensaje imperial que nunca llega, metaforizando la burocracia del imperio austro húngaro, son variaciones ejemplares de situaciones kafkianas hasta la última línea.
Desde muchacho, más que detectar fallas del Correo Imperial o especular sobre fisuras emotivas de la amistad, lo que me interesaba era la relación entre literatura y fuego. Kafka retoma en lo privado, en el mundo del hombre sin cualidades y deshumanizado de la era industrial la quema de bibliotecas, la destrucción del libro. Esa dependencia entre soporte frágil de lo escrito y fuego viene desde la leyenda de Alejandría, más cerca nuestro el incendio en “El nombre de la rosa” para destruir el segundo libro de la Poética aristotélica sobre la risa, denostado por el antiguo bibliotecario ciego Jorge de Burgos. Lo ocurrido en Berlín el 10 de mayo de 1933 -Kafka estaba en la lista de la quema- fue un evento terrible de la serie y anunciaba “Fahrenheit 451” editado veinte años después. Creación y destrucción, el ciclo del dios Shiva se repitió entre los judíos de Praga, sin embargo algunos relatos escaparon a las llamas del círculo de fuego.