Para cualquier escritor que opera en la misma lengua que Borges, a pesar de su domino distante de otras lenguas de la Torre y el estudio del sajón antiguo en los últimos años, la cercanía es motivo de euforia y preocupación. Acaso lección socarrona, la literatura potencial puede ser el encuentro casual de Beowulf y el general Quiroga yendo en noche al muere en una confitería de la Calle Florida; más habiendo estado en el Río de la Plata en las últimas décadas del siglo pasado, cuando la concentración dolorosa de tantas pasiones. Era inevitable ir a su encuentro e inútil oponerse, el disfrute que encontraba como lector debería contener algo de lo necesario para escribir, esa aparente finalidad, el llamado a mundos con viudas chinas piratas y detectives en la gayola, la lotería de Babel y al costado el bultito del cuchillo.
Mis años de aprendizaje coincidieron con un acceso a ese equívoco de la fama planetaria borgeana, como él mismo afirmaba. Compré aquella primera edición Emecé verde de la obra completa, reivindiqué la cédula uruguaya de Irineo Funes y sabía el “Ya no seré feliz. Tal vez no importa. Hay tantas otras cosas en el mundo.” casi de memoria. Fui al coloquio deslumbrante en Buenos Aires a escuchar a Jean Pierre Bernès y Roberto Paoli; asistí a las conferencias que presentó en un teatro de Montevideo. Cuando en Francia me asignaron mi primer puesto en la universidad Stendhal de Grenoble, fui desde el primer día y durante años colega de despacho con Michel Lafont, uno de los grandes especialistas en Borges, la literatura argentina contemporánea y autor de la novela “Una vida de Pierre Ménard”.
Era de cajón que en el primer libro de cuentos -después y antes de estos encuentros, formando un mismo capítulo a pesar de los años que los separan- hubiera una traza de esa compañía y admiración; si bien mi programa de preferencias se orientaba hacia lo uruguayo, porque era allí donde estaba destinado a barajar la partida con los tres gauchos orientales. Tampoco se trataba de pagar una deuda porque en la narrativa la máquina funciona diferente, sino dejar constancia de ese estante sin polvo de la biblioteca. Actualicé el imperativo de evocar en miniatura, algunas vidas condensadas en pasaje de estrella fugaz. Biografías sucintas de marginales y la caja de resonancia de relatos venidos de atrás. Había que hacer algo partiendo de la Historia Universal de la infamia, que era el título menos contaminante y me había dado el seudónimo Tom Castro para algún concurso. Redundar lo que tentó Borges con las Vidas imaginarias de Marcel Schwob, sospechando la filiación laberíntica entre las historias del capitán Kid y la de Billy el Kid.
Quedando en esa zona lúdica recordé algo escuchado en Francia, como línea ramal menor del tráfico narrativo, algunos ejercicios inventivos (la escritura en colaboración, que practicó Borges y teorizó Lafont) o en un programa de radio sobre la literatura (des papus dans la tête, France Cultura), donde se interroga por el destino de los personajes secundarios. Nuestro ambiguo ¿…y qué será de la vida de fulano? El espejo abominable, el otro necesario para el mito, eterno suplente, el hermano de Schiaffino que sí sabía jugar al fútbol, el muerto sirviendo la inmortalidad, la medalla de plata, el actor secundario que muere en el primer rollo de película. Detrás de la historia de Bill Harrigan de New York (“El asesino desinteresado Bill Harrigan”, ubicado entre Monk Eastman y Katuké no Suké) había uno de esos mexicanos -que ni cuentan en el inventario de asesinados- llamado Belisario Villagrán; venía necesitando un modesto flash back con mariachi de porfiriato.
De todas las muertes de la rata Harrigan es “esa” la que Borges decidió contar, para que el pelirrojo pecoso entrara en “La Historia (que, a semejanza de cierto director cinematográfico, procede por imágenes discontinuas.)”