Ángeles sobre Ecuador

(apuntes sobre la prosa de Jorge Enrique Adoum)

El Ecuador, la noche callada, los Andes. El firmamento, las galaxias que giran hechizadas sobre este pueblo reclinado en la montaña y entregado a las alturas. Se llama Atuntaqui, sé que vine a leer poesía en la ciudad cercana y alguien me trajo al hotel de este pueblo.

Alfredo Fressia

Quiero comenzar esta charla agradeciendo al amigo Ramiro Oviedo, al equipo de colaboradores de la Université du Littoral-Côte-d’Opale y su antena Boulogne-sur-Mer la puesta en marcha de este encuentro, así como su amable invitación a participar en él. Lo conocía como docente y poeta, ahora debo agregarle la condición de organizador anfitrión, un hombre capaz de trasladar el ecuador al norte y de llevar el sur al Ecuador que es su tierra de nacimiento. Bajo la apariencia agrupada de coloquio universitario, estamos compartiendo una fiesta de diálogo y poesía en ocasión de un escritor mayor, autor de una obra considerable que continúa creciendo ante nuestra vigilancia de lectores reincidentes. Tengo la certeza de participar de un evento que será recordado dentro de mucho tiempo, tanto por la intensidad de la amistad circulando, la calidad de hospitalidad confirmada en cada pausa, así como por lo explícito del evento en el proceso de legitimación crítica, de clarificación estética que, partiendo de la obra de Jorge Enrique Adoum, incide sobre el campo cultural más extenso de la creación latinoamericana.

Cuando avancé mi posible tema de intervención el invierno pasado, creía tener las cosas claras al respecto y me plegué con naturalidad a los dictados tentadores de la memoria evocadora; sin embargo, durante la concentración en la lectura de la novela presentida a tales efectos, en las últimas semanas de redacción, a medida que agregaba notas en el cuaderno, llenaba fichas cuadriculadas y subrayaba el libro elegido, el objetivo inicial se expandía en centros de interés sin que pudiera evitarlo, así como formulaba un dictamen prudente: debí pensarlo mejor antes de enviarle el mail a Ramiro. Algo sorprendente había en dicho intento, llevando de la intuición hasta esta situación presente rehuyendo al control rutinario. La máquina de escribir Jorge Enrique Adoum, en la recepción estaba acelerada, produciendo nuevos sentidos, otras conexiones inéditas, revelando expedientes ocultos, activando trampas del oficio dentro de un movimiento que, a la propuesta de temáticas de enclave, le sumaba el mandato renovador vanguardista en las maneras de narrar. Eso que acoté a rajatabla el corpus a considerar, confinándome en el territorio prosa y eso que confiné el interés a una sola de las novelas, terminada en 1992, que el miércoles pasado cumplió quince años, según la cronología interna al texto. Resultaba que el sexo de los ángeles no era una cuestión tan anodina como se dice por ahí, cuando el concilio divaga entre cirios consumidos sobre entidades celestiales y afuera el mundo arde en llamas. Así pues, más que avanzar certitudes preexistentes, lo que pretendo en los próximos minutos -veinte más o menos- es dar cuenta de esa duda crítica, cierta incertidumbre percibida cuando se trató de elegir un plan de exposición. Son perplejidades de lector deslizadas al investigador y puedo asegurar de ellas que son de buena intención, convencido como estoy de su pertinencia.

Sucede que la prosa de Adoum -me refiero a la prosa de ficción infiltrada por agentes poéticos, gozosos de participar en la aventura del relato- pudo activar en su consideración tres centros de interés privilegiados, que se presentaron operando en sinergia exponencial. Quiero hablar -antes de ser demasiado confuso- del placer de la relectura, el mecanismo disparador de sentido y la conciencia que explicita el texto de pertenecer a una filiación. Laberinto que nos vincula en el trato textual a cierta familia, una ciudad, el país de nacimiento o destino, un continente en ebullición -como nos ocurrió a los latinoamericanos en los últimos cuarenta años- y cuyo itinerario finaliza mientras enfrentamos el minotauro del relato: toda novela lograda debería ser monstruosa. La relectura de Ciudad sin ángel confirmaba un placer reconocible hecho de música y justeza, erotismo activo orgásmico y osadía en el horror; manejo de puntuación siguiendo comas y blancos de vanguardias, campos semánticos según la lección de los barrocos, personajes que rozan lo trascendente y pueden tener reacciones miserables. La mirada reiterada habilita la escucha de una voz particular, la lectura intencionada puede presentarse como memoria exigua a la que acompaña el redescubrimiento sorprendente. Releer a Adoum nunca es leer lo mismo, hay algo de reconocible de una vida anterior y de descubrimiento; a la vez -les decía- me deparó una difusión temática, coincidencias con otras lecturas salteadas y recuerdos, conexiones aleatorias, un ágil repertorio de líneas y planos de sentido narrativo negándose a detenerse en tanto modelo fijo. La historia comienza así: “No le queda más remedio que levantar el teléfono. Ese gesto inmemorial, mecánico, vulgar puede cambiar su vida. Y él no lo sabe. Porque así como el pobrecito humano era zarandeado, al comienzo, por los dioses y el oráculo, el pobrecito personaje está ahora, en las primera páginas, a merced del autor.”

Podría, de proponérmelo, utilizar mi tiempo asignado leyendo una relación de títulos de memorias hipotéticas para estudiantes a la búsqueda de corpus explotables, enunciando un catálogo denso de ingresos originales a la investigación universitaria, procedimientos de escritura que serían secuela lógica del potencial poético de la novela. Entiendo por ello la estrategia bien definida que previó lecturas futuras en circunstancias privadas y eruditas; una geometría narrativa no euclidiana de exigencia, sosteniendo en equilibrio a lo Calder el plano complejo de esa ciudad de párrafos, búsqueda de nuestra inteligencia cómplice para alcanzar juntos al final, considerando al lector presencia exterior vigilante y activa al interior al texto: observar el río navegando en el río, leer la novela participando en la intriga. La materia textual -en tanto epifanía programada- como algo que me estaba esperando para decirme cosas que no fueron dicha en la primera lectura, hace años; asuntos sobre los que, sin duda, pasé de largo sin sospechar que luego regresaría. Había asimismo al acecho un aura de pertenencia preliminar -en la creación programática del escritor ecuatoriano- a Ciudad sin ángel y que la desborda; algo así como una filosofía de la escritura. La puesta permanente en entredicho del gesto creador, un sistema de vasos comunicantes con la realidad obstinada que la hizo posible, con otras novelas precursoras y el resto de la obra de Adoum.

El mundo puede en ciertas epifanías, ser el encuentro de la miseria de una fonda sobre la ruta de un paisaje olvidado y el recuerdo de algunos versos de “Residencia en la tierra” de Pablo Neruda. El dominio rodeando la ficción de Adoum o ese sistema deliberado puesto sobre la mesa es la Estética; disciplina de la tradición letrada, termino desconsiderado repetidas veces en el cambalache crítico actual, irreductible cuando -en condados literarios amenazantes- queremos ver claro llamando a las cosas por su nombre secreto. Este primer tríptico de la sorpresa lo completaría con la proyección de la filiación hacia el pasado, una voluntad de adelantarse al futuro y que presenta diferentes máscaras. Unos lo llaman memoria literaria, otros prefieren el termino metafórico de biblioteca; también se lo conoce como persistencia y en los últimos tiempos retornó con fuerza renovada la idea de canon. Me refiero a la necesidad de poner orden, convocando las fuerzas voluntarias de una escritura personal para vencer el olvido. Como si la ley poderosa que rige nuestros asuntos, más que el impulso coordinado e irracional de la creación, fuera escapar a la obsolescencia aguardando -agazapada- a la vuelta de cada esquina, de cada poema y novela. La implacable articulación de relectura en el tiempo que distingue o establece la distancia existente entre permanencia y amnesia, brecha o grieta entre entusiasmos bochincheros por la novedad, variaciones conceptuales que vendrán -vinieron inexorables- en los próximos años sin duda y después. Lo decía bien el maestro Juan de Mairena: “En política, como en arte, los novedosos apedrean a los originales.”

La literatura latinoamericana de la segunda mitad del siglo XX, tan productiva y expansiva acompasando una legitimación internacional, está actualmente enfrentada a esa operación de implacable decantación que es también parte de nuestra tarea. Los primeros balances están siendo tan sorprendentes como lógicos, la apariencia de la biblioteca se altera, el precipitado textual se configura bajo apariencias imprevisibles, lo que se creía ya no es y lo desestimado se actualiza. La buena poesía tiene algo de inexorable resistiendo el paso del tiempo, los libros tampoco escapan a la paradoja del único cuadro vendido de Van Gogh, a las suites para violonchelo de Bach, sonido recuperado luego del largo silencio, creo, hacia el año 1936 con las grabaciones de Pau Casals. Tampoco es cuestión reciente dicha confrontación; en una carta de Flaubert a Louise Colet, del 16 de septiembre de 1853, el escritor le daba a su amiga y confidente un consejo para evitarle malas relecturas, habida cuenta de los cientos de libros circulando y la brevedad de la vida. Indicaba un criterio, sugiriendo que debemos distinguir entre fuentes -en la primera acepción de María Moliner- y grifos. Flaubert aficionaba esas imágenes de conductos, cloacas, plomería del inmueble aparente y sin estar del todo equivocado.

La obra de Adoum induce a ese viaje hacia las fuentes en la versión Castalia donde se refugian los orígenes, se inscribe con naturalidad pertinente en el nexo entra tradición y originalidad, la misma que el maestro Salinas observó en la poesía de Jorge Manrique. Ese momento poético mágico de pasaje entre lo que nos precedo y aquello que todavía no existe, legitima la imposición de la ruptura y la búsqueda en la experimentación; dándole sentido al riesgo que se advierte en el plan Adoum, así como a una viva conciencia de la modernidad, asumida en tanto avatar dialéctico de la producción textual. Considerar un escritor supone para el estudioso estar dispuesto a frotarse con el conjunto de la literatura; siempre es una experiencia compleja coincidir con una obra que sacude el modelo crítico utilizado para armonizar y organizar nuestros cursos. Así me sucedió; abrir su novela tiene -y tengo la fortuna de decírselo personalmente- algo de la famosa caja de Pandora. Parece que uno nunca saldrá de los apuntes y notas, de aproximaciones y bocetos, de tentativas y apostillas, tal como se puede apreciar ahora mismo. Algo similar le ocurrió a Bruno Salerno, uno de los protagonistas de Ciudad sin ángel cuando trabajó cerca del mar sobre un tema esquivo que acaso superaba sus capacidades o para el cual le faltaba preparación interior. Ser hombre pintor en Ecuador estando atento al mundo mundo, oscilar entre el cuerpo de la Karen presente y el recuerdo de una muchacha que se llamaba AnaClara cierra una intriga sin salida posible.

Veamos si me hago entender. Dije Ciudad sin ángel y por supuesto lo primero que irrumpe es deducir, hacerse cargo del dispositivo que la sustenta; para comenzar el título de la novela, cargado de duende, hipnotizante incluso en su tipografía y que menta -lo iremos descubriendo en el camino- un tríptico de pintura del cual es cuestión en la novela: esto no es una novela parece recordarnos el título, sino la crónica de una ausencia. Es entonces que: está fechada en abril que como sabemos y poéticamente, es el mes más cruel, cuando se entierran a los muertos queridos, que mucho de eso circula en la novela. Es así como se va urdiendo un sistema de resonancias, cámara de ecos, capas de sedimento poético que no pretenden la reacción epidérmica sino invocar el efecto original; lo mismo que nos sucede cuando decimos memoria y deseo. La novela incorpora la conciencia activa del narrador comprometido en la construcción del artefacto, menos como personaje que como gestor para solucionar expresas aporías tenaces de las situaciones. Allí, en ese cruce de niveles se considera la dualidad del taller pictórico poético, como condiciones de producción y reivindicación de oficio ante todo. Mostrando materiales, algunas herramientas de la tarea y mezclas persuasivas para llevar a buen fin el trabajo. Vayan llevando y hay más para empezar, hacia el final del libro descubrimos una cita de un poema central del poeta Jorge Enrique Adoum, se trata de “El amor desenterrado” sobre las famosas momias amantes, tema recurrente de ambas zonas de creación. ¿Mise en abîme, relectura, intertextualidad? Creo más bien que sólo ese texto, distribuido de otra manera en el espacio de la página era el que podía resolver la escena. La experiencia insondable del amor anterior a la historia fusiona, en otro abrazo más contemporáneo, la dualidad de prosa y poesía. Mas bien se parece a la guiñada del final de don Giovanni, cuando el seductor en el cuadro de la cena, sabiéndose destinado al infierno, acelerando su destino, escucha una leve melodía que le da placer y compuesta por propio Mozart. Los lectores somos Leporello cuando dice: questa poi la conosco pur troppo. La novela es muchos posibles; la ciudad textual tiene un complejo sistema de accesos y también subterráneo entramados. Será en el plano más visible la historia de Bruno Salerno, pintor en el torbellino, que se llama igual que el personaje de “El perseguidor”, aquel inolvidable cuento de Julio Cortazar que buscaba -también el cuento- el misterio del jazz en el saxo tenor.  Salerno de regreso a Quito, se va a vivir a una casa bautizada Macondo y esto sería comienzo de partida, orden preexistente y lo que llamé dispositivo inicial. No hay derecho o lo hay. Ciudad sin ángel es de una época y no hace tanto, en que las novelas se regían por manifiestos de la ilegalidad formal estructurante y contrariando protocolos del mercado receptor, que suelen desconsiderar la inteligencia de sus propios lectores. Como ven, igual que en la teoría más consensual sobre la creación del Cosmos, la más divulgada al menos, la novela Ciudad sin ángel tiende a un big bang metafórico, con la energía saturada de astros circulando en la galaxia autosuficiente exponiendo la diversidad compleja del mundo. El Ecuador se desplaza en mundos paralelos y se invierte en meridianos con ambición de totalidad y barrido irresistible de coordenadas. Terrible y fascinante, más aún si nos atenemos a las denominadas condiciones de producción, como el poeta lo escribió en 1964, que sabemos entender los oriundos de las patrias menos extensas del planisferio:

Nadie sabe en dónde queda mi país, lo buscan
entristeciéndose de miopía: no puede ser,
tan pequeño ¿y es tanta su desgarradura,
tanto su terremoto, tanta tortura
militar, más trópico que el trópico?

Si resulta tarea extenuante y por siempre inconclusa modificar la apariencia social del mundo, la literatura puede combatir al menos la costra de mediocridad simbólica definiendo el proyecto cultural del mundo triunfante, cuyos efectos llegan incluso -estos mismos días- a la vida universitaria francesa. Para ese combate ininterrumpido están a nuestra disposición, en la novela de Adoum el amor, una conciencia política, el cuerpo desnudo de la mujer y el sabor salado de los mariscos. La utopía de la cual se trata para el logro de una vida, no es sólo el viaje a otra organización social, a la isla hipotética que nunca existió en ninguna parte, sino la expedición a otra configuración visceral de la plenitud anhelada, donde coexisten justicia y orgasmo. Ciudad sin ángel activa la clásica dualidad entre Eros y Thanatos, haciéndola circular en la experiencia individual, la imagina expandiéndose en la vida social. Bipolaridad, alternancia, dualidad asomando como principio orgánico del relato y central en la estrategia del escritor para diferenciar definiendo esta novela; al respecto, me permito avanzar algunos ejemplos que deben ser recibidos como los apuntes prometidos en el subtítulo de la comunicación.

Oscilación poesía / prosa en deslizamiento peligroso y que tiene por tramos la eficacia que recuperamos en dos configuraciones. Primero: la radical del pasaje de un género a otro, que fuera ensayado por otros autores y que Adoum concreta en la respiración mayor de la novela y además reincidiendo con premeditación en la experiencia. Luego: en esa curiosa designación huidiza de prosa poética, que no supone prosa sonora en endecasílabos sino búsqueda de consonancia original conformando un leer escuchando. La novela comienza y en la banda de audio se escucha un cuarteto de Schubert; no estuve ahí, en ese Macondo donde los carteros se niegan a entregar la correspondencia, pero apostaría una botella de vino blanco que se trata de “La niña y la muerte”, por aquello de la belleza de simetrías internas. Contacto entre autor y personajes compartiendo la misma materia, haciendo saltar puentes de la naturaleza omnisciente del escritor participando en dilemas de sus criaturas de ficción. Encuentro de recuerdos infantiles determinantes, por partes iguales la pobreza y el erotismo, otras vivencias de la edad adulta en un intento por conciliar pedazos de la existencia fragmentada. Nunca en la relación causa consecuencia -de sencilla articulación- sino en las actitudes que puedan quebrar esa cadena harto previsible y haría de la vida algo escrito de antemano. El hombre no está determinado, puede escribir su destino, pintarlo, provocarlo o padecerlo. Vacilación entre el aquí de los orígenes y la fatalidad del regreso, con el allá del exilio o de la escapada. La patria y la historia son instancias de una permanente movilidad, atreviéndose a grandes mares de navegación existencial. Territorio sagrado del cuerpo femenino tentando a la pasión del erotismo de sabiduría y trascendencia, juego y pertenencia, celos sumando silencios y rondando fatal el horror de la tortura. Tema limite si los hay, que el escritor no soslaya, acaso sabiendo que llega a la frontera última de la palabra, a un callejón sin salida; eso es lo que hay a mano en el taller del autor y con ello debe maniobrar en la escritura. Búsqueda de catarsis por la exposición minuciosa de la estricta trilogía trágica y también del humor; para que las fuerzas oscuras nunca tengan el pronunciamiento del juicio final, ni releven en su importancia las causas del movimiento. La comedia que por momentos se incrusta en una fenomenología de la vida cotidiana y la amistad no es evasión, distracción, ni opción del atajo sino nueva perspectiva; que ilumina exponiendo a la luz del día el complot, la barbarie de agentes de lo inhumano, infringiendo un corte profundo entre los proyectos en oposición.

Dualidad de la pareja humana, claro que con su cortejo de variaciones sabidas en la única certeza irrefutable; que va desde una arqueología de momias del paleolítico americano -ecuatoriano: los “amantes de Sumpa”- hasta la eventual trascendencia en la pintura. Amor constante más allá de la muerte y como dice Adoum:

“(lentitud de quienes adueñándose del gozo se adueñaron del tiempo)”

Dualidad de vivos y difuntos como si la muerte fuera accesible y otra vez -remedando el mito de Orfeo- una cierta música pudiendo abrir las puertas infranqueables del Averno. Dos espectros recorren la novela, son los espectros de AnaClara la mujer perdida e imborrable y el de Vladimir Illich Ulianov. Una poética, que nada condensa mejor que el titulo de la novela anterior de Adoum de febrero de 1974: Entre Marx y una mujer desnuda. Tesis y antítesis de la dialéctica indivisible de una resolución total y síntesis de otra utopía. Advierto en Ciudad sin ángel la tentativa por explorar los desafíos de la novela futura y los límites difusos de la literatura, mandato de experimentación inscripto en la línea sinuosa de la modernidad e intercambio de procederes venidos de la poesía. Me refiero ahora a la práctica solitaria y social de la escritura; en ello hallo otra dualidad siendo la última bifurcación que quería compartir con ustedes. A la vez elogio y amistosa advertencia, apología de práctica sostenida a la que Adoum dedicó la vida y refutación amable de la tendencia al saber exclusivo que puede tentar. Adoum marcha a la búsqueda de un específico poético en la selva de los lenguajes que nos rodean y decide, en simultáneo, que el encuentro con lo inefable puede ocurrir en otros sistemas de expresión, y la sorpresa estar agazapada en el recuadro de un pequeño anuncio, el dolor inconsolable del viudo y la publicidad de un brebaje mágico. Esas chispas de locura que escapan a los controles rigurosos del sistema. ¿Cómo dar cuenta de la marcha del mundo y hallar la concordancia con la realidad y el compromiso? ¿Cuál es el decir específico de la literatura allí donde predomina la polifonía cacofónica?

Conocemos el peligro aludido, cuando la palabra poética se incrusta hondamente en lo real es lo real que la capta y desactiva, la digiere haciéndole perder eficacia. La escritura camaleón termina por confundirse con el fondo; para decir el mundo por escrito disponemos de la Historia y la sociología militante, del ensayo, periodismo, testimonio, reportajes, el grito manifiesto y comunicados oficiales cumpliendo -todos ellos- una tarea formidable, por partes iguales, de crítica y propaganda, toma de conciencia y desinformación. El excesivo decir ininterrumpido del mundo puede doblarlo, desvirtuarlo, sustituirlo hasta convertirlo en un simple rumor de fondo ante la preeminencia del comentario. Como nunca antes en la historia, hoy mismo, el mundo no termina de decir su comentario partidario; la simultaneidad informativa es 24 horas sobre 24 en un juego de concordancia que ni siquiera respecta el sueño, se activa sin dar tregua, haciendo del hombre más que protagonista telespectador de la vida social. Un espectáculo montado, con relato intencional que lo deja de lado y elabora la excusa de la gobernabilidad; la información continua consolida en conciencias moldeadas así el poder del sistema.

Casi puede decirse que se impone estar atento a la distribución del trabajo en el lenguaje. El escritor debe buscar, si no quiere ser producto del mercado, excavar aquellos intervalos camuflados donde los discursos unánimes son insuficientes. La literatura debe explorar esas fallas e instantes inexplicables, traer noticias de lo invisible desatendido y no puede reducirse a noticia; es la única manera de escapar de la trampa que el tiempo le tiende a cada texto. El proyecto Adoum es un hacer que interroga la pertinencia del soporte y el instrumento, produciendo no cesa de interrogarse sobre la función e incidencia del texto poético a la búsqueda de su saber intraducible. Darle un nuevo sentido a la palabra de la tribu, antigua cuestión renovada cada vez que se intenta la escritura, como si la poesía fuera o supusiera también esa sospecha y el misterio persistente.

La duda es punto de partida en una actividad que es movimiento perpetuo a la búsqueda de sentido; el taller permanente, transmutación de escoria y chatarra en algo que valga la pena acercándose más a las fuentes que a los grifos. Cuando pensamos estar en la zona literaria una ventana se abre al paisaje de afuera y Ciudad sin ángel se apoya en otras referencias, tejiendo una trama que nunca es casual y responde a la dualidad anunciada o acaso al tríptico literatura, música y pintura. El programa musical es intenso, denso y son citados, entre muchos, Schubert, Mahler, Prokofiev, Brahms y Bruckner. A lo largo de la novela hay referencias a obras de Magritte, Gauguin, Bacon, Malevich, Roberto Matta y Wilfredo Lem. En este preciso instante es que podría comenzar otra charla sobre esa tentación del Laoconte, pero lo dejamos para otra ocasión; a lo que se agregan cineastas, escultores y por cierto varios escritores. Esa presencia permanente del Arte, tal insistencia en una novela que incluye los temas más crudos del realismo, opera como contraste y axiología completando una visión compleja de la condición humana. Si la literatura tiene un compromiso con lo social por la palabra, el Arte lo tiene con la vida, si la revolución viene del logos de la mecánica celeste, también puede proseguirse en la vida interior. La poesía debe decir de eso. Hay momentos en los cuales la literatura parece insuficiente o acaso olvida su tarea; puede conocer un mal período, como un boxeador demasiado golpeado o un cantante de ópera, un tenor italiano con problemas en las cuerdas vocales. En esos trances se debe buscar en otras formas de expresión, lo esencial existe incluso fuera de los libros y es provechoso intentar esas salidas; para entender lo que de arte hay en la literatura es fecundo buscar el arte que se manifiesta fuera de la literatura. En la página 193 de la novela, cuando AnaClara interroga el sentido del amor bajo las cenizas, la muchacha dice: “Ahí está el misterio inexplicable. Y no es la ciencia sino el arte el que tiene la última palabra.” Que así sea, muchas gracias.