Durante muchos años enseñé el Nocturno de Darío dedicado a Mariano de Cavia y tan maravilloso
Los que auscultasteis el corazón de la noche,
los que por el insomnio tenaz habéis oído
el cerrar de una puerta, el resonar de un coche
lejano, un eco vago, un ligero ruido…
Durante la lectura -además de la angustia madura del nicaragüense- es luminoso percibir el murmullo nocturno avanzando mientras convoca avatares ambiguos y estimulantes, temas declinados por la tradición literaria al infinito. Pienso en la enigmática noche de Antonioni y la oscura del alma, las noches de circo de la filmografía sueca y otra pasada en la Opera con los hermanos Marx, la noche del cazador tras el rastro sanguinario del reverendo Harry Powell y el largo viaje de la novela hacia el crepúsculo con Céline. Rondando ese motivo de lo maléfico viniendo de las sombras, imaginé lo que pudo ocurrir durante una noche de tablado de aquellos populares de los años cincuenta en Montevideo; por eso los elementos del kit que componen el cuento son similares a los de mi infancia: llegar al club todavía con sol y monedas para tres churros, jugar al futbolito por la ficha, leer las letras de Jardineros de Harlem escritas por Amuedo que era vecino del barrio. Ver la mágica entrada en éxtasis inolvidable de Tito Pastrana, dirigiendo tan solo la batería de La nueva milonga ya abajo del tablado a menos de dos metros. En mi memoria aquellas eran semanas felices y sin embargo recuerdo otras inquietudes, temores súbitos, la superstición del vecindario y fuleros berretines asomando prematuros en la niñez. Es suficiente en toda circunstancia una pequeña distracción en la cronología para que se inicie y entre en funcionamiento la tramoya trágica. Así, el autor del cuento adulto organizó al marco general partiendo de lo real transfigurado por la evocación; el narrador entrenado operó las distorsiones, el agregado de lecturas y pactos necesarios para que el relato fuera posible. El título tiende hacia la verosimilitud, quizá hubiera sido más popular citar una murga como lo vengo de hacer, pero esa categoría ha reinado luego en las últimas décadas con tanta suficiencia que parecía rugoso recuperar la fascinación infantil. Habiendo visto antes de ir al liceo a Pastrana, a Pepino, a Martha Gularte y asistido a ensayos de Los Saltimbanquis en el Cyssa Maroñas cancha original, donde jugaba al básquet mi tío Rubén uno puede entonar tranquilo la despedida; los murguistas además desconfían de los profesorcitos de literatura metidos en su marcha camión, como sucedió con el Bocha Benavides. Había en aquellos carnavales crédulos hospitalidad para números artísticos como Los marinos cantores que cantaban lindo con un repertorio entre cantina, kermesse y brindis de gala. Me gustaba su estampa con uniformes de marineros de agua dulce y -quien sabe- si no había en mí un deseo nunca cumplido de embarcar de verdad con un gorro de ballenero. Después la vida decide diferente, uno queda varado entre los botes a remo de la costa montevideana; por fortuna, estaban por ahí los profesores de literatura del liceo 14. Entonces entiende las lágrimas en la lluvia del androide replicante Roy Batti: estuve en una de las naves aqueas que alcanzaron la costa troyana antes del desembarco de Protesilao, en el Pequod mientras Achab clavó el doblón de oro en el mástil, sobre el barco navegando el río Congo cuando fuimos a buscar a Kurtz al corazón de las tinieblas y hace poco me sumergí una temporada en el submarino Peral. Padre marchaba a trabajar cada día al otro lado del Cerro de Montevideo en remolcador y fui polizonte en los astilleros de Saint-Nazaire; quizá la memoria de los mayores y la historia del abuelo Nazario ayudó. Con sus hermanos Osvaldo y Máximo cuando desde el barco que los traía del país vasco vieron costa uruguaya, decidieron que Buenos Aires estaba lejos, se tiraron por la borda y llegaron a nado por ahí; esa era la leyenda familiar que decidí que era verdadera.
Mientras en el tablado del cuento actuaban Los marinos cantores en la casa familiar del personaje central se filtraba el horror, el horror… preferí no decidirme por una solución detallada, creo que no hubiera podido escribirlo y más porque debió de parecerse a un cuento de Horacio Quiroga, espectro que siempre se cuela por alguna rendija cuando se trata de cuentos uruguayos. Eso es el final abierto del relato y que explica el inició holandés ya leído, la crónica marina alcoholizada de la redención que para mantenerse encendida necesita nunca tocar tierra. Una vez embarcados en el viaje del relato con el narrador liberamos las jarcia buscando con los trapos desplegados el punto velico y a falta de una práctica directa en esos menesteres, dejamos correr el relato entre leyendas y supersticiones. Después me tocó salir a varias ciudades pero siempre en avión y sin embargo, podría decir que una parte mía permaneció en la orilla donde mueren las olas, en la arena mojada de la playa Malvín, mirando el roquedal asomando a unos cientos de metros río adentro; que se llamaba isla de las gaviotas. Para mis siete años crédulos esas peñas asomando se volvían Ítaca y Barataria, se parecían a la isla de los esqueletos, anunciaban Saint-Louis sobre el Sena, If para meditar las revanchas y Santa Helena cuando llega el exilio definitivo. Eran Avalon de las manzanas donde dicen las leyendas que se forjó Excalibur, vive Morgana con sus hermanas y reposan los restos del hijo legendario de Uter Pendragon.