Drama familiar en la calle Tánger al 600

Este relato finisecular forma parte del libro homenaje a la obra y espectro literario activo de Horacio Quiroga; el trabajo se llevó adelante, según una serie de protocolos preliminares y que fueron explicitados en el comentario a otras cuentos del mismo libro. Las estrategias de acercamiento al argumento Tánger al 600, eran quizá reacciones del hombre emponzoñado por la yararacusú de las drogas; como nunca conocí la selva misionera, opté por ubicar la acción en las zonas orilleras de la sociedad montevideana. Esos barrios alejados de las avenidas con transporte, fluctuantes entre las últimas carpetas asfálticas y primeros caminitos de tierra avisando el descampado; pasillos interminables de hospitales públicos, donde de noche se franquean fronteras disputadas entre enfermedad y muerte, las puertas giratorias de templos de los santos de los últimos días, sótanos de cabarets putañeros que pueden entornar las puertas del infierno o paraíso según la cara del cliente. También asoma algún recuerdo de la infancia, cuando mi madre me llevaba a visitar a los abuelos paternos que vivían en la calle Besares, cerca del hipódromo de Maroñas; muchas veces salí apurado a la calle, atraído por el ruido de herraduras sobre los adoquines y veía a rocines de antes -entre bruma de niebla invernal o en la resolana veraniega, aprontando el premio Ramírez del 6 de enero- el paseo de los caballos soberbios y con la monta del jinete adolescente embozado. Sin haber sido un turfista ni de lejos, igual todo lo relativo a los pingos -aunque sean de madera- tiene para mí una fascinación que releva de lo maravilloso; ahí pues, tenía el narrador y venía faltaba el personaje.

Quiroga -contrariamente por ejemplo, a la narrativa patriótica de Eduardo Acevedo Díaz- rescataba la violencia excedente cuando se agotan las cantimploras de la historia; los guerreros abandonan la vanguardia con lanza en mano y carabina a la espalda, entrando a intervenir demonios interiores que desertaron el batallón racional. Imposible hacer una introspección organizada de esa mente criminal rondando el cuento, así que me limité a lanzarlo a su aire en un itinerario de iniquidades incontroladas, repetidas en el cotidiano apenas afinamos la mirada y el oído en la noche de las comisarías, los servicios de primeros auxilio, el ulular de las ambulancias pagas y el tránsito permanente de ataúdes en salas velatorias de Javier Barrios Amorín 1076 y la calle Durazno. Del salteño proviene asimismo esa violencia secreta y explosiva que a veces es un suelto de siete líneas en las noticias policiales; la calesita social arrastra todo a su paso y lo retenido desborda una arqueología con cronista de prensa cotidiana matutina o archivos policiales.

El cuento existe mediante la escritura, tan solo porque el narrador alguna vez se cruzó con el personaje; ese escándalo de lo inimaginable que ocurre con alguien frecuentado por azar en nuestro campo magnético, lo pánico merodeando la vecindad. Hay un poder que llamamos sistema y se ejerce sobre los necesitados, pero hay otro instinto de agresión circulando entre los humildes, de la misma manera que sabemos de ajuste de cuentas entre apostadores, vecinos denunciados, estupro sobre la guacha de la otra cuadra, narco traficantes de pasta base y proxenetas de travestis. Evocando los tiempos prehistóricos de las series dobladas de médicos, como el famoso pionero Dr. Ben Casey -hombre, mujer, vida muerte, infinito…- el cuento irradia algunas páginas de ese universo; pero distante varias camillas del magisterio doctoral del neurocirujano prodigioso, sino vendados al tráfico de influencias voraces entre enfermeros, camilleros y empleados de la limpieza.

El enfermero del turno narrativo, que viene a ser una estrella fugaz de un rojo sangre infernal, tiene un alto componente de ficción rodeado de realismo. Es metonimia de violencia social sublimada en el Mal desregulando el mundo lindando y condensador proletario de fallas sociales; esas que algunas veces articulan deformaciones populares, agregación de conductas y gestos cicatrizando lo monstruoso. El itinerario de iniquidades del hombre en guardapolvo es lo bastante explícito para requerir explicaciones de filosofía lóbrega, una sociología blanda de la excusa o psicopatología de la vida cotidiana malograda. Quizá tiene en su fórmula mental ingredientes de todas las boticas mentales citadas, queriendo acercarse al estereotipo esperpéntico. La tarea en el hospital público, su incursión por el mundo tarifado de la noche, son acaso el espejo de un Uruguay desatendido por el enmarque acotado circunscripto en bucle a la dictadura; en algún momento pudo ser torturador con conocimiento de medicina, el médico insospechado de la militancia guerrillera, hermano de la vecina amable a quien le entró agua en la azotea; se quedó siendo el que activa y resuelve la tragedia -remedando sin saberlo a los clásicos en Epidauro- en el ámbito familiar. El teatro burlón de la Historia siempre supone la coexistencia de máscaras complementarias, dos espacios que pueden ser utilizados como metáforas donde se exponen Tánatos y Eros de una sociedad que antecede, coexiste y sobrevive a episodios ordenados por los libros de historia. El hipódromo o circo hípico activa la catarsis de las edades doradas con centauros, renueva el pacto de la competencia por la vida y sus apuestas, divide espectadores en ganadores por varios cuerpos y perdedores, da revancha desde la segunda carrera o el próximo sábado y habrá galope tendido en la recta final después de nuestra muerte; para entender esa leyenda urbana, quizá alcance con escuchar en la radio Clarín -que dejó de emitir música típica y folklórica para la cuenca del Plata- Por una cabeza cantado por Gardel.

En cuanto al hospital, hace tres años que lo vemos a diario y no es complicado -en los tiempos irrespirables del covid- imaginar a nuestro personaje deambulando en piloto automático los pisos superiores del Hospital de Clínicas del Parque Batlle, organizando con eficacia endiablada el mercado negro de vacunas Pfizer; vendiendo a padres desesperados dosis infantiles falsificadas, tal como hacia Harry Lime en Viena durante la post guerra mundial, mientras exponía al viejo amigo Holly Martins -en la rueda gigante del Prater- su alabanza de la corte Medici florentina y el menosprecio por la democracia suiza del reloj cucú.