Au Rocher de Cancale

En «Nunca Conocimos Praga», versión IV inédita, 2019.

Primera botella

Poner punto final a los interminables preparativos de las últimas semanas, memorizar el plan mentalmente antes de quemarlo y pocas despedidas íntimas por si acaso; basta de corridas tras papeles oficiales, probando con testimonios fiables las razones escritas en la zona reservada a “motivaciones del desplazamiento” de la solicitada. Alivianado del peso de identidades burocráticas, yo caminaba el breve tramo de la estación de trenes que separa el control de billetes de los andenes. Lo hacía con prisa de denunciado, sintiendo el cansancio acumulado de los meses de asedio, duda y perplejidad ante lo que ocurría, despreocupado por si un agente del Poder me vigilaba en los últimos minutos en la ciudad, debajo de la cúpula cubriendo el sector de las ventanillas de venta. 

Si ellos sospecharan el motivo verdadero del viaje me habrían detenido, a esta hora estarían golpeándome hasta el desmayo en una dependencia policial para sacarme información. Me fue encomendada la misión de marchar a París y yo lo había decidido activando la voluntad. Los amigos advirtieron del peligro si se filtraba información en cuanto al motivo real del viaje, mi vanidad de ser el elegido me lanzaba adelante sin considerar las probables consecuencias. Habiendo cerrado un tramo arduo de convencimiento interior, eludiendo que el objetivo se volviera obsesivo hasta denunciarme, cubrí el plan político con la ficción de realizar un sueño juvenil. Visitar la casa donde Balzac escribió su obra intoxicado de café; novelista burgués, glotón y decadente que, por razones de contradicciones literarias, se volvió implacable crítico del sistema capitalista y la clase social que pretendía elogiar, tesis imparable para el comité científico del Instituto que fundaba los permisos de viaje y parte de la financiación. Tenía menos que poco para perder en la empresa, además de ser quizá el próximo candidato en la lista a la digestión de la bestia insaciable. 

Estaba ansioso por confundirme con otros pasajeros del tren nocturno, desconocidos y sobrevivientes ocultando sus motivos verdaderos del viaje; ellos buscaban el compartimiento, la ubicación del billete más barato que en una noche que podría ser interminable, si las vías no fueron saboteadas ni montaban retenes improvisados entre dos estaciones, nos llevaría a París.

Los primeros meses de regreso a la normalidad, luego de revueltas populares en las ciudades más pobladas, fueron el eco de lo mismo y la instalación del ocaso del mundo conocido. Creímos estar cerca del proceso final y el cambio promovido, quienes mandan consideraban lo contrario; habían ocurrido episodios de interés como la Carta 77, conciertos de rock alternativo en suburbios distantes del centro de la ciudad, proliferaban imprentas clandestinas sacando hojas de propaganda. Como ningún poder está dispuesto a la abdicación peace and love, por debajo de apariencias de consenso y aquiescencia hacia la juventud, se sucedían incidentes represivos con preocupante periodicidad. El intento de reacomodar un simulacro de normalidad dispusieron en mis noches el insomnio y una pérdida por vivir tendiendo a la poesía, lo que podía ser considerado paradojal. Tenía presente en horas de la madrugada la serie de episodios precedentes, actos resistentes frustrados, amores rotos en la desbandada de la historia. La memoria de lo que nunca olvidaría ni después de la muerte, agregando la conciencia de lo perdido y la humillación, descorazonador para mi equilibrio que se volvió molestia infecciosa sin antídoto. Lo de verdad irreversible al menos que cambiara de vida y memoria, era la ironía, la certeza de haber tenido razón en mis apreciaciones en cuanto al vuelco de la historia, la suerte de mi familia y el desencanto sobre la condición humana. 

Lo que nos sucedió en el período que interesa tampoco fue casual ni remanente del pasado accidental. Caída de la cúpula del grupo clandestino de ex estudiantes, el mundo intelectual opositor, la bohemia nocturna de canción contestataria y artes escénicas, cineastas censurados y sociólogos apocalípticos, reciclados ideológicos en organizar revistas, Cinematecas y grupos de reflexión política para el día después. Sospecha en la existencia de un Dios despiadado, vigía omnisciente de nuestros movimientos incluso antes de planear las reuniones, podía llevar a la paranoia y el inmovilismo. Era insoportable aceptar una derrota con filamentos faltando tan poco, sin conocer el rostro familiar del enemigo delator. Si el círculo nuestro se estrechaba emparentados a una forma de vanguardia, lo mismo ocurría para el traidor viviendo entre nosotros que calculó las probabilidades antes de decidirse por la infamia. Bastaba pronunciar un nombre que alguien sabía para destruir el encantamiento maligno y el ritual aconsejado tenía el precio del peligro. Esa información, vital como un antídoto amazónico para nuestra supervivencia, estaba consignada en París. En manos de un editor expatriado, curado en eso de la desconfianza infiltrada y sólo lo daría de primera mano verbalmente. 

Luego de un sinfín de corroboraciones y garantías –sin dejar trazas manuscritas que puedan falsificarse por los Servicios- yo sería la mano santa que diría “encantado de conocerlo”, la oreja amputada recibiendo la información vital. La retendría en la memoria durante el regreso administrando emociones, asombro, odio por haber visto el funcionamiento de la Máquina, escapando de perseguidores con la tarea de suprimirme. Volvería a Praga variando itinerarios para comunicarle al grupo el nombre del traidor y luego se haría justicia. La venganza parecía otro sentimiento residual de una era bárbara dejada atrás, la única dosis de catarsis que podría alivianarnos de tanto dolor acumulado y del recuerdo del camarada muerto el mes anterior. 

Con el correr de los meses en el juego de la transición a una nueva etapa de lo mismo, se volvieron penosos los paisajes crepusculares de mi querida ciudad cruzada por tranvías eléctricos, algo que nunca creía que pudiera sucederme. Que día a día los hechos inoculados por la banalidad vigilada, la realidad aglomerada y ellos compartiendo lo que supongo mi vida, confirmaran intuiciones pesimistas sobre la forma del futuro y su hipotética eventualidad. Después de lo vivido los últimos meses –esa sensación con olor de animal asediado por cazadores y traición en el vientre del movimiento- nada sería igual; condenados a vivir desconfiándonos hasta que la revelación sucediera. Una paciencia apostando a la transformación interna, algo militante pensando en una vida libre (ingenua porque conciliaba Dios y la credulidad sobre Occidente democrático en el asunto) dio paso en mi espíritu a una fatiga persistente, sin esperanza de modificaciones que intuía definitiva. Algo me perturbaba activando el torbellino de la esquizofrenia y por las noches despertaba sobresaltado. Había soñado una escena sin resquicio para la controversia: el traidor era yo mismo, metamorfoseado hasta la duplicidad luego de un período de reeducación en un albergue psiquiátrico de las afueras de Praga. 

Antes de caer por completo en la tentación de matarme o dejarme morir, de confundir sueño y realidad, reclamé en silencio de sinagoga, con dignidad de reconocer la maravilla de haber sobrevivido, el derecho a sentirme hastiado de lo que me rodeaba y desde la niñez creí definitivo. Hasta que una mañana, mientras sentía la abstinencia de lo sagrado, me dije “soy yo a pesar de Dios y de mi circunstancia”. Así obligado a vivir un segmento de tiempo anestesiado me asigné una tarea para los próximos meses con sacrificio y redención. Como si los objetos conocidos y el mundo fueran diferentes a lo observado en la convalecencia de la ciudad; debía vivir las próximas semanas como personaje de novela de espionaje. Averigüé hasta saber lo suficiente llegando a los límites de la cuestión, concebí la misión en sus detalles luego de establecer contactos en la ciudad y el extranjero. Invertí en implicancia y compromiso, pasión y determinación para ser designado por unanimidad. También por conocer la identidad de quién nos traicionaba desde tiempo atrás y que acaso votó por mí en la reunión clandestina; suponiendo que yo sería el menos apto para desenmascararlo, el más simple de contrarrestar una vez que él hubiera concebido su plan de réplica. 

El cambio, el traslado de encubrimiento, como decían en el dialecto del Instituto, lo aguardé años sin moverme, con temor a cambiar de ciudad y envejecer olvidando. Es cierto que vivía maldiciendo o viajando de memoria al pasado de mis lecturas. Tenía reputación de curioso e inadaptado por preferir el socialismo novelesco al socialismo real, lo que fue durante años mi estrategia de protección. No sabría decir si la mutación era promoción o castigo, las firmas legales y necesarias de la Organización Interna del Instituto demoraban en llegar; en tanto permanecíamos quietos aceptando el estado de cosas, sumisos por precaución parecía que una calma de mar hipnotizaba nuestras actividades. 

En cuanto planeábamos una actividad de resistencia por insignificante que fuera, alguien entre los nuestros desaparecía sin que el paisaje se inmutara, una fuerza lo hacía pasar mágicamente al otro lado de universos no euclidianos. Comencé a sospechar si no recomenzaba el juego de la espera –nos hubiéramos equivocado en la deducción del futuro, como gitana con glaucoma-; el preferido de quienes poseen el tiempo a su favor para redundar en el poder y al que son afectos los miembros de la Dirección: postergación premeditada de felicidades burocráticas. Ello desprendió de mi conciencia el complejo culposo por olvidar pensar en quienes desconsideraron las verdades que enseñan las épocas de violencia. Mi indiferencia perfecta estaba del otro lado de la tarea, en la hora siguiente a cuando pudiera decir a mis compañeros el nombre de aquél que nos venia denunciando con sistema, como si estuviera montando una pieza teatral de dramaturgo inglés. Sin vergüenza de admitirlo, intuyendo retroceso y repetición, la marcha atrás en relación al mundo deduje que soy alguien prescindible a la etapa exultante que se venía en la ciudad. Lo que queda de país antes de la deconstrucción y los dados cargados del Maligno decidieron París porque allí estaba el nombre de la traición. 

En septiembre, cuando empiece el otoño junto al Moldava cumpliré treinta y un años. ,e falta poco para ingresar a la mitad final del curso de mi vida, soy divorciado y el estado de salud puede abreviar esa probabilidad de la estadística. Muchas mañanas de los últimos meses, de pie delante del espejo del baño contemplaba la truca del maquillaje operada a mi pesar. De la nada resultaba que otra nariz se superponía a la mía, falsa nariz esférica y roja, luego peluca enrulada y rictus en los labios. “Ese soy yo” repetía; cuando quería acercarme al espejo, cerciorarme de mi aspecto matinal los zapatones de hule me impedían hacerlo, marcando distancias insalvables con mi propia imagen, con lo que creía de mi, con lo nuevo que de mi estaba creyendo. “Soy ese” pensaba. En amigos queridos comenzaba a descubrir restos de colorinches mal disimulados; estaban metidos en sacos de tela tosca a cuadros de colores, inmensos de todos lados siendo irreprimible la tendencia a golpear las palmas de las manos. 

Había entre nosotros un payaso traidor, “somos nosotros dos” concluía, Creía que el Mundo era el Gran Teatro del Mundo y resultó Circo Itinerante. En tales circunstancias cuando la paz se volvió sainete, el porvenir común se intuía molesto e idéntico, cargado de tristes payasos proclamando que todo el año es carnaval. Moviéndose con torpeza, entre bosta humeante que dejan los elefantes de paso por la pista hacia las jaulas, viejos saltando al ritmo de una orquestita de monos con tamboriles sin melodías y pocos clarinetes y flautas.

Segunda botella

El viaje, siendo personal y en misión a ciegas prometía mucho de entusiasmo y decepción, dos licencias acumuladas resultaron providenciales dándole tiempo de respiración al intento y justificación legal ante el Instituto. Un jarrón de mis abuelas –obra de un artesano cotizado en los tiempos de Kafka- así como unos gramos del oro de la memoria familiar (dos pulseras, la caja vacía de un reloj de bolsillo, una moneda española del siglo XVIII) los cambié por billetes que, contemplados entre los dedos eran una enormidad; asegurándome supervivencia modesta en el extranjero por si el papelerío del traslado resultaba falso y era una estafa. Fue mi manera de encubrir el cometido oculto de mi iniciativa y de no haber emprendido esas maniobras de mercado negro en Praga, las Autoridades hubieran desconfiando de mis intenciones relativas al viaje.

A lo largo de los últimos años por tareas de contacto con colegas, escuché anécdotas entusiastas y sugerencias insistentes de viajeros que regresaban excitados de sus experiencias en el extranjero. Tendría el territorio de la comedia humana a mi disposición por algunos días; era una suerte que el nombre se guardaba en París, si bien las maravillas estaban en todos lados, mi preferencia se inclinaba por quienes pasaron una temporada viendo correr el Sena hacia las fuentes del relato. Ellos sabían de mi admiración sin límites por Balzac y menos de mi amor secreto por Paul Celan, que se tiró al río a la altura del puente Mirabeau. Me sería fácil desplazarme una vez instalado, correría menos peligro que bajo la policía política del Sistema; allá según contaban, se interesaban mucho por nuestra situación política y había gente influyente dispuesta a ayudarnos para alcanzar la libertad. En París vivía el personaje providencial que conocía el nombre que acabaría con la masacre que nos estaba diezmando, con ingenuidad de novato creí que solucionando esa aberración de círculo íntimo, ello contaminaría de libertad inmunizada el resto del país. 

Por sinnúmeros encuentros discretos durante el tiempo del almuerzo, disponía de por lo menos siete itinerarios que, tomando como eje y base de operaciones la ciudad de París con sus círculos concéntricos, entre el primer día de viaje y el último de regreso incluían lo digno de visitar antes que me apunte el arquero de la muerte. Duplicando el espejo del viaje de Apollinaire cuando encontró al judío errante en Praga, me había decidido por el criterio central de mi expedición y que pasaba por conocer el mapa de los pasajes de París. Los cortes cubiertos en la ciudad y que, partiendo del siglo XIX acaso podrían trasladarme al siglo XXI que nunca conoceré, había preparado la lista según un criterio de zonas partiendo del Panteón y luego me dejaría ir hasta decidir cuál entre ellos era el necesario para llevarme hasta el otro lado. 

Otro azar decidió por mi: “La cita con el editor es en el restaurante Au rocher de Cancale” me dijeron y fue suficiente. La suma de datos, informaciones y opciones que tanto ayudarían a mi voluntad de perderme en los intersticios de guías turísticas, escondía el real motivo de mi viaje. Lo que estaba buscando e incluso con temor de encontrar demasiado pronto, estaba en mi destino y en otra París que la descubierta a simple vista. La urdida de mapas antiguos con arqueología mutante y capacidad –compartida con ninguna ciudad- de ser inmortal a pesar de alterar el nombre de las calles del centro, el perímetro de plazas con adoquines, la memoria fluctuando de sus habitantes de más de setenta años. Creo que ni llegué a responder al saludo del primer funcionario aguardando la llegada de pasajeros en la puerta del vagón. El mío era el XVII y suponiendo que como sucede con los transportes públicos en épocas de crisis, quizá los lentos tuviéramos que viajar parados, me apresuré a ganar mi ubicación pasando entre señoras confundidas, niños sonámbulos y maletines, ancianos indecisos y valijas de todos los tamaños instaladas en el pasillo. Faltaba ese aire de viaje de vacaciones y el rictus de la cita de negocios, la distancia de ir de compras; el pasaje tenía el aspecto de emprender la huida lenta, un sobreviviente sabe que lo peor llegó y se dirige hacia un destino que será el final.

Era un viaje sin regreso en condiciones similares, si es que podía hacer pasar la información; finalmente pude ganar mi lugar. La gente nunca termina de acomodarse perturbada por temor y desconfianza mientras aumenta el ruido de la locomotora, sumado a la confusión cuando es inminente la salida del tren. Mis oídos se tapan antes del empujón de arranque, del encuentro fortuito de máquina, velocidad y aceleración sin retorno. Al acomodarme en el asiento, habiendo comenzado a manipular con el respaldo y el posa brazo, evaluando organizar la lectura para contrariar el tedio, tuve conciencia de la conexión de ese viaje con vías abandonadas de mi pasado. Dentro del cerebro un tapón eléctrico saltó sin estruendo y ello permitió –efecto paradojal- que fluyera una conciencia de felicidad, motivada por la proximidad del encuentro con aquello deseado y desconocido. Reconfortaba estar instalado en la idea de que comenzaba a buscar, desentendido por la duración de las horas de viaje en esa situación, me descubro hojeando un folleto de la compañía de Wagon Lits. Leo las invitaciones a viajes por el vasto mundo y que tienen por destinos estaciones en países lejanos. En ninguno se aclara el régimen institucional que los rige ni el nombre de prisiones para presos políticos; menos se consignan listas de opositores asignados a domicilio o ministros acusados de corrupción con dineros públicos. Las propuestas del mundo lo ignoran todo de la situación que me puso en ese compartimiento rumbo a París. Asumo sin resistencia, siguiendo esa lección publicitaria de geografía interesada sin tapujos, que todo es posible. Hasta la existencia de un territorio donde se puede vivir entre licores finos, camisas de marcas prestigiosas, perfumes para mujeres secretas que conocen misterios de la sexualidad y cigarrillos bellos de encender. 

Estaba –lo decidí con conciencia política- en una frontera de apoteosis internacional, entre sentidos seducidos con esmero, excitados mediante gustos provocadores; aromas y tactos acosan el alma del placer humano, prometiendo hacer olvidar por encanto el más terrible de los sufrimientos, gama deliciosa, ayudando a disolver en la burbuja de la historia actual los flecos de memoria viva aun adheridos a mi cuerpo, seudópodos venenosos que pujaban a nacer de nuevo siendo otra variante del desear morir. La Historia se modifica y las ruedas de las locomotora son medidas de la modernidad, nuevas ruletas de la Fortuna. 

Viajo en una dirección contrariando la evolución del tiempo. me dirijo hacia tierra enemiga anhelada, retrocedo hacia las ilusiones perdidas, quisiera estar en la noche previa a la primera caída de los nuestros por delación. El día después de haber pronunciado el nombre del traidor.

Tercera botella

Es pronto para olvidar el año mil novecientos sesenta que fue el de mi nacimiento y había comenzado la lenta disolución del país en la expansión del mundo. El abrupto violento despertar del sueño de arcadia proletaria con banderas rojas, una entidad salida de la guerra que sin previo aviso se quedó estancada en la nieve sucia de la Historia; igual que un balón en el barro en los partidos de fútbol, cuando la destreza depende del azar imposible de reconstruir. 

Esa imagen me quedó de una tarde de lluvia, cuando mi padre me llevó a ver al Estrella Roja enfrentando un equipo magiar. Los jugadores del equipo extranjero tenían nombre de violinistas bohemios y soldados del partido politizado de Budapest; el juego es siempre lo imprevisible, yo no podía saber que algo que detenía lo normal era un augurio, ese gol sin concretar se me aparece como el impedimento cero de lo que luego ocurrió. Puntapié inicial de una cadena de fracasos y en todos los juegos donde nosotros participamos (diciendo nosotros dudo si evoco los partidarios del Estrella Roja, la patria o la familia, el círculo diezmado de los delatados), sin omitir sangrientos motines callejeros en la batalla que pasando los meses se volvía eterna. 

Por entonces y de acuerdo a lo que pude juntar de información, en París estaban con complicaciones, como si hubieran llegado a la vez los ajustes de cuenta que se fueron amontonando luego de un siglo de impericia militar y política al servicio del ideal colonizador. A pocos años de liberar la ciudad de mandos alemanes instalados en las suites del Ritz Place Vendôme –cuando los bailes del 14 de julio festejaban la Revolución en barrios populares con canciones de la belle époque, lindando la peste nazi incrustada en cruz gamada al obelisco de la plaza Concorde, cerca de la Francia colaboracionista, esvásticas embanderando la ciudad Haussmann y Grandes Almacenes- los episodios de Argelia y Dien Bien Phu dejaban por el suelo la grandeza expansionista de alcanzar los confines del mundo para dominarlos. Los ecos de jour de gloire de escuelas y asilos, pensionados y orfelinatos claudicaron en el horror, la desesperación de muerte del general Navarre en Viet Nam, verde oliva y palúdico despertar de una prolongada pesadilla del poder político/militar sobre los territorios de ultramar. Aquella muerte de tantos y tantos que se mostró inútil, agonía hasta la expiración desprovista de ideales para la Razón de Estado –exceptuando lo que la empresa suicida tenía de orgullo y desdén por el enemigo, que de negarlo se hizo invisible en la jungla- llevó a Monsieur Laniel, primer ministro a cargo de las márgenes del Sena a querer explicar lo ocurrido apelando a lo residual del discurso cartesiano. 

No éramos los primeros en vivir una situación de crisis en Praga y la París que me recibiría tendría estigmas de la guerra en la ambientación del Au rocher de Cancale, restaurante que frecuentaban el autor y los personajes de la Comedia Humana. Hacer inteligible hasta entender un ramal de la retórica histórica, hundiendo raíces podridas de sangre en tierras de Indochina –que volvían a sus propietarios originales- y yo tenía una cita de negocios en el comedor de la Comedia Humana. 

En un vagón sin referencias del exterior, como si estuviera en una cápsula desafiando leyes del tiempo y el espacio algo sucede. Siento olor a café recién hecho y pongo atención: atemorizado por confrontarme con la realidad que busco imagino instrumentos para navegar a ciegas, timones sobre el puente vacilante y brújulas señalando un rumbo impreciso. Me preocupa la eficacia mecánica del tren y el café a la turca, el anuncio del altoparlante dice que estoy cerca de la Estación del Este; Ello se confirma por el cambio de cadencia de avance de la locomotora y mi dolor de oídos por las horas encerrado. Me pregunto qué palabras quedarían en mi caja negra de ocurrir un accidente en los últimos kilómetros del recorrido, en qué persona pensaría los segundos previos sabiendo que voy a descarrilarme contra la muerte, mientras mi cuerpo queda atrapado en un amasijo de hierros retorcidos.

Nunca había visto el amanecer en las cercanías de París, es extraña la proximidad de construcción, el tiempo está en nosotros como verruga benigna, el páncreas y el tendón de Aquiles. Me gana la ansiedad, dentro de pocas horas caminaré libre por las calles de París, seré otro paseante sin rumbo fijo y sin prisa… lo haré al ritmo que avanzan las aguas del Marne cuando baja la crecida. En un afluente de la vida sentiré que mi sangre se mezcla con la corriente del Sena, Desde ahí podré espiar la París de los excluidos y por voluntad del corazón, buscándome, buscándolo, buscándonos en la intimidad de recodos de muelles y el vértigo de puentes haciendo una de la ciudad que es dos ciudades. Si es que los ríos siguen teniendo el poder de cortar en dos lo que sea; momentos de transición en tanto la ciudad comienza a denigrarse por la miseria en arrabales tristes igual que un presidiario condenado por un crimen odioso. Es a causa del empedrado del siglo XVIII de ciertas calles donde es arduo recordar sin error la fecha exacta del día que transcurre, fluyen horas del mismo día bajo la sospecha de un cielo constante diluyendo certitudes en los cafés: espejos apocados de otros espacios reservados hallados por azar, devolviendo facciones olvidados, pesadillas paradigmáticas moviendo a sonrisa nerviosa al despertar antes de la salida del sol. Cuando ello sucede escuchamos en las cercanías una mansa llovizna y persistente, es la lluvia ocultando la luz de la ciudad y arrastrando papeles de diario a las alcantarillas del cementerio más próximo. 

Cuarta botella

Cuando me senté a la mesa en el restaurante y un camarero me pasó el Menú recordé que esa escena la había vivido en el pasado litografiado de otra vida. El editor citado era amigo de la infancia y vinimos para cerrar el contrato de un poemario sin nombre de traidor. Lo deseado en ese estado de insomnio y comunión era la comezón del reconocer, sentir en el cuerpo y aura que lo envuelve aunque fuera por una brevísima duración, que estuve allí hace tiempo de eso. Pasearme como alma eufórica regresando y contemplar una calle del siglo XVIII que vieron otros ojos que acaso y sin llegar a afirmarlo podían haber sido los míos: la calle de la Montagne Sainte Geneviève. 

Si resultaban ser los míos, dejarme confundir en una nube con humo de opio y reaparecer como vuelto de un sueño. Pretérito fantasma de mi mismo, tiempo de autos antiguos con bocina espanta perros y caballos, circulando calles empedradas al rayo del sol por condenados a cadena perpetua. Un pasado de damas elegantes encorsetadas, con manguitos de piel entre las manos preservando los dedos del frío navideño en Tullerias, tules negros emparejando facciones, empañando de luto la mirada resaltando facciones delgadas por la dieta y secuelas íntimas de enfermedades que acechan la pubertad. Tiempo concluido donde las fotografías tenían, recién salidas del laboratorio, en el despertar después de la masacre en las trincheras, un color tirando a sangre sobre barro. Sepia herrumbroso emulando la tinta delatando la ronda de la muerte.

Anhelo, como si fuera un recuerdo que a fuerza de ser imaginado se volvió real, la atmósfera cálida de las cafeterías cerca del Panteón, barriada que frecuenté en películas de los cincuenta; junto con los comediantes del circo de la noche, la nieve que no cesa de caer sobre techos asaeteados de chimeneas y el frío en el exterior de los salones, del otro lado de cristales con letras pintadas leídas detrás de la escritura. Si hasta me hubiera agradado llegar a esos enclaves de ficción acompañado por una muchacha de la ciudad pizpireta, sentimental y coqueta. Dejarme vivir entre la fragilidad arrastrada de Lizette, Ivonne o Manon, habitar esa zona de afectos lindando el amigo y confidente luego de tres conversaciones. Entre cliente de jueves de tres a seis con crisis de celos, marido para protegerla de accidentes de la profesión con cualquiera de los sexos. Bebiendo licores en vasitos minúsculos y café con azúcar para paliar el hambre, pagándole la cuenta al patrón con billetes que dejaron de circular hace décadas, sin valor fuera del puesto numismático de los mercados callejeros. 

Eso era la culpa de Balzac, años de lectura que pasé viajando dentro de su obra infinita y también en otras islas narrativas que se le parecen. La última francesa que conocí me aplazó en el segundo año de secundaria a causa de un plus-que-parfait de un verbo irregular en concordancia que terminé olvidando… sólo conocía del arte de conjugar y hasta por ahí el passé composé; mejor, el passé simple con toque de complejidad dependiente del resto de la oración más que de la conjugación. La ciudad que vivía en mí estaba muerta como murieron Praga la Mágica, Roma Eterna y tantas otras. La debilidad mía comprobada repetidas veces, originada en esa tendencia / enfermedad a confundir los tiempos, inducida por voluntad y otras hallada por accidente, no era secuela de la enfermedad. Era suficiente para que se activara –eso producía el deslumbramiento- una partícula afectando el sistema de la lengua, un signo servía para contradecir el curso de los relojes y viajar en el tiempo. La escritura es la única máquina del tiempo fiable de que disponemos los hombres; el artefacto de H. G. Wells era una bicicleta comparada con el arte de conjugar y todas las máquinas similares que topé en mis lecturas resultaban lo que eran, un juego mecánico de los niños que se niegan a continuar creciendo.

-¿Usted sabe para qué estamos aquí?, me dijo el editor exilado una vez hecha las presentaciones.

-Claro que lo sé y hay que llamar a las cosas por su nombre completo. 

-Como será una situación irrepetible en nuestras vidas y el lugar tiene perfume del siglo XIX que tanto le agrada, creo que podemos disfrutarlo. La Historia siempre espera. Imagínese lo que pasó por la sala de este restaurante y la cocina, a pesar de todo ese pasivo está aguardando para servirle lo mejor.

-Es el final del cuento.

-Así parece.

-Si tal es el caso, creo que tengo una idea.

-Lo cité aquí porque preparan como nadie en París los platos preferidos de su admirado Balzac.

-Caramba, es un bello gesto y me pareció intuirlo cuando lo supe, usted parece conocer los detalles más discretos de mi intimidad. El país nuestro, que es lo importante justificando nuestro encuentro, marcha veloz hacia la destrucción y nadie lo puede impedir.

-Cuando terminen de destruir Checoslovaquia, que es cuestión de meses, seguirán con Yugoslavia. Me temo que no habrá revolución de los claveles, sino algo denso y asesino para ejemplo de la humanidad. La Europa Imperial no digirió el gesto de Gavrilo Princip y los serbios tienen ante si días duros. No se escatiman esfuerzos para destruir la idea de revolución en el mundo, lo que supone volar un puente que puede ser utilizado en ciertas ocasiones, que se le volverá en contra del sistema y ahora tan ebrio de poder, pero esa es otra crónica futura…

-Aquí lo estimulante es que se interesan por todo lo nuestro, creo que somos objeto de una solidaridad internacional.

-Praga y el entusiasmo poético francés por nuestros asuntos durará mientras dure el régimen. En cuanto se abra la primera boutique Ives Saint Laurent nuestra Praga será una destinación turística entre cientos y burdel de putas baratas, situaciones que hemos olvidado. 

-¿Hablan mucho de nosotros en París?

-Una enormidad, pero terminará por apagarse ese entusiasmo programado. De lo contrario nos creeríamos nosotros también el centro del mundo.

-A usted le fue bien.

-Todo es relativo…. Desde hace años nos utilizan para sus propios fines, lo entendí desde el primer día y me adecue a sus designios. Nosotros venidos de años tan duros… cansados y nostálgicos queremos tanto sentirnos importantes en este segmento de la Gran Historia, que creemos sus halagos falsos. ¿Usted recuerda la historia de Josefina la cantora? Son especialistas en hacerle creer a la gente que es importante y ahora es nuestro turno ¿Observó el movimiento desmesurado de los últimos años? 

-Nos visitaban gente con un real interés.

-La cultura es diplomacia y forma parte del plan para ganar conciencias para la buena causa. El proceso es límpido: invención de la resistencia, sonido de cascabeles de una vida libre y expansiva con señas de identidad. Autoconciencia de pertenecer al concierto de las naciones de la libertad, incitación a la visita, promesas de todo tipo, revalorización de la cultura diferente y para rematar la comedia, el Vaticano nos reconocerá un Santo de circunstancia. Vendrá naturalmente la integración a la OTAN para la defensa de valores occidentales, luego iremos a los tratados económicos europeos. Apenas tomada la foto de la firma Praga volverá a ser otro suburbio utilitario, Ghetto proletario del Este y no sólo para los judíos. Hasta que decidan abrir la gran puerta de Kiev, que ya está en las carpetas.

-Su visión es pesimista o trata de desanimarme.

-Trato de ser luminoso, acercarle la verdad antes de que sea tarde. Desde que estudio su expediente aprendí a estimarlo por la fe que tiene en las Luces.

-Tengo testimonios creíbles del interés por nuestra cultura.

-¿Quiere que se los enumere? Además ¿a quién no le agrada saber que vive en una ciudad mágica, que es bello e inteligente y que París retiene su aliento por conocer la producción de la juventud checoslovaca? Tan oprimida por tanques soviéticos, comisarios políticos, procesos estalinistas carentes de justicia y que esa sensación de realización está al alcance de la mano… Alcanza con firmar algún manifiesto, una inmolación con gasolina bien publicitada, estar dispuesto a pasar algunos meses preso y denunciar la opresión de la nomenclatura actuante.

-Su visión es cínica e injusta.

-Usted lo quiso… en los últimos años se organizaron coloquios sobre el cine y la literatura checa. Nunca se vio tal intensidad de traducciones de poetas y novelistas. Los teatros subvencionados de Francia montan obras de dramaturgos disidentes. Los espacios públicos organizan exposiciones con catálogos y números “hors serie” con nuestros artistas. Se elogian el rock alternativo y grafiteros, fotógrafos de la resistencia y periodistas encarcelados. Hay lecturas públicas en todos los foros y homenajes y se dedican a Checoslovaquia libre los salones del libro que pululan. France Inter y France Culture nos dedica horas de antena cada día. Las editoriales participan de la operación a pérdida. El año pasado parecía que el mundo había dejado de escribir y el secreto de la novela sublime estaba en manos de los checoeslovacos. También ensayos, testimonios, poesía, misceláneas y evocaciones, tenemos varios autores en las lista del Nobel y se le atribuyen los principales premios populares. Abundan las becas para científicos y ayudas a la traducción, se incentivan intercambios, se resalta el exilio político. La crítica literaria sublimó en pocos meses a nuestros autores, dándoles ubicaciones de privilegio. Las revistas nos dedican números especiales, así como programas de televisión. Se programan nuestras películas y las más mediocres producciones tienen una sospecha de obra de arte; se nos hace soñar sin tregua de lo interesante que seríamos si viviéramos en libertad. Aumentan las condecoraciones y se hacen públicos asuntos que allá son clandestinos, somos invitados especiales de cuanta actividad pública existe y hasta los niños Argelinos de París saben que no hay río más bonito que el Moldava.

-¿Para qué me dice todo eso?

-Hombre… para que se quede en París y reniegue de su pasado. Tiene a su disposición un HLM pequeño bien ubicado, una beca Guggenheim de año y medio para acostumbrarse al cambio de piel, algunos cursos sobre Balzac en dos colegios… No está mal para comenzar una nueva vida… claro que siempre y cuando se cumplan algunos requisitos.

-Lamento rechazar tan buena proposición, pero regreso pasado mañana a Praga. Vine aquí a buscar un nombre.

-Y lo encontró: era su nombre. ¿Esta seguro de querer regresar a Praga? Allá no tiene casa propia después del allanamiento, ayer fue despedido del Instituto y pesa sobre usted un pedido de captura por agente francés. Cayeron dos de sus amigos queridos y se corre un rumor sobre los verdaderos motivos de su viaje…

-Esto es una pesadilla.

-Parece kafkiana y es surrealista. Usted quería conocer un nombre que yo debía articular pero resulta que ahora lo puedo pronunciar: es el suyo. Bien manchado de indignación, mientras viajaba en el tren repasando los momentos de su misión. Queríamos saber quien era en verdad, tan próximo a descubrir a nuestro querido delegado cultural de la embajada francesa al que ustedes adoran. Si bien lo consideran fútil y superficial, detrás de su apariencia snob se esconde un hombre lleno de recursos.

-¿Por qué me lo dice?

-Porque nunca volverá a Praga, para usted no hay ninguna diferencia y ahora pasemos a las cosas serias. ¿Recuerda cuál era el plato preferido de Balzac?

-Para comenzar, siempre pedía un centenar de ostras y cuatro botellas de vino blanco, de las tierras de Vouvray.

-¿Cuatro botellas de vino blanco?