Nunca más tacones altos

(tres jornadas)

“Se dice que hay varias maneras de mentir; pero la más repugnante de todas es decir la verdad, toda la verdad, ocultando el alma de los hechos. Porque los hechos son siempre vacíos, son recipientes que tomarán la forma del sentimiento que los llena.”

El pozo
Juan Carlos Onetti

“Todo está cargado en la memoria,
arma de la vida y de la historia.
La memoria apunta hasta matar
a los pueblos que la callan
y no la dejan volar
libre como el viento.”

León Gieco

“Escribir es una tarea poco seria. Un individuo adulto dedica cientos o miles de horas de su vida a contarse historias. Nunca termina de creer que eso que está haciendo sea necesario para nadie.”

El libro que falta
Carlos Liscano

Jornada 1

Las luces se encienden y los pasajeros del B777-300ER de Air France empiezan a salir de su letargo anquilosado. Toses, suspiros y contenidos bostezos acompañan movimientos lentos y frustrados en el reducido espacio que les permite la clase económica. La cola para el baño se estira en un pasillo aún a media luz, señoras teñidas de rubio inevitable y jovencitas con el támpax en la mano compiten por las primeras filas.

Poco a poco se descorren cortinillas que no anuncian la luz del día; en este invierno austral la noche reina aún y ni siquiera los aires de un tango en los altoparlantes ni los aplausos cuando el avión toque tierra en Buenos Aires podrán con ella.

Las azafatas de estricto tailleur azul, pañuelo tricolor al cuello, rodete y maquillaje impecables y el stewart (¿o debería decir azafato?) de rara piel cetrina y cadencia melódica que en nada recuerda el cocoricó (¿o quiquiriquí?), se abren paso empujando el carrito y su sospecha de café caliente.

El suizo que a mi lado había roncado durante todo el viaje se apresta a desplegar sus artes de alpinista, bajando su mochila y hurgando en ella algún edelweiss extraviado, calzándose de nuevo sus gruesos borceguíes, como si el Aconcagua estuviera ya allí y no a más de 1200 km del destino de este avión, como si se prestara ya a transformarse milagrosamente en andinista al asalto del centinela de piedra.

Aquí te dejo mi moleskine, debo bajar la tablita y recibir la bandeja con el desayuno: ¿habrá alfajores?

Instalada ahora en el Buquebus, después de una azarosa e inquietante travesía de una Buenos Aires entre dos luces, con un taxista en quien no logré adivinar si aún no había dormido o si todavía seguía haciéndolo, mientras resonaba la voz de León Gieco en el estrecho espacio del vehículo, dispuesta a atravesar el charquito con mi mochila, sigo.

Aún no percibo el exotismo en estas gentes que me rodean, los nikes-blue-jeans-gorras-bolsas con compras y aspecto de maratón de las rebajas parecen salidos de las tiendas grenoblenses; a no ser por el voseo y el acento de las pocas conversaciones que me llegan.

El bar de abordo no ofrece ningún aliciente a mi curiosidad etnográfica de nuevos sabores, todo parece plastificado, vuelvo entonces a mis hojas de rayas azules, pereza de sacar del bolso la laptop, como le llaman por aquí, ningún deseo de consultar los mensajes, a pesar de que el Juan Patricio cuenta con servicio gratuito de Internet inalámbrico para que lo aproveche la gran cantidad de clientes que viajan por Buquebus por temas de negocios: no los había visto y con razón, viajan en primera clase.

Sopla el viento en las aguas turbias del Plata, salpican gotas ¿dulces? ¿saladas? sobre los vidrios del catamarán que se desliza y titubea. Delante nuestro asoma un increíble y luminoso sol invernal que haría palidecer al mío del norte en pleno verano. Echo una ojeada a los titulares de Página que pude procurarme antes de embarcar; ningún diario uruguayo a mano. Me aburro; estas tres horas comparadas con el largo viaje, primero en tren hasta París, luego en bus hasta el aeropuerto, la espera, el vuelo de trece horas… parecen poca cosa y sin embargo no es así. Las páginas brillantes y glaseadas de Buquebus Magazine: bellezas del mercado y del consumo versión Sur chic, con un artículo que atrae mi atención: 24 hs. en montevideo. ¿Tan pequeña será que tan poco tiempo basta para conocerla, tan pequeña que se la puede resumir así, con minúscula?

¿Qué me ha contado mi madre de esta ciudad que me apresto a descubrir y que ella dejó tan pequeña? Nada. ¿Qué recuerdos me transmitió mi abuela que aquí vivió casi la mitad de su existencia? Muy pocos. ¿Qué he aprendido en mis cursos de la universidad? Sólo lo suficiente como para que me picara la curiosidad de saber, para incitarme a emprender este viaje, realizar mi investigación y obtener un diploma, ¡al fin! Que ya llevo cinco años calentando sillas de aulas universitarias y es tiempo de ver el mundo y la vida.

Para ellas entonces, mi madre y me abuela, me propongo llevar un diario de este viaje.

Afuera brilla un engañoso sol de invierno, sé que la luz no corresponde con la temperatura real. Hace frío, lo pude comprobar, al bajar del avión y seguro echaré mano a mi bufanda cuando llegue a puerto.

¡Ahí! Ahí está, a mi izquierda, casi podría tocarlo con la mano, irguiéndose al borde de la bahía, ese Cerro contado por mi abuelo alguna vez, arropado en el misterio de su pasado y sus silencios.

Del otro lado, el edificio del puerto reverbera en la mañana anunciándose cercano, como flotando entre otros navíos pequeños y coloridos, junto a naves de guerra, grises, de aspecto viejo y cansado. La primera bandera que atisbo sobre una de ellas hace volar en el viento mañanero sus restos celestes y blancos, desflecados, raídos.

Las paredes vidriadas de la zona de desembarque juegan con la imagen del Buquebus, reflejando su silueta, cortando sus líneas como un cuadro cubista.

La corta pasarela que lo separa del muelle ya instalada ha dejado paso a una brigada de limpiadores con tarjetas identificatorias prendidas del pecho que suben a bordo antes de que bajen los pasajeros, enarbolando aspiradoras, escobas y trapos como singulares armas y estandartes, dispuestos a devolver al barco un aspecto impoluto que será nuevamente mancillado, para que, dentro de unas horas, otra vez, del otro lado del charco, nuevas brigadas con otra bandera recomiencen la faena.

El grupo musical que había hecho la travesía pasa delante de todos: guitarras, baterías, bolsos, peladas, melenas y barbas sortean la cola que se va formando y se alejan. ¿Quiénes serán? No me atrevo a preguntar y se llevan consigo el misterio de una posible melodía.

Primeros pasos en tierras montevideanas, la fila se desplaza con gran lentitud hasta alcanzar el puesto de aduanas. Ya está: en mi pasaporte un sello, ni totalmente redondo ni completamente rectangular sino rectangular de ángulos redondeados con una fecha y un número, atestigua mi entrada.

Un perro negro de orejas pegadas y aspecto desagradable contradiciendo el aire juvenil de su amo al otro extremo de la correa, huele mi mochila. Nada ya me impide salir al aire libre, estirar mis piernas y caminar hasta la salida en busca de un taxi.

La ciudad empieza recién a salir de su modorra de la noche, las tiendas abren perezosas sus cortinas metálicas, barrenderos improvisados quitan de las veredas un supuesto polvo milenario, detrás de los cristales de los cafés se despliegan las páginas de los diarios del día, sube el vapor humeante de los pocillos blancos y mis temores se alejan pues el taxi trepa lentamente, sin prisas ni angustias por una calle empinada que no conozco, hacia el destino que le he impuesto: la dirección de un pequeño hotel en el centro de la ciudad.

Inesperadamente gira a la derecha y la calle, desierta, se vuelve estrecha. Edificios grises a ambos lados, testigos sobrevivientes de una ciudad colonial, pocos comercios con sus rejas metálicas cerradas, un perro vagabundo, flaco y sarnoso atraviesa la calzada obligando una brusca frenada. La voz del taxista, como un latigazo, golpea en el vidrio que lo separa de mí. Vuelve a girar dos veces a la izquierda y llegamos a la vuelta obligada por la plaza principal, el taxista sabe que no soy de aquí (¿o sí lo soy y soy también de allá?), la estatua del prócer desafiando el tiempo y las ideologías –dixit el taxista, –enfrente un alto edificio barroco que descubro asombrada, el más alto de América en su época, por cuyas paredes trepó un día el “hombre mosca” (lo leí en un cuento de un escritor de estas tierras) y que albergaba, parece, un viejo café al que, cuenta la leyenda familiar, iba diariamente el abuelo de mi madre, el Tupí Nambá, antro de artistas, escritores, poetas, políticos, intelectuales y turfistas.

¿Ya empiezan los fantasmas a aparecerse en pleno día?

Es que mi memoria de lo desconocido es como un puzzle desarmado, las piezas sueltas aparecen y desaparecen sin orden ni concierto, en el recuerdo de recuerdos de otros, llegan de un pasado lejano que no es mío, hasta este presente, invadiéndolo.

Y en este presente ya va el taxi por la avenida principal, sin darme cuenta, ensimismada y temerosa de las jugarretas de la imaginación, oigo de pronto la voz del taxista, “aquí es, son cincuenta pesos” y como no tengo esos “pesos”, le propongo euros o dólares, que acepta sin discutir, consciente del largo paseo realizado.

De :  amalia (amap@gmail.com)

Envoyé : jeu. 28/07 13:43

À :   Nacha Olmos (nachaolmos@hotmail.com)

Hola mami,

Llegué bien, ¡estupendo! No te preocupes por nada. Ya estoy instalada en el hostal que había reservado por Internet.

Por ahora no he visto a mucha gente, parece que no hay muchos pensionistas, mejor así.

El hostal está a dos pasos de 18, detrás de la Intendencia (eso me han dicho, todavía no salí a recorrer el barrio), te lo digo para que te imagines el lugar puesto que conocés la ciudad.

Ahora me voy a dar una ducha y después te cuento más detalles del viaje.

Abrazos a todos, los quiero (un beso a la abuela)

Amalia

Bueno, clic y enviar, que este teclado de la compu del hostal me pone los pelos de punta, no encuentro las letras, ¡vaya que por ahí debía empezar el cambio!

Ahora derecho al baño, que no es privado y a aprovechar que no hay nadie a la vista.

Mientras corre el agua caliente por mi cuerpo me imagino el río Santa Lucía que prometí visitar. Agua de río para mí, acostumbrada a las frías aguas acumuladas del deshielo de los Alpes.

Miro por la ventanita, veo a lo lejos el final de una calle y ya me siento extrañando que en su extremo no haya una standhaliana montaña sino una sospecha de río-mar y me digo que cuando bajé del taxi me gustó el aspecto de este viejo caserón de principios del siglo pasado que ha sido restaurado, o reciclado como les gusta decir en estas latitudes, con bastante gusto. La entrada se hace por una escalera de mármol, rodeada de paredes de un naranja desafiante. Tras la puerta acristalada, un patio recibe la luz de altas claraboyas, alrededor del cual se abren las habitaciones del primer piso. Mi cuarto no es individual, apenas si la beca obtenida alcanza para pagar uno compartido, pero por ahora dispongo sola del espacio y del amplio balcón con baranda de hierro forjado que da a la calle.

Ahora me espera la tarea por cumplir tras las huellas del enigmático escritor Sergio Tagoni. No sé por qué acepté este tema que me parece tan sin sentido. Quizás me haya picado la curiosidad, exacerbada por una cierta dosis de aventurerismo pues poco y nada se conoce de él. La verdad es que me siento bastante perdida para emprender la investigación. Lo mejor será revisar las notas que traje y empezar por repasar lo que se sabe de sus publicaciones. Y luego tratar de obtener alguno de sus libros pues aún no los he leído. El inviernito sureño se presta para esta actividad, la calefacción funciona en el hostal y hay tranquilidad. Creo que el primer paso es ir a buscar las referencias y las obras en la Biblioteca Nacional.

Ya vestida, unos golpes discretos en la puerta me sacan de mi soliloquio, abro: una chica poco mayor que yo, arrebujada en un poncho de telar, el pelo negro (al fin una no rubia) lacio y largo atado en una cola de caballo me sonríe y por señas intenta preguntarme si todo está bien, un ok silbado y dedo pulgar levantado.

—Sí, gracias, todo perfecto.

La sorpresa le amplifica su sonrisa que se despliega en magníficos dientes blancos:

—¡Pero ché, no sabía que hablabas tan bien, casi como nosotros! ¿Necesitás algo? Soy Sara y me ocupo de los huéspedes por la tarde. Bienvenida entonces.

Aprovecho para preguntarle dónde queda la Biblioteca Nacional.

—Aquí cerquita nomás. Mirá, cuando salís, subís hasta 18 y de ahí seguís a la derecha. A unos diez minutos la vas a encontrar, siempre por la derecha por la misma vereda. No podés equivocarte tiene una estatua de…bueno ni me acuerdo, son dos estatuas a ambos lados de una escalera, ya las vas a ver.

Excelentes indicaciones, sobre todo las referencias culturales, pero no importa, lo que queda claro es que tengo que comprarme un plano de la ciudad, aunque el magazine del Buquebus y su visita en 24 horas alertaba de que era imposible encontrar uno en ningún sitio…

Rumbo a 18, me acabo de enterar que no es solo un número sino el nombre abreviado de la avenida 18 de julio, recién me doy cuenta de que no he comido nada desde el desayuno en el avión. Me digo que es hora de entrar en algún lado, en esta brasserie, cervecería, chivitería, o como se llame este tradicional establecimiento que vende precisamente los chivitos tan deseados por mi abuela y que no son chivos pequeños como yo me imaginaba.

Después de un enorme plato repleto de toda la gastronomía sacada de un libro de recetas especial colesterol y quilos de más que no pude acabar, emprendo el camino hacia la Biblioteca. Pero, qué extraño placer el gusto de lo que acabo de descubrir, el de un chivito al plato. Nunca había comido una carne tan sabrosa y tierna. Igual, ¡cuidado!, que no podré reponer mi vestuario, aunque los precios que se anuncian en las vitrinas de las tiendas sean tan alentadores.

Pensando en estas tonterías voy buscando estatuas y escaleras que me indiquen el lugar de la Biblioteca. El camino se me hace muy corto pues allí están las estatuas, ¡¡Bravo!!

Cervantes y Sócrates parecen estar allí, esperando al visitante para darle la bienvenida.

En la entrada, luego de pedirme la cédula, que no tengo, o el pasaporte, que sí le entrego y examina por todos los costados, el recepcionista, –asombrosamente joven y con aire melancólico, pensando ya en los años que pasará detrás de ese mostrador hasta que le llegue el tiempo de jubilarse, si el Uruguay benedettiano que tengo en la memoria prestada sigue funcionando –me explica con lujo de detalles el camino a seguir para mi búsqueda bibliográfica.

—Allí está la Sala Uruguay: donde podés encontrar todos los libros y folletos impresos en el Uruguay, sean o no de autores uruguayos, así como las obras de autores uruguayos publicadas en el extranjero y los trabajos que sobre el Uruguay se publican fuera del país. Hay un área independiente que incluye una confortable sala de lectura, en la cual, como investigadora extranjera, también para los de aquí, claro, se te ayudará en tu búsqueda. Hay allí un catálogo cronológico donde se registran, por año de publicación, todos los libros y folletos que ingresan a la Biblioteca. Concretamente, para poder trabajar con un libro en la sala tenés que ir al fichero, que se divide en tres tipos: Autor, Título o Tema. Agarrás una boleta en el mostrador de referencia y bibliografía. Luego llenás el formulario en su totalidad (¡ojo! la boleta y los dos talones). Copiás solo la colocación e inventario ubicado en el ángulo inferior izquierdo de la ficha.”

—Muchas gracias, ¿así de simple?

—Bueno también podés usar uno de los ordenadores disponibles, digitás el nombre del autor, libro o tema; y enseguida te da su disposición, la ubicación exacta del material que estás buscando.”

¡¡Enhorabuena!! Haber empezado por esto…

Instalada frente al ordenador, repaso la lista de las obras y fechas de publicación de Sergio Tagoni. Sé que hay algunos poemarios entre 1950 y 1965, y aún antes alguna publicación en una vieja revista, también crónicas deportivas en la prensa, pero me he propuesto abordar solamente su narrativa. Busquemos entonces Ríos desbordados (1959), Juan Futuro (1964), Crónica de la muchacha (1967) y las novelas que siguen hasta 1982 cuando deja de publicar sin que se sepa por qué. Creo que también hubo algo publicado en París después de su muerte, eso lo leí en un compendio de literatura comentada de Darío Talpetto (engorroso, ampuloso y vacío), pero todas mis investigaciones se mostraron absolutamente infructuosas.

Tecleo el nombre del autor y el primer título; la pantalla destella; lento, lento, el cerebro oculto hace trabajar sus chips buscando en el meandro de sus ecuaciones los datos pedidos. Así, como si la máquina remontara por pasadizos oscuros e intrincados en un tiempo lejano y desconocido, temiendo a cada paso el surgimiento de un ser maléfico, luego de unos segundos que me parecen horas eternas, empiezan a alinearse números y letras que podrán conducir a algún funcionario hasta estanterías que imagino iluminadas por una luz cenicienta, partículas de polvo danzando en el aire encerrado, formando arabescos y mensajes codificados.

Al final se me informa que sólo las publicaciones de los últimos años están contenidas en el fichero.

Vuelvo a los viejos archivadores de madera cálida y patinada por el tiempo y las manos. Sigo con los ojos la progresión alfabética y me detengo delante de la letra “t”. Paso una a una las fichas y al fin encuentro lo buscado.

Después de haber rellenado los formularios según las instrucciones del joven melancólico, rectificando mi información inicial pues Crónica de la muchacha aparece publicada no en 1967 como lo afirma Darío Talpetto, sino en 1987, un error que puede atribuirse a algún “duende de la imprenta” responsable de cambiar un “8” por un “6”, pero esto además cambia la referencia a la última publicación según la bibliografía, incompleta y errónea, con la que cuento, pues entonces Tagoni habría dejado de escribir no en el 82 sino cinco años más tarde— he visto como esos formularios se fueron de la mano de una mujer de pelo blanco que parece arrastrar cadenas más que caminar, cansada y mustia.

Si subí las escaleras de entrada casi corriendo ahora las bajo tan agobiada como la mujer de pelo blanco: nada, ninguno de los libros que busco fue encontrado en el acervo de la mayor biblioteca del país.

—Pero las cifras, las letras, las referencias, venga conmigo a ver, todo eso figura en las fichas, intento argumentar.

—Señorita, llevo más de cuarenta años buscando los libros que otros me piden, conozco cada estante, cada rincón, nunca antes me había sucedido algo semejante. Ni siquiera cuando todo el fichero se consultaba a mano, pasando un dedo húmedo entre cada ficha, una a una, cuando no existían ni computadoras, ni informática ni nada de nada. Comprendo su desconcierto que es tan grande como el mío. Me figuro que ha recorrido más de 15000 km buscando algo que le interesa y que no puedo darle: ningún libro figura con esos datos. Lo siento realmente.

Afuera, en esta ciudad de todos los vientos, un soplo helado me envuelve y castiga, y yo que me imaginaba vivir una aventura clásicamente latinoamericana me parece estar convirtiéndome en protagonista de una secuencia de mala película de serie B.

Ya no brilla el sol, nubarrones grises y negros se han apoderado del espacio estelar, las primeras luces del alumbrado público recortan figuras grises que se apresuran y apretujan en las paradas de autobuses.

Enfrente, una luz incierta dibuja el perfil de hombres y mujeres detrás de las ventanas de un café: leo “Sportman”.

Entro, me instalo en una mesa en un rincón, pido un café y me asalta un recuerdo adquirido, una imagen en ocres y negros, hombres y mujeres con sus sombreros puestos, inmóviles, como fijados en el tiempo de un reloj borroso, tranquilos y a la espera de algo que no se sabe qué es.

Y empiezo a sentir la impaciencia de una empresa no empezada aún y que ya naufraga.

Jornada 5

Las primeras luces mañaneras se cuelan por la ventana, pues ni siquiera cerré las persianas anoche al llegar al hotel, compitiendo con la mortecina iluminación de la lamparita que me permitió leer sin tregua durante toda la noche.

Extraña sensación la que me queda al fin de la lectura de esta ¿novela breve?, ¿cuento largo? Difícil me resulta asignarle una categoría genérica.

Lo mejor será que empiece ya a redactar mi trabajo. Esa es mi intención y lo haré en cuanto me dé una ducha y tome algo caliente.

En la cocina no hay nadie esta mañana, creo que puedo instalarme aquí con la laptop mientras se calienta el agua para un café instantáneo sin ninguna promesa de borra del café que pueda anunciarme el futuro o permitirme volver a infancias ajenas. No está Miguel para el mate. Lástima.

Veamos si repaso las notas sobre la literatura uruguaya de los 80 para hacer una introducción y luego empiezo contando de qué habla la sobreviviente obrita de Tagoni.

Mientras estoy en esto llega Sara a quien no veía desde hacía unos días, la oigo empujar la puerta de entrada, refunfuñando un poco, cargada con un canasto y bolsas de compra.

Parece contenta de verme y su breve mal humor se transforma en sonrisa:

—Hola, ¿trabajando?

—Pues sí, ahora puedo empezar. Encontré por lo menos uno de los libros que buscaba.

—Perfecto entonces. ¿Ya lo leíste?

—Sí, anoche no dormí, pero es muy cortito.

—¿Tan interesante? ¿Te acaparó?, dice mientras se ríe con ganas.

—Mirá la verdad es que no sé si me gustó. Es un poco raro.

—Pues conmigo no cuentes. Ya sabés que la biología marina no se acomoda mucho con rarezas de estilo y esas cosas.

—No, no lo digo en ese sentido. Es fácil leerlo, pero es como si quedaran cosas descolgadas, no sé.

—Bueno, pero ¿qué cuenta?

—¿Querés un café? Queda agua caliente.

—Dale. Porque tengo la impresión de que va para largas el relato.

—El libro cuenta la historia de una muchacha, en realidad es una amiga de esta muchacha que recibe una carta desde Francia y empieza a recordarle un pasado común. Así aparecen sus recuerdos de infancia, la escuela, el liceo, pero se complica un poco porque de pronto aparecen las voces de las dos amigas que polemizan con los recuerdos al intercambiar otras cartas. Pero eso no es raro, lo raro es que nunca se sabe por qué se fue su amiga que le escribe desde Francia muchos años después. No se sabe ni cómo ni por qué se fue y a la que quedó aquí parece no importarle pues no hay preguntas en ese sentido.

—A mí no me parece tan raro. En una época la gente se iba, como en la canción, sin decir adiós y no se sabía nada de ella.

—Parece que siempre estamos volviendo a lo mismo…

—No siempre, pero hay huellas, y si bien no lo son todo, en la realidad presente han dejado sus marcas. Lo cual no significa que todo el mundo las vea.

—En todo caso me viene bien charlarlo contigo, son mis primeras impresiones, antes de convertirlas por escrito en sesudas y reflexivas apreciaciones científico-literarias.

Y las carcajadas de ambas suenan y resuenan en la cocina, porque la definición de lo que me propongo escribir parece extremadamente novelesca.

Sara termina su café y se dispone a ordenar las compras. Vuelvo a mi computadora. De vez en cuando me distrae un rayo de sol que se filtra por unas cortinas descorridas. Y aprovecho la distracción para pensar en El Conjuro…

Dejo la computadora y vuelvo a mi cuarto. Me estiro en la cama con el librito rescatado la víspera. Las tapas gastadas, de color entre gris y marrón, arratonadas, llevan la marca del tiempo pero parecería que nunca fueron abiertas. Me imagino que fueron mis manos las primeras que hicieron pasar las páginas anoche en una lectura apresurada y superficial. Pero ¿habrá materia para profundizar?

Veamos al azar en qué caigo.

“Me veo ahí, allá, yo misma con túnica blanca y moña azul almidonadas, rulos domesticados contra mi voluntad franqueando el umbral de la tan prometida escuela…”

Al cabo de un momento de leer me levanto y decido salir. Sin pensarlo, casi sin darme cuenta me encuentro delante de la librería de mis sueños. Miro desde afuera, detrás del mostrador una mujer consulta un grueso libro de cuentas que bien podría ser un libro de conjuros con sus tapas de cuero repujado y sus enigmáticas ilustraciones. Sus lentes parecen en equilibrio sobre una nariz delgada. Pequeñas arrugas circundan sus ojos y su boca, el pelo corto y canoso se destaca como una aureola alrededor de un rostro agradable. Me animo a entrar y me demoro un momento hojeando los libros que descansan en la primera mesa. Con paso tranquilo se me acerca, con una sonrisa que aumenta las arrugas sin desfigurar la intención amable de unos ojos color miel.

—Hola. ¿Puedo ayudarte?

Me desconcierta el tono de su voz, tiene unas resonancias que me parecen conocidas, como si fueran alguno de los componentes de un perfume complejo que el olfato reconoce mucho tiempo después en otra mezcla. Me siento confundida, no puedo preguntar así, a secas por David. Automáticamente recito mi pedido sobre Tagoni.

Sus ojos claros se estiran como los de un gato que se siente amenazado. Me mira de frente, siento que no cree lo que está oyendo, viéndome como ser irreal, siento que no me mira a mí, por el contrario es como si mirara más allá, más atrás en el tiempo, como si de pronto se hubiera descorrido una cortina que guardaba celosamente algo.

—No, aquí no tenemos nada y no creo puedas encontrar nada en ningún lugar.

El tono tajante de su respuesta me sorprende. No parece concordar con la cordialidad con la que me ofreció su ayuda. Siento que algo me oculta. Ha vuelto detrás del mostrador y teclea nerviosa en la computadora. Sus lentes se agitan, al ritmo del tecleado.

Me acerco suavemente, le agarro una mano con delicadeza y le pregunto:

—¿Por qué?

Se desprende pero sin violencia y me mira a los ojos para responder

—¿Por qué qué?

—Por qué se ha puesto usted nerviosa. Yo no quiero agredirla, solo ando buscando información para una tesina en Francia.

Mi explicación parece convencerla. Me invita a sentarme en uno de los sillones de la librería. Ella se queda de pie un momento, mientras por su mirada pasan sombras que se aglutinan como un mal presagio. Al fin decide sentarse frente a mí.

—Ese no es un nombre agradable de recordar.

El silencio se apodera de las estanterías, los colores cálidos de la pared del fondo parecen amenazados por una súbita luz de tormenta, retengo la respiración para que nada pueda interferir en un relato que se hace inminente.

—Hace tiempo, ya mucho tiempo que todo terminó. No fue fácil.

Sigo sentada inmóvil, expectante de lo que pueda ocurrir. Y cuando creo que el relato va a continuar, la mujer se levanta de pronto y se dirige con paso rápido al mostrador, toma un papel y escribe algo, lo pliega y me lo pone en la mano.

—Es mejor que ella te lo cuente. Irene es mi hermana, la segunda mujer de Tagoni. Acá tenés su dirección, yo voy a llamarla para preguntarle si puede recibirte. Pero esperá que yo te avise, no antes. Primero voy a llamarla y a hablar con ella. No está muy bien de salud, ¿sabés? y no podés llegar de repente a su casa.

La sorpresa me deja sin palabras. Así, de pronto tener la dirección de Irene, sin haber hecho nada por conseguirla. No puedo creerlo. Tanta suerte junta y después dicen que el azar no existe. Le doy las gracias y salgo disparada, la puerta restalla detrás de mí. Llegando a 18 me doy cuenta de que no pregunté por David. No me atrevo a volver para hacerlo.

Vuelvo al hotel pensando en el día cercano y lo que el encuentro con Irene puede depararme. Tengo entendido de que era una muy linda muchacha que se había dejado encandilar por la fama de Tagoni. Aparentemente el encandilamiento se le pasó rápido y lo dejó por un deportista mucho más joven que su marido. Bueno, pero eso no son más que anécdotas auxiliares. Lo importante es que pronto encuentre las otras publicaciones. Es seguro que Irene ha tenido que guardar algunos ejemplares.

Intento conciliar el sueño en un cuarto que se me hace enorme pero las luces de la calle que se filtran por las persianas creando un juego extraño, como un teatro de sombras chinas, me lo impiden.

Mi mano decide encender la lámpara. Siento el frío de la noche agarrotar mis dedos y el camino hasta el interruptor se alarga más de lo normal. Dudo en exigirme dormir o continuar la lectura del libro. Sé que la expectativa creada por la entrevista no me dejará pegar un ojo y al fin mi mano aprieta el interruptor. La lamparita se enciende iluminando vagamente los contornos de libros y papeles sobre la mesa de luz. Intento crear una especie de cueva entre las mantas para leer en ese abrigo ilusorio. No me importa saber en qué página dejé la lectura. Me gusta jugar a una especie de lotería ciega, haciendo correr las páginas entre el índice y el pulgar hasta que la suerte decida qué leer.

“Y luego llegó el tiempo del liceo, reglamentarios uniformes, pollera gris, camisa blanca, buzo y corbata verde botella, el primer beso furtivo, los primeros cigarrillos fumados a hurtadillas y las hojas de eucaliptos masticadas enseguida.

Las señoras del Rotary Club recorriendo las aulas, reclutando alumnos voluntarios y organizando reuniones: “Vamos a recolectar ropa para los pobres del Paso Carrasco”…

Ya los ojos se me cierran. Dejo el librito y me arrebujo en las mantas, deslizándome suavemente en una masa algodonosa en la que me voy hundiendo poco a poco.

Pero el sueño no llega y, misteriosamente, me veo propulsada en el aire, en medio de una luz tenue. Siento la brisa que viene del mar despeinarme suavemente, como si una mano amante jugara con mi pelo.

Ahora no sé si veo-siento o sueño. No conozco este tipo de bus en el que voy sentada. Tengo la sensación de emprender un viaje que lleva hacia Montevideo por una carretera que bordea la costa. A mi izquierda las olas rompen contra una escollera que se desliza a medida que el bus avanza. De pronto, siento el viento que silba con fuerza envolviéndolo todo. Una nube de arena opaca los vidrios hasta que el mar lo cubre todo. Peces multicolores e incluso cetáceos perlados danzan alrededor, los veo pasar tras los cristales. Una extraña sensación de plenitud me alberga hasta que en un momento me doy cuenta de que voy sentada en el sentido inverso a la marcha del bus. Este no se acerca a Montevideo, se va alejando rápida, inexorablemente mientras me invade un raro sentimiento de angustia e impotencia. Quiero llamar la atención del chofer, de algún pasajero, explicar que necesito que dé la vuelta, que quiero ir a Montevideo. En vano pues no hay nadie. Sólo afuera, tras la ventanilla, una especie de delfín parece sonreírme mientras a su alrededor sigue el baile de peces multicolores y el viento sopla y las aguas se agitan.

Al fin el bus se detiene y me veo en medio de dunas. A unos metros una especie de parador con rutilantes anuncios de refrescos, pero detrás del mostrador no hay nadie. El ambiente parece ser de lo más banal, nada presagia ningún mal y sin embargo mi respiración es agitada, el aire luminoso y cristalino parece no llegar a mis pulmones, me sofoco corriendo hacia la extraña y al mismo tiempo familiar figura masculina acodada en la barra. Le pregunto cómo hacer para volver a Montevideo, si ese ómnibus va a emprender el camino de retorno en algún momento, ¿cuándo? No sé si la voz que resuena en mi cabeza sale de mi garganta, si recorre el aire hasta el desconocido. Este parece una figura de cera que no oye ni contesta, mientras mira sin pestañear unos cubitos de hielo que se derriten en un vaso de whisky incongruente. Oigo el entrechocar del hielo contra el vidrio del vaso…

Jornada 11

Ni que decir que la noche se me hizo eterna. Daba vueltas en la cama sin poder dormir, esperando pasaran las horas. Ni se me ocurrió volver a leer la novelita, nouvelle o lo que sea, de Tagoni. Después del encuentro con aquel tipo tan raro y desagradable, que incluso daba miedo, mi piel rechazaba sin mucha lógica aparente el contacto con las páginas raídas y sucias del libro que tanto trabajo me costó encontrar.

Anoto en la agenda: no debo olvidar devolvérselo a Miguel antes de marcharme.

Pero el título seguía rondando en mi cabeza como un abejorro tenaz: “Crónica de una muchacha”.

Volví a recorrer el camino hacia el barrio donde vivía Irene, tratando de borrar de mi mente la escena de la papelería, el bar, el tipo asqueroso, y centrarme en encontrar la calle con nombre de árbol nativo: Timbó.

Una calle corta y cortada, sin salidas, realidad que al principio me causó cierta angustia pues era en ella donde precisamente podía encontrar lo que hacía tantos días buscaba.

Pequeñas y vistosas casas medianeras, algunas con el número claramente indicado, en otras ausente o escondido entre ramas mustias del invierno que seguro se convertirían en malezas florecidas y perfumadas llegada la buena estación. Los troncos retorcidos de viajas buganvillas, de supuestos jazmines blancos, parecían trepar por paredes algunas blancas otras ocres, como buscando la luz ya casi mortecina de esta tarde invernal.

A mi derecha, en esa calle que a pesar de estar cerca no dejaba avizorar el río-mar, apareció el número buscado en una fachada blanca, cuya puerta estaba protegida por un pequeño alero de tejas.

No pude anunciarme inmediatamente, seguí calle abajo, caminando los pocos metros hasta la intersección que cerraba el paso. Al volver sobre mis pasos, ya no me quedaba más que franquear un estrecho porche rodeado de grandes macetas que albergaban aún sendas plantas verdes.

No vi timbre así que golpeé suavemente sobre los vidrios enmarcados de hierro labrado de una vieja puerta de madera oscura.

Sin respuesta, volví a golpear, esta vez sobre la parte de madera y poco después oí unos pasos arrastrados que se acercaban.

Al abrirse la puerta descubrí al otro lado del umbral una figura que me resultó extrañamente familiar, era Irene.

Muy parecida a su hermana, pero en su rostro las arrugas parecían no solo marcar el paso del tiempo sino también muchos dolores macerados.

Con pocas palabras me invitó a pasar y a instalarme en un viejo pero aún confortable sillón de cuero pulido por los años.

La chimenea estaba encendida, un agradable calor emanaba de un fuego tranquilo y permanente. Un par de lámparas creaban una atmósfera propicia a la tranquilidad y la charla.

Irene a me dijo que ya conocía el motivo de mi visita, pero que antes de hablar de lo que yo buscaba, ella tenía cosas que decir y se sentó en frente mío.

Entre ambas, como una especie de frontera, había una mesa ratona de factura artesanal y una tetera antigua y sus tazas anunciaban un buen té, el primero que tomaría en todos esos días.

– Antes de hablar de Tagoni, quiero que tengas en cuenta de dónde venía yo antes de encontrarlo. ¿Conocés los pueblos del interior?

– No, la verdad es que solo conozco lo que he podido ver en estos días en Montevideo y lo que he leído, algunos autores. Recién empiezo a enterarme de muchas cosas.

– Bien. Pues te cuento. Mi padre era funcionario público y mi madre ama de casa. Con mi hermana que conociste en la librería y mi hermano, el padre de David, como todos los adolescentes de los 60, empezamos a interesarnos por lo que ocurría, en el pueblo, en el país, en el mundo.

El ambiente de esos pueblos no era el más alegre que te puedas imaginar, de Montevideo nos llegaban las nuevas modas, música, algunas revistas.

Poco a poco los tres comenzamos a movilizarnos por reivindicaciones liceales, pero en frente nuestro, empezaron a actuar grupos violentos de ultraderecha que culminarían con la formación de la jup, alentada…

– Perdón, ¿qué es jup?

 -Juventud Uruguaya de Pie, creada por Hugo Manini Ríos, cuyos fundamentos ideológicos se encuentran en el llamado “ruralismo” y la falange del franquismo español, la defensa contra el comunismo, considerado corruptor, foráneo; también la exaltación de lo policial y lo militar.

Mi hermano, ya estaba en Montevideo, jugando en un cuadro semi profesional y luego se fue mi hermana para sus estudios universitarios. Yo todavía en el liceo tuve que enfrentar y ser testigo de hechos cruentos de golpizas, malos tratos humillaciones de estas bandas muchas veces apoyadas por la policía, en esa época hubo incluso un estudiante muerto. Hasta que mis padres, temiendo por mi seguridad me mandaron a la capital.

Fue entonces a través de mi hermano que conocía a Sergio, pues él venía regularmente al club, hacía entrevistas y publicaba sus notas deportivas en el diario.

Me encandiló. De ese pueblo donde no pasaba gran cosa, me encontré de pronto participando en reuniones sociales, reuniones de gala, ¡la crema montevideana! Trajes de medida para los señores, vestidos última moda de París y sus joyas en armonía para las señoras y mucha condescendencia hacia esta jovencita ignorante de las reglas sociales. Los primeros años fueron un cuento de hadas, encuentros con personalidades del mundo cultural, cenas, conciertos…fotos en las páginas de sociales del diario El País, vestidos, algunas joyas que pensaba verdaderas y luego resultaron falsas

El encandilamiento duró un tiempo, Sergio publicaba de vez en cuando en algunas editoriales, y se creía reconocido.

Pero el corazón es el corazón, y ya cuando mi hermano se había marchado a México, una tarde de invierno nos encontramos Alberto y yo refugiándonos de la lluvia en un mismo portal de la Ciudad Vieja.

Ya nos conocíamos, Alberto jugaba en el principal cuadro de la ciudad, Sergio lo había entrevistado varias veces.

Y llegó el día en que no pude más soportar la superficialidad de la vida con quien se creía, además, ser un gran escritor y me marché de casa.

Eran tiempos raros, la escalada represiva se iba acentuando día a día y en nuestro pequeño apartamento de la calle Ejido donde fuimos a vivir con Alberto se sucedían reuniones y hasta servía de pobre refugio a algunos perseguidos.

Un día Alberto no volvió a casa. Intenté averiguar, pero nadie sabía nada. Fueron días de gran angustia hasta que decidí ir a ver a Sergio y pedirle que él averiguara, puesto que conocía a tanta gente, alguien en alguna comisaría o un cuartel habría quizás oído hablar de Alberto, un jugador cuya foto aparecía a menudo en los diarios.

Nunca podré olvidar la sonrisa de satisfacción, le brillaban los ojos cuando se lo explicaba, le oí decir cínicamente que ahora me acordaba de él, que bien lo había dejado por un terrorista, y que las autoridades sabían perfectamente en qué andaba, que, además, él se había encargado de informar que yo no era ninguna mosca muerta tampoco así que tenía el tiempo contado.

Ahí comenzó una nueva etapa de mi vida, mudanzas sucesivas, viviendo solo con lo que mi hermana podía darme como ayuda, temiendo salir a la calle, temiendo cada auto que frenaba en la noche delante de la casa que ocasionalmente me albergaba.

En fin, fueron muchos años, hasta el 85 cuando cayó por fin la dictadura.

A la muerte de Tagoni, ya sabés en qué condiciones entre tragedia y comedia, me encontré con que, al nunca haber efectuado los trámites de divorcio, podía heredar esta casa. Y sus fantasmas. Nunca nadie supo más nada de Alberto. Las investigaciones históricas que está haciendo la universidad quizá me den un día una respuesta a su desaparición. O no. O yo ya no estaré aquí para enterarme.

Irene no dijo más nada y un silencio profundo se adueñó del salón. Ya no quedaban sino algunos rescoldos sobrevivientes del fuego de la chimenea. No me atrevía al más mínimo movimiento y aún menos a intentar traer a Irene al presente y al objeto de mi visita.

Un tiempo después Irene se levantó pausadamente, y con un gesto me indicó que la siguiera.

Salimos por una puerta que daba a un pequeño jardín muy cuidado en cuyo centro crecía un timbó inconcebible cuyas ramas cubrían no solo el techo de la casa de Irene sino también los aledaños. Al pie del árbol, una multitud de semillas negras con forma de orejas formaban un círculo perfecto. Irene se dirigió al fondo del jardín donde había un local pequeño y volvió con una pala. – Tomá, te dejo buscar a vos una caja de metal que enterré con unos papeles. Son los únicos que guardé de los que Sergio dejó en la casa. El resto, libros y papeles todos me han servido de combustible para la chimenea. Esos los guardé porque me parecía necesario. Siempre esperé una oportunidad para hablar de ellos. Son tuyos. Hacé lo que creas conveniente. Después, volvé a tapar el hoyo, no sea que yo misma termine cayéndome dentro y guardá la pala en el armario del fondo. La puerta verde que ves ahí da directamente a la calle. Yo me retiro, estoy cansada. Mucha suerte.