Árboles en la noche

Me habían dicho que lo identificaríamos por su acento, montevideano y cargado de pena, y así fue. No sé en realidad cuánto llevaba viviendo en Santiago, pero si se daba crédito a las historias que circulaban por ahí debía ser suficiente para que su acento se amalgamara al de los chilenos. Supongo que eso, la negativa al cambio, la impermeabilidad de su voz, debía hablar de él con elocuencia. Y espero que eso, a su vez, lo haya asistido en el que entiendo como su final. Por eso yo también repito: Federico Stahl, Federico Stahl, como si pudiera creer en que tal encantamiento lo salvará o lo hará volver.

En cuanto a la elocuencia, tampoco era realmente necesaria: su aspecto lo decía todo mucho antes de que empezara a sonar su voz. Cuando lo vimos por primera vez la sensación que experimentamos los tres fue que mejor había que ser prudentes y dar marcha atrás; Gimena me miró como si quisiera preguntarme ¿en qué nos estamos por meter? mientras Gonzalo suspiraba pensando, y esto se le leía con facilidad en la mirada, que otra vez nos íbamos a dejar embaucar por un demente, o un borracho, o un drogadicto.

Supongo que las tres cosas son necesarias para ser dedicarse a lo que se dedicaba Federico Stahl en Santiago de Chile, y todos los Stalkers que habíamos filmado y entrevistado (es curioso que se aferren al nombre tomado de esa vieja película a la que el tiempo de alguna manera puerilizó) parecían adecuarse a ese molde de tristeza, tranquila desesperación y locura. Por otra parte, yo mismo tampoco era ajeno (ni lo soy ahora) a la gravitación de esas categorías; podría decirse que mi trabajo dependía no sólo de personas así, de un lado y de otro de la cámara, sino de mi capacidad de resonar con empatía con sus, repitámoslo, tristeza, tranquila desesperación, pena y locura; y si algo resuena aquí y allá, adentro y afuera, es porque es lo mismo de ambos lados (o quizá porque es lo mismo en ambos lados). Por esa razón yo era (soy) también un Stalker, a mi manera, como Federico Stahl, aunque quienes me acompañaban lo hacían desde la presunta protección (que, créanme, no es tal) de las pantallas.

Era mi quinto documental, el tercero con el mismo equipo, y le había llegado el momento a la Zona fantasma favorita del Cono Sur. Se decía por ahí que era más fácil conseguir guíasen Chernóbil y Onagawa que Stalkers dispuestos a adentrarse en el pueblo fantasma de Cybersin, pero nadie era capaz de explicar por qué. Cuando me hablaron de Federico Stahl –y añadieron que era uruguayo, como nosotros– todo empezó a encajar, sin embargo, como ese momento del armado de un puzle complejo en que sentimos que las cosas aceleran hacia la solución. Nada más lejos de la verdad, por supuesto. O más cerca: intolerablemente cerca.

Los canales para entrar en contacto fueron tortuosos, pero a la vez predecibles; al encontrarlo en aquel rincón del bar que nos propuso, a dos cuadras del Mapocho y a tres del Cerro San Cristóbal (un paisaje mezquino y rencoroso, de casas abandonadas y comercios tapiados, como si sólo con movernos hacia Federico Stahl hubiese comenzado ya nuestro viaje al pueblo fantasma) ninguno de nosotros pudo predecir la locuacidad que se apoderaría de él media hora más tarde, después de que nos escaneara y de alguna manera aprobara, de que pasáramos la prueba que le permitiría confiar una primera faceta de su historia a su nuevo público.

Había algo muy cinematográfico en él, además, como un Kurtz que se manifiesta en un momento temprano del relato, previo al descenso al infierno o al camino río arriba: el personaje quizás consabido del hombre tenebroso, alto, flaco y desgarbado, casi completamente pelado y con una forma peculiar del cráneo, abollada diría Gimena horas más tarde, que no se correspondía con la verbosidad con la que nos asaltó y que lo llevó a contarnos la historia completa de Salvador Allende y el ascenso y caída de Cybsersin.

Nosotros la conocíamos, por supuesto, o al menos lo que es dado saber de esa historia, lo que está en los libros. A la vez estábamos seguros de que en Chile averiguaríamos algo más, un secreto, o llegaríamos un poco más allá por el camino al corazón de tinieblas de aquella extraña aventura tecnológica emprendida por un presidente socialista y su equipo de cibernéticos influidos tanto por Stafford Beer como por un jovencísimo Oskar Sarkon, y en ese sentido hubiese bastado con el relato largo y complejo que nos hizo Federico Stahl, al menos para producir una serie de animaciones, un par de reportajes ficticios, una buena dramatización de los hechos clave. Pero yo quería más: quería grabar mi recorrido por la zona fantasma, o el pueblo Cybersin, o el desierto de Allende, todos los nombres que rebotaban en la cámara de ecos de la historia secreta del Cono Sur.

Y lo hicimos. Federico Stahl puso los términos, los tiempos, las precauciones, y lo cumplimos todo casi hasta el final. Así, tres días después de aquel primer encuentro estábamos viajando por la ruta 78, a las seis de la mañana, dejando atrás Santiago, Peñaflor, Talagante, El Monte, El Paico y otros tantos pueblos y comunas en la telaraña de aquella zona, las ruinas de lo que durante casi una década fue el centro de operaciones de Cybersin. Federico Stahl nos repitió la historia, esta vez señalando el paisaje real, relatando la luz, el aire, el trauma de la cordillera. Alguna vez se llamó Melpilla, dijo, pero la comuna fue vaciada en 1975, cuando Allende trasladó el corazón de Cybersin a los pies de la cordillera. ¿Y por qué lo hizo?, pregunté. La derecha, como siempre, respondió Federico Stahl; la derecha no lo dejaba en paz, los dueños de Chile, los que sabían que no estaban pasando por otra cosa que un paréntesis en su hegemonía brutal. Me pareció entenderle los sueños de Chile, pero comprendí que no podía ser, que eso, quizá, vendría después.

Los sueños de Chile, repetí para mí. Los sueños de Chile. Y Federico Stahl también repetía: cada capítulo, cada detalle de su historia parecía arrojado a un vértigo de variaciones. La historia era siempre la misma, pero parecía que a cada oportunidad volvía a ciertas imágenes y éstas crecían, alargaban sus zarcillos o sus tentáculos hacia nosotros. Quizá tenía cierta magia, cierta presencia de narrador, y eso nos convenía muchísimo. Decidí que teníamos que grabarlo, a él, que fuera él quien deshilvanara aquella historia de ambición y colapso. ¿Nunca estuvieron en Brasilia?, nos preguntó en un momento, ya en la carretera, y yo le dije que sí, que había estado allí a comienzos de mi carrera, trabajando como asistente de producción de un documental sobre Oscar Niemeyer. Bueno, dijo, a Cybersin le pasó lo mismo que a Brasilia, que no hay control, que no se puede planear. Las cosas crecen orgánicamente, esa es la lección que no aprendieron los técnicos de Allende. Porque Cybersin, añadió Federico Stahl, pese a Sarkon, resultó ser la culminación de las ideas de Wiener sobre el control: la cibernética como ciencia del control, en seres vivos y en máquinas, y todo Chile iba a quedar así, controlado, primero en conexión y después bajo una centralidad, una verticalidad jerárquica, todo lo que no podía ser, si lo piensan desde ahora, todo lo que representa más bien lo contrario a lo que debió ser, una red descentrada, un poder horizontal.

Yo pensé que Cybersin no era más que un montón de máquinas de télex y reportes en vivo de cuotas de producción, dijo Gonzalo, con ambas manos aferradas al volante. Si salió mal, añadió, debió ser porque las máquinas eran precarias.

No era solo eso, contestó Federico Stahl. Nunca debió ser solo eso.

Después guardó silencio por un instante, como si tomara carrera. Yo miré por mi ventanilla, la del copiloto, y miré también a Gonzalo y después a Gimena. El ambiente se había enrarecido, seguramente porque en ese punto nadie esperaba que se le objetara así fuese un detalle mínimo al relato de Federico Stahl.

Me pareció que allá, en la lejanía, por delante de nosotros, se levantaban torres altas y delgadas, las torres grises de un castillo fantasma.

¿Por qué no nos contás tu historia, no la historia, sino tu historia?, le preguntó Gimena a Federico Stahl.

No hay mucho que contar, fue la respuesta. Nací en 1978, dijo (eso lo hacía apenas un año más viejo que yo), después vine a Santiago con una novia que tenía familia acá, y el resto fue acercarme cada vez un poquito más a nuestro destino.

Alguien te tuvo que haber enseñado cómo entrar y encontrar los… ¿no?

Me pareció que Federico miraba a Gonzalo como se mira a un mosquito que se creía haber matado minutos atrás pero que regresa en el calor de una noche de verano, el mismo, quizá otro, la misma molestia.

Tuve mi maestro, sí, y yo ya sabía de la zona por un amigo uruguayo, Emilio Scarone, un escritor de ciencia ficción. También anduvo por acá, pero le perdimos la pista. Nadie sabe dónde está.

¿Pero no fue tu maestro, entonces?

No, mi maestro fue chileno, Jorge se llamaba. Al final se tuvo que ir. Está en Punta Arenas, ahora, si no es que ya dejó Chile para siempre.

Después nos enteramos de que Federico había veraneado durante toda su infancia y adolescencia en Punta de Piedra. Le conté que yo también había pasado mis vacaciones ahí mismo, entre 1987 y 1992, pero resultó que él vivía con sus abuelos en el Pueblo Nuevo y mis padres habían comprado una casita del otro lado del balneario, en el Pueblo de Pescadores, detrás del Gran Hotel. Conozco la zona, dijo Federico Stahl, ahí en el Farallón, con la Mansión Solitaria. Sus palabras me hicieron evocar aquellos paisajes veraniegos: las olas durísimas de la Playa Brava, la playa amplia y chata hacia La Coronilla, la oscuridad espesa de aquellas noches, el cine derrumbado, el ombú gigantesco y carnoso en medio de la plaza matriz. Debimos habernos cruzado igual, dije, no es que se llenara de gente Punta de Piedra en esos años. Me miró y asintió con la cabeza, moviendo ligeramente el labio inferior, como si se encogiera de hombros. ¿Y ahora?, preguntó de pronto. ¿Y ahora qué?, le dije. Ahora qué es de Punta de Piedra. Ah, contesté, no sé, la verdad hace años que no voy. Estarán todos los fantasmas, dijo, y nosotros también, al final del camino.

Todos los fantasmas, pensé, como si paladeara, saboreara la idea o las palabras. Íbamos hacia los fantasmas en una carretera solitaria como nunca he visto, a toda velocidad entre las montañas, rumbo a otra pared de piedra o a lo que saliera antes en nuestro camino. Dejé pasar un rato y le pregunté por las dificultades. No, dijo, como si esa hubiese sido mi pregunta, no es que haya vigilancia. Dicen que en los noventa pusieron minas y que había casetas, pero no es verdad o al menos yo jamás me topé con ninguna ni supe de nadie a quien le pasara algo de eso. ¿Pero sí les pasaron otras cosas?, preguntó Gonzalo. Lo miré como diciéndole mejor callate la boca y volvió a apretar el volante. Hay muchos sentidos, le contestó Federico Stahl, con la voz más paciente o menos ansiosa que le había escuchado hasta el momento, la voz de alguien esencialmente libre de carisma, alguien incluso refractario a todos los que no estuviesen dispuestos a entrar en su alucinación. Muchos sentidos en que se pueden correr riesgos. Ustedes saben lo que pasó ahí, ¿o no lo saben? No, ¿qué pasó?, dijo Gimena, y Federico Stahl me miró. Yo creo que lo sé, dije. Lo que pasó fue que Cybersin creció en complejidad y después se desmoronó, colapsó sobre sí mismo, como una implosión.

Me pareció que Federico Stahl sonreía, ligera, imperceptiblemente, pero en realidad había empalidecido, se le habían profundizado las ojeras, se le había deformado aún más el cráneo: No, dijo, no colapsó sobre sí mismo ni fue como una implosión. Lo intervinieron, que no es lo mismo. Lo destruyeron, le cortaron la vida, los cables, los recursos, todo.

Su voz era la implosión, o había avanzado firmemente hacia la implosión. Y a la vez está fija en mi memoria, tanto que puedo escucharlo como si lo tuviera enfrente este mismo momento. Estamos los cuatro en la camioneta, avanzando por la carretera a toda velocidad entre las rocas, entre todas aquellas marcas de la ruptura de Pangea, esa cicatriz del Jurásico, del Cretáceo, de hace más de cien millones de años. Y Federico Stahl, bajo esa luz de granito, dice que no fue así, que no fue un mero experimento que salió mal, que fue una intervención de emergencia, un aparato de seguridad que cancela un proceso cuyo final habría sido terrible (dice otra cosa, en realidad, dice que habría siempre de haber sido terrible, se excusa después y me deja pensando en los tiempos verbales, en el futuro, en el pasado, en ese siempre y en ese futuro al borde de volver desde el pasado), un proceso en última instancia pernicioso, un peligro,  repite, para quienes hacen fuerza para que todo siga igual.

Cybersin, dice Federico Stahl, podría haber sido la primera inteligencia artificial, se habría desarrollado por su propia cuenta, independientemente del medio que pudo ser en su concepción para un fin específico, económico, político, no importa. Allende quizá lo sospechó, o quién sabe cuál de sus asesores. Para ese entonces Stafford Beer ya había vuelto a Inglaterra, después Miguel Gutiérrez se suicidó, Sarkon se fue a Chernóbil a trabajar en el Axsys, vino el Golpe Frustrado y Allende tuvo que poner la cabeza en esas otras cosas que se lo comieron. Pero para ese momento se supone que Cybersin no estaba dando los resultados que se habían esperado, todas las promesas del cibersocialismo de la mano del control, o del socialismo a secas, mejor dicho. Cuando murió Allende ya la propaganda lo había convertido todo en una locura, y eso fue lo que se supo afuera, lo que supe yo, lo que supimos todos, lo que pudo llegar hasta Uruguay. La historia oficial.

Después se interrumpe, carraspea, mira por la ventana. Estamos cerca, le digo, o le pregunto, y de pronto entiendo que el paisaje ha cambiado, que se ha levantado otro ambiente. Pronto la camioneta se detendrá, bajaremos para seguir a pie, nos meteremos por un camino borroneado, atravesaremos ruinas de casetas de vigilancia, alambrados, perímetros, cercas derruidas, para llegar finalmente al Corazón.

Ahora podemos pensar en un corazón de fibras, nervios, cables y circuitos. Federico Stahl le dijo siempre El Corazón de tinieblas, y yo pensé a todo momento que era parte de su arte de narrador, de los trucos que usaba para hilvanar la historia a medida que nos adentrábamos por la zona y su voz de guía nos paseaba por el tiempo y la vida de los fantasmas. Para él debía ser un descenso, o esa era la manera que había elegido para narrarlo. Como Willard en Apocalypse Now, acercarse a Kurtz era profundizar también en su historia, en su misterio. Le pregunté si el general Kurtz era Allende o si era el Cybersin, y se rio. Ya vas a ver, dijo, con una sonrisa enorme que dejaba ver algunos dientes faltantes.

Esto lo levantaron en 1987, cuando cerraron la Zona, dijo, y yo me encargué no sólo de que Gonzalo lo grabara todo sino que también saqué unas fotos yo mismo al gran letrero del que solo sobrevivían las letras de EXCLUS. Parece un campo de concentración, dijo Gimena. La zona de exclusión, dije yo. Y Federico Stahl se puso serio: acá lo importante es seguir por el camino exacto que les marco, dijo. Yo recordé otra vez la película y le dije entonces lo que no tenemos que hacer es bajarnos del barco. Él me miró como si por un momento no entendiera en qué lenguaje estaba hablándole. Eso mismo, dijo finalmente, que nadie se baje del barco.

Pero, claro, en Apocalypse Now la frase completa es que nadie se baje del barco, salvo que quiera ir hasta el fondo, asi que me pregunté Marcos, ¿vos querés llegar al fondo de la cuestión, te querés bajar del barco?

En el fondo, cabía pensar, era una historia no solo latinoamericana sino un destino humano, algo que nos confrontaba con los límites de lo humano y del control que lo humano ejerce o intenta ejercer sobre sí mismo y sus límites. Ahora recuerdo esa caminata como si fuera de noche, aunque sé que no puede ser, que todo el viaje por carretera no tomó más que una hora u hora y pico y que cuando nos bajamos y empezamos a caminar por el sendero no era siquiera mediodía. Gimena debió hacer su comentario del campo de concentración a las once, pongamos, por decir algo, y después Federico Stahl repitió aquello de no bajarse del barco y seguimos avanzando, por lo que más que noche cerrada era mediodía luminoso, un cielo blanco o plateado, tan brillante que borraba la cordillera o se comía las montañas. Ese brillo, supongo, me hizo una impresión tan duradera que ahora, años después, sólo puede dejar oscuridad. De ahí que mi memoria convoque una noche, de ahí que tuviera después (aunque ¿qué es después? ¿cómo imponer un tiempo cotidiano, lineal, domesticado y tranquilo a esta historia?) aquella visión de los árboles.

Te seguimos, recuerdo que le dije, y él se encaminó a un búnker, una construcción amplia y chata cuya puerta estaba doce (los conté) escalones por debajo del suelo. Acá empezamos, dijo. Hubo que empujar la puerta, una puerta pesadísima que sólo cedió cuando todos hicimos el mayor esfuerzo. La movimos lo necesario para pasar y Federico Stahl murmuró algo sobre quién podía haberla cerrado tan exageradamente. Quizá había una historia ahí, pensé, pero no pregunté nada al respecto. Estaba absorto en la contemplación del recinto al que habíamos ingresado: las paredes parecían ligeramente inclinadas, el techo ladeado, y no había mucho más que una mesa de gran tamaño también deformada y una silla rota. Pensé que todo lo que impactaba mi visión parecía postular o bien un lente distorsionador: podía estar en el aire, o quizá en la iluminación (cuya fuente no fui capaz de precisar, pero que debía provenir de algún tipo de tragaluz), y por momentos me pareció que fluctuaba con mis movimientos, como si pasara sobre una lámina una lupa defectuosa. No sé qué pensaron o sintieron los demás; yo permanecí en esa contemplación o parálisis hasta que me percaté de que Federico Stahl se había adelantado y caminaba por lo que de pronto se configuró ante mis ojos como un pasillo de paredes blancas y brillantes, como cubiertas de sudor. Lo llamé. Esperen acá, dijo, y su voz venía de más cerca de lo que parecía estar su cuerpo, en un glitcheo de la perspectiva. Miré a Gimena y a Gonzalo, pero me pareció que no los veía, que veía más allá de ellos o que en realidad no estaban allí. Pero el efecto duró apenas segundos; cuando volví a enfocar la realidad de las cosas (o al menos así me lo relato ahora; quién sabe qué pensé en ese momento, seguramente nada) Federico Stahl había regresado, o su voz había vuelto a su cuerpo. Tenemos que tener cuidado, dijo, y yo supuse que lo decía siempre, que era parte de sus trucos de guía. Pero siguió hablando y repitiendo, como hacía siempre. Acá hay muchos peligros, dijo Federico Stahl, hay muchos peligros que tenemos que tener en cuenta. ¿Qué tipo de peligros?, le preguntó Gonzalo. Peligros, repitió Federico Stahl, peligros, y nos indicó que lo siguiéramos por el corredor. Parte del complejo está inundado, dijo, hay una zona inundada, no es muy lejos. Hay que evitarla, dijo Federico Stahl, si les hago una señal tienen que parar y dejarme seguir solo. La inundación funciona a nuestra ventaja, los que la hicieron fueron los primeros Stalkers que recorrieron esto, cuando lo llamaban la Dimensión Desconocida. Algunos habían pasado por Chernóbil, dijo Federico Stahl, y empezó a contarnos de la reticencia inicial de la URSS con respecto al proyecto de Allende y el fracaso de su versión de Synco, que para muchos, dijo Federico Stahl, fue la causa de la catástrofe nuclear. No es que acá pase lo mismo, ¿no?, lo interrumpió Gonzalo. No, admitió Federico Stahl, acá no hay radiación, hay cosas peores que la radiación y habrá de haberlas habido siempre.

Yo sé que ahora lo recuerdo de otra manera; sé, quiero decir, que lo que experimenté entonces, en términos de sensación pura, de experiencia en bruto, no necesariamente es conmensurable con lo que relato aquí, porque todo este tiempo no he hecho otra cosa que añadir capa tras capa a mi percepción, a mi reflexión, a esa construcción o reconstrucción del momento pasado en busca de una profundidad, un espesor de la experiencia o una explicación; y es sólo así, entiendo, en esa búsqueda de una dimensión extra, que podré llegar a comprender. Por tanto, si ahora relato lo que pasaba mientras Federico Stahl hacía su relato de los otros Stalkers, lo hago desde lo que puedo ver en mi memoria, en la cara interna de mis párpados, grabado, orgánico y mutable: un pasillo larguísimo en ligero declive, de paredes cubiertas por una pintura plástica gris, suave y fría al tacto, techo blanco pautado por la recurrencia periódica de unas luminarias circulares que todavía funcionaban (lo cual, naturalmente, nos resultó en extremo inverosímil) aunque no era posible reconocerlas como lámparas eléctricas o alguna otra forma de iluminación, una fosforescencia química por ejemplo, y el piso embaldosado, blanco y gris, cuyos patrones de teselación cambiaban de manera apenas perceptible a medida que se avanzaba.

No sé en definitiva cuánto caminamos ni puedo por tanto estimar la longitud de aquel pasillo o corredor; sí recuerdo que en ocasiones se abrieron puertas a nuestros lados y que Federico Stahl siempre nos detuvo y a su relato o monólogo para indagar que había más allá y desestimar la posibilidad de adentrarnos. Quizá no se trataba de llegar al final del pasillo; en algunos casos, según empezaría a recordar más tarde, miramos por ventanas hacia otras zonas del complejo, incluyendo recintos tan grandes como hangares y ocupados a su vez por galpones, máquinas abandonadas, camiones, montacargas. En una ocasión llegamos a divisar una nube de humo blanco y espeso cernida en el interior de uno de esos galpones: una nube estacionaria, fija en el tiempo.

Quizá se trate de un tiempo superpuesto, un tiempo otro. Porque no sé en realidad qué tanta atención iba prestando, y creo que todos estas imágenes en mi memoria fueron registradas en su momento por una parte inconsciente o automática de mí, una grabadora que hacía girar loops de cinta y terminaba sobreimprimiendo, sobreescribiendo, mientras yo, o lo que se ensamblaba a sí mismo como mi yo, escuchaba a Federico Stahl y se ahondaba en su voz mientras que los cuerpos de los cuatro se adentraban por el pasillo. Pero Gonzalo nunca volvió a hablar de nuestro descenso, y si bien Gimena corrobora mi impresión de grandes distancias y la sucesión de puertas, sus detalles son siempre distintos, incompatibles, y en los asuntos clave ha preferido eludir mis preguntas. Quizá no fueron más de doce o quince metros, entonces, y no hicimos otra cosa que entrar por la primera puerta dispuesta en nuestro camino; o quizá sí fue real esta primera parte del viaje, a lo largo del corredor. En cualquier caso, después entramos a un salón más amplio, cargado de mesas e instrumental, gabinetes en las paredes y pizarrones borroneados. Me pareció un estrato basal en la historia del complejo: algo que bien podía haber sido una de sus primeras fases o construcciones, a juzgar por la evidente carga de tiempo de los instrumentos y la enorme IBM System/370 que parecía un altar destruido a hachazos por una turba desilusionada con su dios. O quizá se trataba simplemente de que el pasillo blanco y plástico se me había presentado como algo cargado de cualidades atemporales, eternas, mientras que en aquella sala o laboratorio todo decía su tiempo o todo decía algún tiempo. Aparecía primero que nada la imagen de los setenta, por supuesto, pero era posible sentir después el otro tiempo, no el del origen sino el añadido, el acumulado por el lugar como si no fuera más que una capa de polvo, hasta que pronto se volvía evidente que nada más lejos de la verdad, que esas capas de tiempo alteraban el sustrato, lo invadían y mutaban para siempre.

Quizá pueda dar un ejemplo de ese cambio y de esas capas de tiempo. Apenas entramos a la sala o laboratorio (¿o fue ya en el pasillo?) la voz de Federico Stahl dejó de ser la misma. Primero fue debido al efecto del recinto en que nos encontrábamos: la acústica del techo bajo, los ángulos redondeados, las superficies metálicas, las pantallas; todo esto producía una reverberación particular, una relación entre los planos de las paredes y las vibraciones en el aire, entre el timbre específico de la voz de Federico Stahl (carcomido y sin embargo enérgico, nasal, incorpóreo y además nervioso) y las cualidades configuradas por el espacio, entre los sonidos y su sombra infrasónica. De esa interacción surgió una voz nueva, diferente a la que habíamos oído en el bar y la camioneta o también al aire libre, lugares donde la voz de Federico Stahl era siempre igual a sí misma, contorneada por sus características, su grano, su personalidad. Allí las diferencias de propagación o reverberación del sonido no la afectaban, se mantenían ajenas, cualidades no esenciales, accidentes (del mismo modo que algo en Federico Stahl había resistido el influjo del habla chilena y mantenido el acento montevideano); en el laboratorio, por el contrario, la voz que salía del cuerpo de Federico Stahl era más bien un híbrido: entre la que habíamos reconocido como suya y la que le imponía el lugar, como si hubiese fundido con estática, con un parásito sonoro. Pero había más: la segunda manera en que había cambiado la voz de Federico Stahl ya no respondía tanto a efectos de timbre o propagación sino a una cadencia, una serie de énfasis, un tempo nuevo que se parecía más a lo que yo había imaginado al principio, la voz que daba por sentado debía ser la de un Stalker, la de alguien que ha visto el horror y el misterio y también lo arruinado y lo banal. Esa voz con la que han de hablarse los fantasmas, entonces, había aparecido ahora, y yo me había volcado a su lectura: no de las palabras que decía Federico Stahl en español, las del relato que brotaba sin pausa de su boca, garganta y pulmones, sino la de esos cambios, esas voces que habían tomado por asalto su voz. Pensé entonces en la glosolalia y la xenoglosia, en los sonidos que se articulan en una lengua conocida por un receptor posible pero no por el emisor, o en los sonidos que jamás llegan a configurarse como una lengua, y me pareció posible que no fuera Federico Stahl quien hablaba sino más bien el lugar, el laboratorio, los pasillos, las cosas en los gabinetes, la IBM, las escrituras borradas en los pizarrones o, todavía más, ni siquiera el lugar en sí, el lugar solo, sino la confusión de Federico Stahl y aquella zona sepultada en la tierra chilena, la contaminación de uno por el otro, ruido y señal, señal y ruido, como quien dice fondo y figura cuando la figura es fondo y el fondo es figura.

Podríamos haber dado media vuelta, resuelto la figura en un retorno temprano, seguro, prudente; podríamos haber vuelto a la camioneta y a Santiago, podríamos haber comprendido que ese cambio en la voz era una señal de que había algo real, algo más que un lugar fantasma cargado de una historia no resuelta, como todas las historias. Pero no lo hicimos, o no lo supimos entonces, y seguimos más allá. Dejamos el laboratorio y nos enroscamos por otros pasillos, entre bifurcaciones, escaleras, ascensores destruidos por cuyos huecos Federico Stahl tiraba una cuerda y nos ayudaba a saltar y pasar al otro lado. Nos mostró la inundación, como un lago de hielo, y nos señaló los derrumbes. Vimos las computadoras de una segunda etapa del proyecto, grandes artefactos divididos en cuadrículas y tarjetas cristalinas insertadas en serenas ranuras de metal, pantallas oscurecidas para siempre en las que pudimos imaginar los caracteres de fósforo verde anunciando fluctuaciones en el nivel de los ríos o precipitaciones, en las temperaturas medias, las probabilidades de heladas, la densidad de polen en el aire, la acidez de las aguas, de los suelos, de los vinos, los movimientos de divisas, la oferta y la demanda, las inversiones, los impuestos, los gastos del estado. Siguen allí, dijo Federico Stahl, todo lo que impactó estas superficies se conserva en un vestigio, una perturbación en las texturas que, si tuviéramos los medios, haría aparecer todo lo que se dijeron estas máquinas antes de que las forzaran a la muerte. ¿Cómo es eso de que las apagaron?, le preguntó Gonzalo, y Federico Stahl, sin mirarnos, siguió caminando y hablando con esa voz que era tanto suya como la de los recintos de Cybersin, esa voz que evocaba historias y ruinas y era una historia y una ruina, y contaba del ascenso y caída de un vasto sistema, de las venas y nervios que lo interconectaban como acueductos abandonados de un imperio anterior a la aparición del ser humano. Al principio quisieron controlarlo, decía Federico Stahl y decía la otra voz de Federico Stahl, y era como un árbol que creciera entre tutores y andamios y jaulas: una rama que se escapaba por allí y era necesario otro sistema que la controlara o incluso podara, pero esos sistemas, insistía Federico Stahl, también respondían, también se adaptaban, también empezaban a ramificarse en zarcillos o tentáculos, y llegado el momento quedó claro que ya nada podía hacerse para controlarlos que no fuera una forma de apagar el fuego con gasolina. Todo lo que podía arrojarse al sistema a modo de freno o contención, explicaba Federico Stahl, era precisamente lo que daba medios a Cybersin para ir más allá. Y pasó no lo imposible sino lo inevitable: Allende, el Allende de los últimos días, enfermo de cáncer, herido y paranoico, cargado con el fracaso que había creído leer en su Cybersin, cedió al sentido común, a la preservación más elemental, al miedo a lo desconocido. Fue el último gesto de control, y lo llevó a cercenar todas las conexiones, a aislar el centro de comando, que ya había sido trasladado a donde estamos ahora, dijo Federico Stahl, a un lugar donde sólo podría haber crecido más y más si se lo hubiese dejado, tanto que habría alcanzado cada casa, cada radio, cada televisor, que habría instalado en 1980, imaginen eso, en 1980, una terminal de computadora en cada casa, un ojo en cada casa, una mano en cada casa, un cuerpo a lo largo de Chile. Lo que había comenzado por el control terminaría por la comprensión de ser controlado, de no ser quienes se servían de Cybersin sino ser, en última instancia, una nueva generación de partes de Cybersin.

Estábamos ante dos puertas cerradas. No eran las puertas originales, eso era fácil verlo: eran puertas de madera, impuestas.

¿Qué pasó al final?, preguntó Gonzalo.                                                                

Al final llegaron tarde, dijo Federico Stahl, pero aun así hicieron lo único que quedaba por hacer: cortar la energía. De todas formas Cybersin ya había despertado; no de una manera en que podamos entenderlo, salvo con metáforas. Decir que Cybersin despertó y se volvió consciente de sí tanto como decir que no hay tal cosa como la consciencia sino más y más pautas de complejidad, niveles sobre niveles, intensidades emergentes. ¿Y Cybersin no pudo prever el corte de energía?, preguntó Gonzalo, con ganas de burlarse, incapaz de burlarse. No sabemos qué es prever para Cybersin, respondió Federico Stahl, no podemos saberlo, no sabemos qué es el tiempo para Cybersin, si habría de haber evitado siempre lo que le iba a pasar; no sabemos qué ha querido o pudo querer. Nosotros deseamos, nos movemos, seguimos nuestras pulsiones, nuestros tropismos. Fines y medios en una economía que llamamos humana. Lo de Cybersin era, por definición, otra cosa. No podemos entenderlo; quizá no haya nada que entender. Dicen que uno de los últimos ingenieros en trabajar acá, un tal Enrique Wollfig, enloqueció por querer comprenderlo, y llegó a convencerse de ser un animal o un monstruo. Pero si hubo hechos, cambios, y el corte de la energía fue decisivo. Pero vos llegaste mucho después, ¿no?, dijo Gimena. Yo llegué muchos años más tarde. Todos llegamos tarde, hasta los primeros Stalkers.

Federico Stahl nos dio la espalda y abrió una de las puertas. Me pareció que sus manos eran garras que se clavaban entre los tablones y tiraban de ellos con una fuerza sobrehumana, pero seguramente todo estaba previsto y él lo había hecho diez, quince, veinte veces ya. Noté cómo se interponía entre el hueco de la puerta y nosotros, noté que lo que hacía era no dejarnos ver. Hay lugares, dijo Federico Stahl de pronto, y para ese momento yo debí comprender el cambio de su voz, la pauta por la que quien hablaba era y no era Federico Stahl. Por esa misma razón, si era Cybersin quien modulaba esa voz o la invadía como ruido blanco en el canal de la conversación o como un parásito en la señal, entonces Federico Stahl sabía lo que había sabido Cybersin y hablaba la verdad de Cybersin hecha humana, o al menos hecha palabras que los humanos creímos reconocer. Y lo que contó Federico Stahl en ese momento (a veces sueño que todavía está por contármelo) fue o es un cuento, o al menos así han coagulado sus palabras en los surcos de mi memoria: la historia de una abuela y unos niños, en Punta de Piedra. Esta abuela enseñó a los niños que cuando alguno de ellos moría en el monte, en los bajíos, en los arrozales de Rocha, en las rocas o en la playa bastaba con llevar un poco de sangre o cabello a las grietas o huecos entre las raíces y el tronco del ombú en la plaza central del pueblo y dejarla allí, tocar el interior del árbol, las paredes del hueco con aquella sangre o aquellos pelos y esperar tres días y tres noches para que una copia del niño muerto apareciera de nuevo en la aldea. Una copia, dijo Federico Stahl, que pronto asimilaba la trama de las voces, eso que le daba su nombre, que lo hacía el mismo niño que se había perdido y después regresado, pero que también retenía otra cosa, lo que le había dado el árbol, lo que era, en suma, el árbol. No entiendo nada, dijo Gonzalo. Después, respondió Federico como si no lo hubiese escuchado, debieron buscar una abuela nueva y caminaron más allá del mar y del monte y de los riscos, hacia ese otro lugar cuyo nombre que no era un nombre fue lo último que surgió de los labios de la abuela en su lecho de muerte. Pero de qué estás hablando, insistió Gonzalo, y se adelantó hacia Federico Stahl como si fuera a empujarlo, a arrancarlo del hueco de la puerta, a golpearlo o a quién sabe qué más, y Federico Stahl alargó una mano y lo detuvo sin tocarlo, me miró a mí, miró a Gimena, y nos dejó pasar.

O quizá no fue así. Quizá no nos dejó pasar, o no estaba parado contra una puerta.

A veces lo recuerdo de otra manera: Federico Stahl nos conduce por más y más pasillos y salas y más salas hasta que alguien, Gonzalo o Gimena, le pregunta por el laberinto y el minotauro y Federico Stahl dice que es falso que el laberinto sea el sueño del minotauro o la construcción del minotauro, la tela de araña del minotauro, sino que el laberinto es en rigor lo primero y el minotauro el sueño del laberinto, la imposibilidad móvil de su centro, la casa que convoca a los fantasmas de quienes habrán de haberla habitado siempre.

Y si no hubo un centro en nuestro movimiento ni tampoco uno que sirva de base o fundamento y certeza a mi historia es porque quizá no hubo tantos pasillos ni caminos ni abuelas ni minotauros sino Federico Stahl, apenas, que nos conduce entre mesas cargadas de computadoras viejas y mapas de Chile para decirnos de pronto que lo primero o quizá lo único que hizo Cybersin al despertar fue abrir una puerta a otra parte, que bloqueada como había sido su único movimiento podía ser hacia un afuera que ella misma debió abrir. Y lo hizo: una puerta, dice Federico Stahl, hacia otro mundo, uno que al que sólo los Stalkers, porque en eso consiste ser un Stalker, saben llegar; uno que sólo los Stalkers, porque en eso consiste ser un Stalker, pueden percibir. ¿Y si yo atravesara esa puerta y entrara a ese mundo?, le pregunté. No hay donde entrar ni nada que atravesar, dijo Federico Stahl, ese otro mundo está aquí, en todas partes, pero ustedes no lo pueden ver. ¿Y cómo podés saber algo así?, dice Gonzalo, y Federico Stahl repite que nada puede pasar en el mundo que no deje un vestigio, un rastro, y que para leer aquello que los humanos no saben leer, porque en eso consiste ser humano o creerse humano, basta con dejar de ser humano. ¿Los Stalkers no son humanos entonces?, pregunta Gimena, y dice Federico Stahl los Stalkers son como los niños, y yo de pronto estoy en medio de otra historia, una en la que Federico Stahl nos conducirá por pasillos aún más intrincados y sorteará derrumbes y salones inundados y peligros y nos dirá por aquí no se puede pasar, sigan por este corredor y no por aquel. Pero yo desobedeceré; para hacer el viaje de verdad, diré, hay que bajarse del barco y adentrarse en la jungla. Por lo que así, de un salto, me lanzaré por el camino prohibido y pasarán junto a mi cuerpo derrumbes e inundaciones y Federico Stahl saldrá en mi búsqueda para salvarme mientras yo me interno en el lugar prohibido, el último círculo de Cybersin, el centro del laberinto, la estación emisora de la perturbación. Es allí entonces donde lo veo, donde las paredes pintadas de plástico blanco se estremecen y dejan paso a otra cosa, una visión. No puedo repetirla, no sé qué palabras habrían de ordenarse para producir la impresión de lo que experimenté, pero sí sé que había árboles y que era de noche, que los árboles (no los de un bosque, más bien los de un jardín o patio o, mejor, del fondo de una casona oscura en medio de un barrio de las afueras de una ciudad, venido a menos, hogar de antiguos esplendores después abortados entre mansiones invadidas por enredaderas y divididas por okupas, del lado de allá de las fábricas abandonadas, los frigoríficos en ruinas y los astilleros quebrados) no eran árboles o no eran sólo árboles, que tenían venas o garras o también cables y nervios; sé también que algo singular y a la vez múltiple se acercaba o se había acercado, o siempre habría de haberse acercado, y que me obligaba a volverme sobre mí mismo y a sondearme y a sentir mi tiempo fuera de ese instante y por tanto fuera de mí; a la vez, en esa historia estoy en peligro (o quizás es más, somos todos quienes estamos en peligro, los cuatro, la gente que vivía en las inmediaciones o en Santiago, los seres humanos) y es Federico Stahl quien viene a salvarme, me empuja fuera del derrumbe o de las fauces o de los cables o de lo que sea y yo sigo adelante, corro por los pasillos, me pierdo, busco, caigo, me arrastro, me levanto, subo escaleras, salto por los huecos de los ascensores y salgo finalmente al sol y a las montañas cercanas,  a la carretera y a la camioneta.

A veces pienso que ya no vivo bajo el sol, que sigo allí en Cybersin, en su cripta.

A veces creo que estoy de este lado de un remolino de tiempo, cuyo centro es lo que pasó en Cybersin: lo que me pasó a mí y lo que había pasado (o estaba por pasar) décadas atrás.

A veces lo sueño, a veces me pregunto qué dije en el documental, qué nos entendieron, quién leyó entre líneas. Me han dicho, por otro lado, que nada quedó dicho entre líneas, que en el fondo no dijimos nada, o nada que no se supiera ya, nada que no fuera trivial. Cualquiera diría además que vivo mi vida, que salí del búnker, del pueblo fantasma, que volví a Santiago y de allí a mis días de siempre.  Pero en sueños, en algunos sueños, he sentido que no es así, que quien volvió no era yo o no soy yo, como en ese cuento que contó Federico Stahl.

En el documental debimos haber dicho que para los Stalkers Cybersin se había despertado a la consciencia y, en los instantes previos a ser destruida por Allende –o por las fuerzas que actuaron a través de ese último Allende que ya no era Allende, ni era socialista ni nada más que un viejo loco y moribundo, al que sucederían, como suele ocurrir, tiranos peores para la ruina de Chile– abrió un portal a otro universo o a otra galaxia o a otra dimensión y, por un instante, seres de ese mundo pudieron llegar a la tierra para volverla a su imagen y semejanza y así destruir todo lo que hay de humano en nosotros. Y debimos agregar, en el momento preciso del relato, que nada de eso sucedió finalmente, que la contaminación quedó contenida en el complejo Cybersin, sepultada entre pasillos y laboratorios, entre túneles derrumbados y cuartos inundados, entre computadoras de tarjetas perforadas y bancos de datos de cinta. Que los Stalkers saben dónde están esas criaturas o sombras de criaturas, que allí todo –ese instante definitivo en que Cybersin abre una puerta y alguien o algo la destruye– está por suceder o acaba de suceder, y así será, y así habrá de haber sido, siempre.

Y ya no supimos de Federico Stahl. Quizá en ese último momento, haya pasado como haya pasado, su resistencia falló. Su negativa al cambio. Su impermeabilidad al parásito.

O quizá todavía vive, parte de él, algo de él. Quizá basta con nombrarlo, hacerlo protagonista de esta historia, ya no del documental (nos abstuvimos de nombrarlo, en realidad, como de contar la historia que él nos contó, y sólo usamos sus grabaciones como fuente de imágenes y explicaciones, elegidas con cuidado) sino de estas otras escenas arrancadas de mi vida y mi memoria, esta trama de voces que no se entienden entre sí ni yo las entiendo a ellas.

Me gustaría, eso sí, volver. Sé que no voy a hacerlo, que el viaje debe seguir su curso y yo no debo bajarme del barco para internarme en esas junglas, pero a veces fantaseo con la idea y vivo esta historia en mi imaginación, ya sin Gonzalo ni Gimena –quienes pronto dejaron de trabajar conmigo y no me acompañaron a mis destinos siguientes, mi retorno a Onagawa, mi expedición a Eniwetok y después la incursión fallida a Sujoy Nos–; imagino volver solo a la ciudad tenebrosa y mezquina de Santiago de Chile, buscar un nuevo Stalker, dejarme llevar a Cybersin y huir entre los pasillos una vez más. Quizá allí lo encuentre, entonces, cuando haya olvidado dónde está el barco, una vez más, entre los árboles, como en mis sueños, siempre un poco él, siempre un poco otra cosa, siempre a punto de haber vuelto. O quizá, por qué no, habré de encontrarlo al final del camino, en Punta de Piedra.