Buceo lo silvestre a la manera
en que andaba buceándolo Gutiérrez.
Busco en el cielo tibio del octubre
aquél de mil nueve sesenta y nueve
donde las cigarras se amontonaban
a verlo dormitar entre eucaliptos.
O lo sigo a la hondura del altillo
donde rumiaba poemas en silencio
y buscaba incansable la manera
de que la paz llegara con la liberación.
Después oigo sus gritos, tantos gritos,
de los que el silencio prefirió no hacer eco.
Así que van de barrio en barrio en alaridos
pasando como pasan los motores
y vuelven a pasar y nunca pierden
el ronroneo, la brutal estridencia.
Trece balas calibre treinta y ocho
—él veintidós setiembres y tres cuartos—
quisieron sosegarlo, enmudecerlo.
Y él se puso de pie,
miró a los asesinos a los ojos:
esos que van y vienen por las calles
con caras de acá nunca pasó nada.
Y siguió diciendo:
Trataba de enarbolar a mi cuello la bandera del amor
pero vino un grito, que despertó mi ciudad y la policía
corriendo me baleó todo el cuerpo y aquí estoy
frío
quieto
duro
horizontal
mirando con los ojos
abiertos
tu sonrisa
de piedra
y tu corazón
de hielo.
(una ola me moja los pies mientras me llevan)