Tres fragmentos de HISPANIA HELP

Cap. 2) Vila-Matas no es un genio

  Me fui de El Profetón un jueves lluvioso de marzo, tras decidir de común acuerdo con Claudio que no podíamos seguir. La esposa, los hijos; la literatura, ni siquiera ficticia proporciona mejores argumentos. Como notera, tampoco sentí que tuviera nada mejor que dar; una vez que se aprende lo básico, escribir es tan aburrido como cualquier otra actividad. Qué sentido tiene seguir inventando autores, o peor, hablar de los que se inventan solos.

Entretanto, mientras lo que dudo en definir como historia de amor pasó, murieron mis padres. Lamento incluir esta noticia de golpe, pero así es como ocurre las más de las veces, de golpe. No, siempre ocurre de golpe, incluso si están en un asilo putrefacto esperando la llegada. Pasé a ser dueña absoluta de una casa que se agigantó de golpe también, al mismo tiempo que a veces las paredes parecían estrecharse demasiado y me provocaban asfixia. Absolutamente todos los objetos de la casa se volvieron enemigos. Menos la luz, que debía estar encendida todo el tiempo y en todos los ambientes a la vez, porque pasar de uno a otro en la oscuridad era equivalente a atravesar un cementerio. Pero dejemos esto, es por la propia vida que hay que llorar. Excepto por los meteorológicos, todos los pronósticos se confirman.

El caso es que sin trabajo y sin familia, las fronteras se abren. Pensé que podía alquilar la casa y largarme a otro país a probar suerte. Casi nunca resulta pero casi nunca uno hace las cosas para que resulten, sino para no morir de aburrimiento. Mi Mejor Amiga quería que no me fuera más lejos que a Buenos Aires, para tenerme cerca, dijo. ¿Pero Buenos Aires no es una Montevideo más grande? Y si no pasás por la televisión ¿triunfás también? Esas dudas que te carcomen no me las iba a quitar a los cuarenta. Buenos Aires quedaba descartado por demasiado cercano, igual que queda descartado coger con un amigo solo porque está ahí, cerquita. Para tentar al fracaso otra vez, tentarlo en grande, dándole incluso la posibilidad de que los aviones caigan o te redireccionen en la aduana. Mi ascendencia italiana me aconsejaba Roma. ¿Pero Roma? ¿A qué? ¿A visitar la tumba de mis abuelitos? ¿A trabajar en una pizzería? Ya la palabra Roma me detiene como una dificultad cósmica, leo Roma y pienso en un imperio marchito, en gladiadores peruanos, en Anita Ekberg. Por otra parte, mi ascendencia española me aconsejaba Galicia, Santiago, la Costa de la Muerte. Tuve una iluminación: que en España hallaría la paz, prosperidad, ilusión, felicidad, sosiego, que toda vida busca.

Con todo, y aunque el reinado borbónico parece serio y sin restos de sangre inglesa adúltera, ya hubo un suicidio cerca de la realeza, y no me fío para nada de que entre andaluces y catalanes no se arme una gresca cualquier día de estos. Si me preguntan, entre dividir y unificar, unifico. ¿Dónde escuchó alguien que Texas o Arizona quieran la independencia? ¿Que los Grandes Lagos quieran desanexarse? Silenciosos y a lo suyo como una pista de hielo. Me gustaría ir a Canadá o a Finlandia o Dinamarca, países calladitos. Me imagino a sus habitantes como personas que no te rompen las pelotas pidiéndote dos pesos para el boleto, ni dejan cagar al perro delante de tu puerta, ni tiran la basura desde el sexto piso a la calle, ni se cuelgan del tendido eléctrico para no pagar al Estado, ni le agregan agua al vino para venderlo, ni se hacen pasar por indigentes para obtener ayudas estatales, ni mucho menos dan una declaración de bienes falsa de la a a la z, ni te caen a comer de garrón sin traer un detalle, ni se niegan a pagar la medianera de un muro, ni te fulminan con un perfume para robarte, ni te piden una ayudita para darle leche a sus hijos siendo que tuvieron de sobra para hacerlos, ni se dejan coimear para apresurar un trámite, ni fingen una enfermedad para no ir al laburo, ni hacen huelga de hambre para salir en los noticieros, ni grafitean los monumentos, ni siguen hablando de izquierda revolucionaria, ni se quedan con un vuelto mal dado, ni viven esperando una quiniela, ni salen de la cárcel sin cumplir toda la condena, ni hacen llamadas privadas de un teléfono estatal, ni mandan a limosnear a los hijos, ni cobran sin trabajar, ni tienen caries.

Una aclaración, porque nunca falta un descubridor de la pólvora o un malintencionado o un Harry el Sucio cazador de plagiarios: no estoy copiando a Fernando Vallejo. Que usted crea que me quiero parecer a él es otra cosa. Lo que pasa es que a veces pensamos igualito, pero lo meritorio es que yo soy una todavía joven desempleada uruguaya y él es un rico vejete maricón con pinta de galán y colombiano. Y Colombia, pura droga: yo creo que en Uruguay se empezó a hablar de pasta base desde que estrenaron La Virgen de los Sicarios, y desde entonces policías, sociólogos, abogados, jueces, aseguradores, informativistas y funerarias han tenido más trabajo. Todos, menos yo.

Sería España, entonces, la tierra donde Vila-Matas ejerce sus dominios de conocedor de escritores negados. No niego que cuando comenté para El Profetón Bartleby y compañía ni conocía a Bartleby ni a la mayoría de los “acompañantes” y ni que hablar de Vila-Matas, porque contra lo que creen las sociedades “progres”, las Facultades de Letras no son manantiales de sabiduría e información. Además, yo dejé la Facultad por una zapatería, y en Literatura Española no pasé de Martín Santos y su primer tiempo de chabolas. No tengo muchas expectativas y no se empieza de nuevo, pero las aerolíneas no existirían si el mundo pensara igual. Una vez que uno es hijo de inmigrantes, vive sobre un puente siempre, cuando no debajo. Menos mal que no soy paquistaní ni me voy a Francia. A veces hablo con mamá y le digo: nada de bajar la cabeza, nada de lavar pisos, ni guardar pesito a pesito bajo el colchón, ni zurcir bombachas ni tomar agua del grifo ni ahorrar en desodorantes. Ahí están mis abuelos y ella misma para decir a qué parada lleva ese ómnibus. Imagino que me sonríe con sabiduría cuando le hablo así.

Igual, no es mala leche, pero adivino las piedras en el camino. Porque el locatario es así: te la complica, le tiene pánico al recién llegado. Lo sé porque a mí me pasa y no salgo casi nunca: cuando voy a la Ciudad Vieja y veo tanto chino y vietnamita y coreano me pregunto qué vienen a hacer acá. Ni siquiera aprenden el idioma, te hablan en inglés como si esto fuera un protectorado británico. Y no. Lamentablemente. Cuánto temo que la nueva España me trate así, aunque les muestre la ciudadanía española y me cuide del “vos” y coja esto y aquello todo el santo día, creo que los sensores de alarma de cada oficina pública y cada comercio se van a prender, y me van a gritar sudaca hasta los perros. Y vuelta a explicar: soy “urugualla”. De la República Oriental del Uruguay. El país chiquito, entre La Argentina y Brasil. “Montevideu”. El invento inglés. Ahhh. Porque hay que ver las ideas locas que circulan sobre nosotros. Está ese japonés beatlemaníaco, Murakami, que se imaginaba lagartos y escorpiones. Tendría que hacer como Amis, darse una vueltita en el verano. Y el Uruguay de Maratón de la muerte que dieron por televisión la otra noche donde lo único que parece uruguayo es Dustin Hoffman. Y Seagal, que nos trata de república bananera, qué mierda el cine. Después la gente se queda pensando que somos eso y viene esperanzada.

Pero ojo, esto lo digo acá. Nadie crea que voy a salir a hablar mal de mi patria cuando me vaya, como un misántropo vulgar, y darle la espalda a dos siglos de gloriosa historia. Todavía puedo —sin que la voz me tiemble— mencionar Maracaná, jurar que no hay postre como el dulce de leche y hacerle un altar al mate y la saliva ajena. Tengo miedo, cuando me pregunten y piense en lo que de verdad he visto, y sin embargo diga: maravilloso. ¿Mi país? La Suiza de América, como antes, como siempre. Sí, hemos tenido algunas dictaduras, algunas democracias, algún Banco quebrado. ¿Empleados públicos?: nuestra mayor fortuna, el Futuro. Más ratas que habitantes pero también más exportadores de software que habitantes, y sobre todo más escritores que habitantes. Un criadero de cerebros, los produce la yerma tierra que no da petróleo ni diamantes, la penillanura ondulante: el lugar ideal para vivir. Por eso vinieron acá mis abuelitos y mis papás. Bajaron vomitando, golpeados por el olor del puerto, con un vacío en el corazón. Eran los cincuenta, pero aldeanos al fin, no recuerdan haber visto las vacas gordas, y los catálogos del London París no estaban abiertos para ellos.

El sótano de un bar de mala muerte, la cuadra roedora de una panadería, lámparas de 25 wats, las cámaras frigoríficas y el traqueteo imparable de las máquinas de coser, eso sí, estaba esperándolos con una paciencia de la que debían sospechar. Pero no. Los aldeanos tienen eso, que van como las mulas, con los ojos cerrados a honrar el trabajo hasta caer rendidos. Todo muy triste. Pero como diría mamá, hay que ser positiva: me esperan los aceites de oliva más vírgenes, el tren bala, correos que siempre llegan a destino, jardines públicos inviolables, la burocracia veloz y educada, el equipo de las estrellas, la mejor seguridad social del mundo, los matrimonios gays, Almodóvar.

Asimilar el acento español tampoco va a ser fácil. Encontrarlo en las calles, en los noticieros, en los filmes japoneses. Ya no digo hablarlo, nunca me va a salir. Si tuviera que aprender inglés o portugués, ahí sí. Pero qué sentido tiene modificar un acento, decir uve, honrar la diferencia entre s, c y z. Como si me fuera a Chile, dios no quiera, con una mujier presidente y tratado de libre comercio con ya saben quién. O adoptar el cantito porteño de suficiencia, o peor, el corrrentino de servilismo. A los doblajes puertorriqueños ya me había acostumbrado, pero a los españoles jamás; falsos como un predicador fronterizo destruyen hasta un monólogo inglés. En estos momentos lingüísticos es cuando más amo a mi país y estoy a un paso de hacerme patriota y unirme a los treinta y tres balseros y luchar con perros siberianos contra cualquier enemigo, y gritar “yuvia” y “sapato” por toda la eternidad. Pero el sentimentalismo me dura segundos: ya hace veinte años que podía estar allá, gozando la cama con un emigrado uruguayo que me dijera al oído una canción de murga. Esas cosas unen. Hace veinte años, y hubiera terminado la carrera en Santiago, me hubiera cruzado con Manuel Rivas en una marisquería cualquiera de La Coruña, hubiera salvado pingüinos.

Hay cosas que no se deben hacer veinte años después.

Pero se hacen. Aquí ya no se puede. En las noches de lluvia fuerte abro la ventana del dormitorio e imagino que entra un rayo y me parte. Como escribir en El Profetón me liberó de toda la mierda freudiana, no pienso lo mismo que ustedes. Pero pienso. Porque también por eso uno se va de la Patria, para que los héroes y los padres y el resto de la familia y los huesos puritanos de todos dejen de velar nuestra vida erótica.

¿Cuál es la alternativa? ¿Llegar a vieja en este infierno donde todo y todos te definen?

Cap. 5) Hispania Help

Un número indeterminado de víboras blancas, de dos o tres centímetros de grosor, permanecen enredadas en el patio de la casa, moviéndose lento unas sobre otras y siseando como si llamaran a algo. A la izquierda la pared de un galpón viejo arroja sombra sobre parte de los ofidios. A unos cinco metros se abren de golpe dos persianas rosadas y asoma la cabeza una niña de seis años; se queda mirando hacia las víboras pero parece miope y tonta, es posible que no las vea. La niña lleva el pelo como si se lo hubieran cortado con una taza encima, y viste pijama. De pronto grita mamá a todo pulmón y cierra las persianas con tanto estrépito como las abrió, pero las suelta a destiempo y una de ellas retrocede con lentitud calculada, y asoma otra víbora encaramándose desde adentro de la habitación. De cualquier modo no da para asustarse porque es Lynch que está filmando y las víboras deben ser de látex accionado a control remoto o reales pero amaestradas y desprovistas de veneno. Me distiendo, aunque la niña boba está claro que se me parece, y la casa, qué duda tengo, es la de mi infancia. Entre las persianas y las víboras hay un césped mal cortado, con huellas de que quizá por mucho tiempo se ha estacionado ahí un vehículo de cuatro ruedas. Adosada a la casa, bajo la ventana por donde asomó la niña hay una cucha de perro sin perro ni señales de que lo haya habido jamás. Por lo que puedo recordar fue exactamente al revés, yo tenía perro y no teníamos auto, pero el cine se empeña en cambiarlo todo.

Vista desde arriba, la casa está situada en un campo vacío y silencioso, a orillas de una carretera. Del otro lado de la carretera hay un asentamiento, trazado a modo de laberinto y agitado por un bullir constante de pequeños seres que parecen personas pero no tengo duda parecerán gusanos en la visión final, porque este director me suena medio conserva.

A miles de kilómetros de ahí o cientos, cómo saberlo, una mujer de mediana edad vestida de jeans azules y remera negra, delgada tirando a cadavérica, camina a paso rápido a orillas de un río. Un rayo cae en el horizonte sobre el agua y segundos después el trueno; la mujer se detiene y mira hacia el agua. Una ola le moja el calzado, unas sandalias rojas altas impropias de la estación invernal, y maldice, pero no es por el agua sino porque se le acerca una pareja de ancianos pidiéndole que vuelva a casa. Pone cara de infinito cansancio y dice que no. No. ¿Entendés? No. Se dirige a uno, pero son dos. La pareja de viejos comienza a llorar al unísono, como plañideras en un velorio, pero suena otro trueno y sus sollozos cesan de golpe. Se dan media vuelta y se van, en dos o tres pasos ya se hicieron pequeñitos y una gran nube de arena los borra. La mujer sigue caminando un minuto, pero de repente para en seco, piensa que todo está mal y enfila hacia el agua zambulléndose y todos miramos el remolino, expectantes, pero no vuelve. Cualquiera sabe que eso es mentira, pero nadie pide realidad. La mujer surge de una bañera blanca en medio de un baño de azulejos azules empañados. Se incorpora y levanta del suelo una toalla con la que se envuelve. El hombre que está sentado en el wáter también se levanta, subiéndose calzoncillo y pantalón y apretando la cisterna. La ayuda a envolverse otra toalla en la cabeza. No te lavaste las manos, dice la mujer. Qué importa. Importa, sí. Más importa quién carajo llama. Siguen discutiendo así, gesticulan, ella se seca y sin vestirse (tiene celulitis avanzada, nalgas flácidas como de haber adelgazado de súbito) camina hacia otra habitación, seguida por él, que la toma de un brazo y trata de darle una cachetada que ella esquiva. Laura, dice y suena como una disculpa, pero ella se echa a reír. Soltame, se hace tarde para la fiesta. Hay una fiesta, entonces. Tengo idea de haberle pedido a Lynch que la llame Isabel, pero con suma amabilidad me anuncia que no es un nombre para esta historia.

En la chapa bronceada de la puerta dice “Juan D., Abogado”. Puede ser el tipo que está adentro haciendo pedazos el interior. Tiene pelo canoso y un ojo en compota, y jadea mientras destruye libros arrancándoles las tapas, vuelca una mesa, y rompe con los puños el vidrio de una puerta separadora de ambientes. Después arroja un florero sin flores contra el suelo, respira hondo y descuelga un teléfono blanco, digita y espera. La verdad, a este tipo no lo conozco ni sé qué hace en mi historia. Le pregunto a Lynch y en correcto gallego, por supuesto, me dice que ese es el que le provee la droga a Laura, pero acaba de enterarse que tiene cáncer y lo acosan sentimientos de culpa. Laura levanta el tubo y siente el desgarrador “mamá” gritado por su hija, larga el teléfono al suelo, corre por un pasillo y llega hasta un living donde descansan un montón de víboras blancas y Laura sonríe como si no entendiera nada. Enciende un cigarro y recita unos versos en un idioma que no reconozco, mezcla de rumano y alemán, y se pasa la lengua por los labios y se toca bajo la pollera. Tengo la penosa sensación de que Lynch no sabe qué hacer ni adónde va esto y lo único que le interesa es mostrar la cara de Laura como si estuviera enamorado de ella, y tal vez por eso no la muestra como una drogadicta pinchada, menesterosa, sucia o ninfómana, sino como una mujer de cuatro décadas de las que podría cantar sin ruborizarse un cantante guatemalteco, nadie más. Laura se ve con Juan D. en un café al que yo solía ir con Claudio en épocas de El Profetón, pero Lynch exigió que lo pintaran de verde, lo envejecieran veinte años, quitaran los espejos y le cambiaran el nombre. Todavía no sé por qué calles cruza Lynch pero no me cabe duda de que está chiflado; el arte tiene eso, que sofoca el entendimiento y si encima tenés éxito… Personalmente, no creo que Lynch tenga más éxito que Vila-Matas, ni que más de cuatro pirados aguanten cuadrarse el culo más de sesenta minutos con algo suyo, pero ahí está, dirigiendo un ejército de acólitos soñadores. Juan D. le entrega la droga en el interior agujereado de un libro de poesía de Emily Dickinson, y Laura lo mira enternecida, pero no por la transacción sino porque está colgada de ese abogadito insignificante. Saliendo de ahí el hombre sube a un viejo Mustang rojo y fuma ansioso mientras enfila una carretera con baches, lagunas de agua que explotan a su paso mojando a chicas desprevenidas o demasiado prevenidas que le gritan obscenidades y le muestran el dedo mayor. El hombre las mira por el retrovisor y le asoman lágrimas de furia. Yo quería que en la radio sonara Sabina pero Lynch no lo oyó nombrar nunca, o sí, pero dijo que no, y puso un tema de un tal Roy Orbison que yo no oí nombrar nunca, o sí.

Cap.7) El libro de la isla

Una cosa es cierta: el fracaso da letra. Fracase y escriba.

Así comencé un delgado cuaderno en el que fui escribiendo las historias eróticas —que llamo así pero no lo son porque ni a mí me erotizan, si bien las escribí contando con la manifiesta y alevosa calentura de futuros editores y lectores— de una mujer a la que llamé “Lady Blue”, que eran las mías, un tanto retocadas, retorcidas y reinventadas, como había aprendido en El Profetón que se hacían las cosas. Libre de la mirada familiar y de la académica, qué podía perder, incluso porque en el casi virgen panorama de la literatura erótica uruguaya encajarían seguro. El problema es que no vendería uno; para pobres y mal cogidos, los escritores eróticos uruguayos. A España y la Sonrisa Vertical, pues. Allá vamos, me decía. Logré leerle alguna de las historias a Carlos, que hasta se empeñó lo suyo en darme más material, pero era porque no pensaba que me diera el resto para publicar, porque no puse su nombre y porque agrandé un tanto sus atributos. A partir del décimo relato, algo empezó a cambiar conmigo.

Me acordé de aquella redacción escolar, de la historia de crónica roja que no existió y la decepción, ahora sé que fue eso, de la lánguida maestra sin hijos que creyó que era cierta. Hay que mentir para dañar y para curar también. Un domingo de 40º bajé a la rambla y viendo tanto suicida potencial caminando deprisa, tuve la visión —sí, porque en cuanto uno se hace escritor comienza a tener todo tipo de experiencia extrasensorial, pregunten a Auster— de un título para la serie y abrí el cuaderno con soberbia al lado de una parejita que paseaba un cócker negro para escribir “El crimen de Lady Blue” antes de saber que iba a haber un crimen y antes de saber cuál sería, porque si algo tiene la escritura es que puede cambiarse en cualquier momento, ir atrás, quemarse los papeles, declarar luego que se te han caído del barco, enterrarlos como se entierra el nombre de alguien para que la luz no lo encuentre.

Ahora sí, irse a España con un cuaderno de erotismo bajo el brazo ya da otra confianza, a que sí. El crimen de Lady Blue tendría que ser pasional, pensé primero, y descarté que fuera un crimen contra sí misma, porque si Lady Blue soy yo, aun con reminiscencias de la dama lyncheana, no iba tentar al destino. Tampoco iba a matar al personaje inspirado en mi único lector y todavía amante, aunque conservo sobre él esa espada. Las historias de hotel tienen eso, que despiertan zonas donde la catalepsia ya no vuelve. Fue otro clic, esta vez comiendo una cuarto de libra con queso y mirando alrededor la cantidad de gente gorda, mientras que yo, adicta como una yanqui pura, no muevo el fiel de la balanza, el que me dio la pista de varios que podrían morir para que Lady Blue superara la depresión de amar, que ya casi hacía empatar sus historias de onanismo con las del resto de los actos sexuales. Porque si no gana la consideración mundana, ni premios ni dinero ni viajes pagos ¿qué le queda a un escritor que no sea vivir a gusto en el mundo que ha creado?

Claudio Martínez y Emily ya no ocultaban su idilio, y tanto los rubios niños de uno como los gemelos alucinados de la otra iban de visita a Cristal más veces de lo acostumbrado. Los rubios acompañados por una mujer que yo conocía bien pero que ya no me tiraba en cara la piel sobrante de sus decepciones, y los gemelos de la mano de un hombre que provocaba en los ojos de Emily una huida hacia el fondo de sí mismos. Esto va a terminar mal, pensaba. Y deseaba, porque la mayoría de las veces aquello que pensamos es lo que en secreto deseamos. Con gusto hubiera llamado a la Sra. Martínez para soltar en su oído alguna información referente a horarios y regalitos, pero desde que me había propuesto la tarea de escribir, algo tan fosforescente como una moral de medio pelo se me había pegado como una segunda piel. ¿Qué hace una escritora metiendo cizaña en una pareja consumida? Quedan fuera de orden muchas cosas en el cielo de los escritores primerizos: los pequeños pagarés, la cena caliente, el odio visceral por aquellos que nos mintieron amor, las ganas de dañar como si la vida sobre esta tierra fuera lo único perdurable. La carretera está hecha de escritura. Los surtidores, los árboles, las paradas, los supermercados de comida, los baños, los atracadores, los cien cantores callejeros que gritan en el ómnibus, el muerto aplastado bajo la rueda y los viejos moribundos de las plazas, y las banderas, sí, sobre todo las banderas, se repliegan para que la carretera brille como si acabaran de mojarla para un comercial de promesas. ¿Y quién odia o sufre en medio de una promesa? Nadie. Todos ignoramos su veneno retroactivo y amargo y letal.

Así yo, escribiendo, creí de nuevo en la vida. Sin embargo. Sin embargo. A la duodécima entrega de Lady Blue, de cuya piel, sudores, fluidos, gemidos y pelos ya no tenía nada que añadir, comenzaba a sentir los síntomas físicos de los emprendimientos desesperados. ¿Qué fuerza de voluntad, qué dosis de egolatría, qué cantidad de chocolate, tenía ganas de preguntarle a J.K., serían necesarios para completar unas cuatrocientas páginas de novela publicable y vendible, de nonatos convertidos en hombres hechos y derechos, bien que tras un ciento de contrariedades, y encima y al final felices como borregos? J.K., como cualquier escritor que se precie, jamás responde interrogantes pelotudas, como no sea con mentiras, si bien una respuesta mentirosa puede servir tanto como una verdadera, del mismo modo que un pasado no vivido puede ser igual de satisfactorio o más que el que vivimos, porque al fin y al cabo, ¿quién no acaba confundiéndolos?

El relato número trece, en el que Lady Blue confiesa sus sentimientos al finalizar una sesión hard o gore, todavía no tengo clara la diferencia, terminó en una parálisis creativa. La sentí como una caída de guillotina sobre una almohada de plumas. Si habré tenido ejemplos de sobra en las doradas épocas de El Profetón, y la misma, idéntica sensación ominosa de estar ante un fraude. Pero que me tocara tan pronto. Debía de ser una parálisis creativa a la uruguaya, medular, congénita, anterior a toda publicación, notificación, difusión y archivo. Releí las Lady’s anteriores procurando motivos para seguir, relevé el erotismo mojado que las había dictado, traté de verlas con mirada de crítica —todavía me erizo al escribir esa palabra—, y busqué contestarme qué pasaría si las quemaba. No pasaría nada, pero no las quemé. Hay más cajones llenos de manuscritos celosamente custodiados que fuego en el infierno de los escritores.

Una mañana rara, desayunando en McDonald’s y tras contarme con pelos y señales sus planes de convivencia con el Gerente de Cristal, Emily me preguntó a bocajarro si estaba escribiendo. Le dije que sí, poemas. Con eso se calman las fieras; nadie envidia a un poeta y menos uruguayo, le podrán tener lástima, porque escribir poesía siempre es lo más parecido a no escribir, no fluye, no importa, no se leerá, spi. Me pregunté qué tan difícil era matar a un par de amantes.

Ese día rendí el triple en Cristal, me ofrecí a limpiar las vidrieras, llevé pedidos a otra sucursal y traté con especial deferencia a los clientes que no precisan otro par de zapatos. El relato número catorce de la serie se escribió casi solo, no voy a exagerar diciendo que fue escritura automática porque luego los estudiantes creen esos cuentos, pero es que cuando uno sabe adónde va, el camino se transforma.

Era lo que me había trancado en mi pasado exclusivo de comerciante, ignorar adónde estaba yendo; las ocho horas del trabajo que paga el diablo, pagando poco y ahogando las ilusiones en un mar de extranjería. Ahora Cristal era un lugar simple, sin promesas, un puente que solo hay que atravesar, ni rápido ni despacio, nada más cuidando de no morir en la travesía y aprovechando cada bache para llenar de historias a Lady Blue. Porque todo sirve. Ese último hombre que acaba de llevarse sus zapatos negros talla 40, importados de Italia cree él, y que me envuelve con su perfume, Man de Dior, cuando me agacho a ajustárselos y que en ese instante en que me tiene arrodillada se le ocurre preguntarme si acepto dólares, no sabe que ya está escrito. Todo lo cual obliga a que varias horas después llegue a mi casa reventada y antes de otro ritual abra el cuaderno y lea. Ayer escribí que Lady Blue compró una pistola. Primero iba a ser cuchillo porque lo pasional se asocia al arma blanca, y cortar la carne y ver fluir la sangre como una carretera, etc.; después me incliné por el revólver, pero tiene aún un tufillo a lejano oeste que puede hacerlo poco creíble y de eso ya vamos bien; al final la pistola, tan rápida, me pareció lo mejor. Y a Lady Blue también, le consulté. En rigor no la compró sino que la canjeó, y no en un comercio establecido sino a un revendedor de partes de autos de un cementerio de automóviles de los que abundan en nuestro país por tantos accidentes como hay. El crimen de Lady Blue está en marcha en mi relato y, sin embargo, todavía no tengo claro que mi personaje, esta mujer que se parece a mí, sea una asesina, no tengo claro el por qué quiero convertirla en eso, porque alguna razón habrá para que una tipa tan sensata como yo, que nació en Uruguay y vivió con los padres hasta bien entrada la madurez, y eso porque ellos murieron, que estudió y trabajó y tomó pastillas para ser mejor, decida matar a un personaje. Empiezo a ver que de la escritura no se vuelve.