(XIII) Los nietos de Maldoror

Como sus criaturas florales dejadas por escrito, nuestro autor traslada el signo de la marginalidad, se lo considera en tanto excepción y quizá redactando los capítulos anteriores, hemos incurrido en ese mismo traspié. Resulta complicado asignarlo a grupos generacionales (criterio fatigado para acomodar la obra en el montón, aritmética del denominador común más que de ecuación interactuando métodos) y revistas de vida efímera, polémicas por prensa interpuesta o movimientos orgánicos literarios -bautizados sin demasiada imaginación- en un vaivén de filiación genética y entenados posteriores.

De ser necesario enmarcarlo -con fines operativos basados en líneas sabidas- nos inclinaríamos por el fantástico rioplatense, que presenta la calidad reconocible de una tradición probada permitiendo variaciones en su interior. Arbitraria por supuesto, es pertinente conjunción de léxicos literarios geográficos o más bien fluviales; una exposición que adolece -junto a la eficacia de pruebas escritas por décadas- de una falla epistemológica (variante papel del banco inglés) en cuanto al catálogo de características inéditas, formando una construcción acumulativa maleable. Hasta este capítulo y algún apartado de este trabajo lo prueba, sólo se trata de asimilar esquemas en prioridad europeos, repitiendo acaso el esquema demográfico de los protagonistas de esa literatura; aplicar tales tesis a textos del virreinato, producidos en lugares y tiempos que litigan dos conceptos básicos de toda tipología: la realidad y lo fantástico. Ello parece doblar el esquema de la conformación social de esta región de América Latina, donde conversan -con el ruido de fondo de la correntada- Buenos Aires y Montevideo, de reconocido carácter cosmopolita babélica la capital argentina y en sintonía con episodios anómalos de la Oriental. Cierto paralelismo de cronologías guerreras, unidad de conquista y sometimiento de primeros pobladores, avatares gauchescos de la independencia, tipos humanos de la crisis campesina y la marginalidad urbana migratoria, sintonía en fiestas populares, músicas y comunidad de río: pulpería y conventillo, carnaval y cambalache, canchita de barrio y prostíbulo. De ahí también la singularidad de los elementos propios de cada orilla de esa literatura, que se resuelve en la dramaturgia biográfica de los autores; como si más importante que la posible crónica de una literatura, lo fuera una historia natural de los escritores.

Todo estudio sobre la obra narrativa de FH, tiene algo de acercamiento precavido por temor al zarpazo e hipótesis provisional de trabajo a demostrar por la exégesis posterior de los que vienen atrás. Zafa de una comunidad uruguaya tal como nos agrada definirnos y parece otro comparsa de Augusto Remo Erdosain, recupera para la ficción la música ciega de Clemente Colling y los pacientes que driblearon a Dr. Bernardo Etchepare en las veredas montevideanas.  El equívoco más frecuente tampoco parte de textos suyos, tan heterodoxos desde las primeras publicaciones, sino del modo de lectura que todo lo cambia: de la misma manera que inventó un sistema taquigráfico indescifrable, el oriental exige otra estrategia de lectura y esto que parece una condición casi excluyente, es un aporte de interés. El desafío transita de la obra a la crítica, como si una sociedad -mediante extraños mecanismos velados- hubiera generado anfiteatros a la intemperie y códigos cifrados, requiriendo la invención de una teoría nominativa propia; demostrando la insuficiencia de la pronta aplicación mecánica de sistemas analíticos preexistentes en cada investigación.

Un posible trazado estaría en buscar lo excepcional no considerado en tanto objetivo final, sino en tanto redefinición lo que se entiende por realidad en esta barriada del planeta; atendiendo que las tesis, principios, leyes, protocolos e hipótesis del mundo literario, están más cerca -por ejemplo- de las fuerzas magnéticas telúricas que de otras, las exploradas en laboratorios clásicos donde incertidumbre e interferencia son reducidas a cero.

Previo a alcanzar el desarrollo de nuestra dirección probable, se debe transitar -conociendo, asimilando, discutiendo, reteniendo y saliendo- por dos nociones de fortuna crítica en mis años de formación; que utilice en los cursos por su versatilidad comunicativa y podría sugerir con finalidad pedagógica. Si bien ahora lo haría con objeciones prudentes por cierto dejo de insatisfacción, en tanto circunvalan la unidad y proponer en alternancia complementaria la fricción creativa con otros sistemas narrativos y códigos estéticos.

Una es la noción de “raros” que propuso Ángel Rama hace algunas décadas, estudiando un dominio particular de la narrativa uruguaya; como con algunos nociones de la filosofía, entiendo lo que se quiere decir y adhiero en principio. Cuando intentaba formularlo, sin embargo, me hallaba en dificultades, debiendo apelar llegado el caso a un gabinete de excentricidades aproximativas que convenza por acumulación. Me agrada ese gusto por la diferencia que insinúa lo raro, una excelencia sin decirlo, la complicidad entre entendidos, un club exclusivo, salida de la teoría del conjunto por la pista de la marginalidad canalla o la belleza clasista y predicando una epifanía textual que puede prescindir de argumentos metódicos. Narrativa de raro o poesía de jóvenes, literatura femenina sin más, parecen criterios donde la obra -en lugar del abrir andariveles hacia territorios desconocidos sin importar sexo ni edad- se contenta con la servidumbre de ponerle relato a nociones elaboradas en otros dominios del pensamiento. Era una impresión que suponía confidencial, hasta que leí un estupendo artículo de Hebert Benítez Pezzolano en la revista Telar (59); el profesor compatriota, con la delicadeza del caso, traza el itinerario de la noción en el cruce decimonónico a las vanguardias y avanza una elaborada caracterización del elenco textual retenido por el crítico pionero de la ciudad letrada. El título de la ponencia es casi el cuento preciso de una noción personaje: “Ángel Rama y los raros. Ascenso y desvanecimiento de una categoría.” Ahí está escrito y argumentado -mejor de lo que yo lo pudiera intentar ahora- lo que hace tiempo era una sospecha. En el caso de Felisberto, admitir la rareza puede ser un grado cero o el primer movimiento de las piezas sobre el tablero crítico, pero es luego en el desarrollo de la partida cuando las cosas se complican.

Una segunda noción interesante, sobre la cual es imprescindible detenerse es la de literatura menor, que analicé en “El cazador Gracchus amarra en Montevideo” (60). El paradigma retenido para invocarla por el elogio, es la obra y figura de Kafka o la forma cómo una nación pequeña -geografía, raza, religión…- se inscribe por mandato de originalidad en una lengua mayor; los esfuerzos que requiere de inventiva literaria de escritura, para que las declinaciones de la lengua sumisa y los relatos de la tribu sobrevivan. Los teóricos Félix Guattari y Gilles Deleuze, en 1975, escribieron su ensayo ineludible, que cité en abundancia y en especial el capítulo V (61). Ellos consideran la denominada “literatura menor” manantial secreto de la excelencia renovadora, dependencia que se vuelve fuente de originalidad y ciertamente los ejemplos rescatados son convincentes. Dada la situación histórica de Uruguay, a lo que se suma la sociología de su literatura la tentación de analogía es grande. El país reúne condiciones ideales para recuperarla; lo hice como ejercicio estimulante y creo que se puede seguir usando como plataforma anexa en la tarea docente. Si ahora la evoco para explicar a Felisberto en tanto docente de secundaria, debo considerar al hacerlo una objeción de peso y leída en el formidable libro de Claudio Magris “Danubio”. El autor recorre pueblos y ciudades, literaturas y arte captados en esa encerrona histórico lingüístico y potencialidad frustrada que se denomina la Mitteleuropa siguiendo una corriente fluvial. Definir un mundo cultural asociado a un río tiene algo de hipnótico que nos interpela de continuo. Magris nos advierte desde el muelle crítico, sobre una trampa emboscando la literatura menor; son exageración elogiosa, introspección obtusa y autosatisfacción. Dice el escritor italiano: “Quien ha estado largo tiempo confinado en el papel de menor y ha tenido que dedicar todos sus esfuerzos a la determinación y a la defensa de su propia identidad, tiende a prolongar esta actitud incluso cuando ya no es necesaria. Al mirarse a sí mismo, absorto en la afirmación de su propia identidad y cuidando de controlar que los demás le rindan el debido reconocimiento, corre el peligro de dedicar todas sus energías a esta defensa y de empobrecer el horizonte de su existencia, de carecer de señorío en sus relaciones con el mundo.” (62)

Circula en el dominio del Rio de la Plata -tan diferente a otras imaginerías calientes y tropicales del continente narrativo- una manera peculiar de contradecir las nociones de tiempo y espacio. Quizá por ello la tradición rioplatense al respecto es una versión más asordinada, conformada por oleadas sucesivas de inmigrantes, portadores a su vez de formas laterales de culturas que los lanzaron a ganarse la vida en la segunda orilla del Océano. Distinta, por tanto a la resultante por acumulación consciente de varias generaciones cultivadas en una tradición universitaria; cómo pudieron y pocos, criollos, españoles por regiones, italianos, polacos más tantas otras etnias venidas del envolvente imperio otomano, debieron levantar una cultura nueva de emergencia. Experimento histórico social literario, donde al recuerdo legado de tradiciones populares de los ancestros -dejadas atrás excepto en la memoria activa- se imponía la obligación de comunicar de forma diferente, inventando lo básico inexistente desde casi nada. La destilación literaria de esos alambicados procesos carece de la exuberancia cósmica de soles adorados y lluvias torrenciales propios a lo real maravilloso. Desde las formas musicales a los cultos del amor y la muerte, los hábitos de escritura y la relación con el habla social, se conforman asedios al instrumental con resultados concretos inusitados; siendo distinta la condición de escritor en relación al poder y posibilidades de protagonismo social. Alcanza con recordar el caminar de Jorge Luis Borges, el destino gris de José Enrique Rodó, el deambular por las calles de Montevideo de María Eugenia Vaz Ferreira, la muchacha que también interpretó al piano los nocturnos de Chopin.

Se conforma así con el paso del tiempo y una interacción de escrituras la tradición compartida de reconocimiento bastante tibio ante la economía de otros interesas. Esa cédula de identidad está firmada por nombres como Horacio Quiroga, Roberto Arlt, Julio Cortázar, Jorge Luis Borges, Macedonio Fernández y el polizonte Conde de Lautréamont operando a manera de brulote; que en el siglo XIX intuyó que las máquinas de escribir combinan con paraguas sobre mesas de disección, lo que tiene efectos sorprendentes. Con ese peculiar adolescente comienza un intercambio fecundo de mitología populares -en especial con París- que van desde las artes amatorias pagas y las bebidas verdes, hasta la casa doble donde nació Gardel; ese cruce tiene en el cuento “El otro cielo” de Cortázar su metáfora imborrable. Lo diferente y rioplatense es la confirmación literaria del territorio a devastar/construyendo es una apoyatura joven de pensamiento y con arrugas prematuras. La traducción de filosofías sistemáticas obliga a deducir cosmogonías del arte y el espíritu de la creación se refugia en la literatura: Rayuela, La vida breve, Adán Buenosayres, La mujer desnuda, El caballo perdido, Glosa. En ese entramado literario (donde coexisten nostalgia de la patria paterna, anclaje de poesía popular tanguera, debilidades humanas y la muerte) está la cosmovisión rioplatense asumiendo formas propias a la hora de confrontarse con lo fantástico. Una doble función literaria y reflexiva que -como sucede con otras culturas- carece del espejo testigo de la producción filosófica autónoma en sintonía. Habiendo tantas dificultades para asumir o aceptar qué cosa es la realidad, puede parecer pretencioso conocer en forma pormenorizada las modalidades en que lo excepcional desvela y moviliza. Esa modestia de sistema conceptuales y referenciales propios, que incluye una filosofía del lenguaje, sin bien hay una riqueza de estudios gramaticales, nos inclina a considerar lo fantástico rioplatense como vía de creación conceptual y gabinete imaginario iniciado al interior del propio lenguaje; en el caso de FH surgiendo asimismo del continente musical. Incertidumbres al momento de escribir, dudas en la percepción y aberraciones tras la caza de nuestro propio minotauro, comienzan en el uso de la palabra. Cierta desaprensión o inexperiencia de considerar el lenguaje instrumento/método para pensar el complejo realidad en términos objetivos filosóficos, logra que lo fantástico emane de la palabra misma; más que en la indagatoria de fallas de leyes naturales exteriores, más que de la ciencia de accidentes, más que de la Clínica de pacientes, más que de Enciclopedias de los libros sin tapas. El lenguaje literario -por esa razón- se potencia sumiendo la doble responsabilidad de la función cognoscitiva y estética. En el gesto mismo de narrar -desde la inspiración botánica bajo tierra hasta el instante de la voz cantante que cuenta- está la búsqueda -despiadada, angustiada y marginal- de la condición humana.

El Rio de la Plata pudo movilizando las orillas, generar una música popular con resonancias metafísicas y entreabrir rendijas de lo fantástico. Bailar el tango -la distancia entre coreografía del modelo platónico y tanteos callejeros de la gente mayor- es más que una reiteración folklórica del ritualismo sensual o metáfora danza del coito y mitos ancestrales de la soledad masculina sin raíces: es nueva danza en el andar de los sin patria exigidos del movimiento perpetuo; rugidos por inventar una cultura distinta que aquello que los desplazó, funcionando como antídoto de la vivencia de soledad óntica. Imposible de comunicarse: el vecino de la casa de inquilinato sólo escucha dialectos, otra lengua balcánica llegando del pasado y en proceso de olvido. Las categorías fantásticas en la literatura rioplatense, son el rescate de tumores detectados en el trance de mimetizar la realidad urbana y que se problematiza un grado superior con la llegada de cada barco. En todo caso, esas rarezas nunca fueron presentadas con el orgullo o de una realidad que sofoca la ficción, sino con el recato apropiado para sobrellevar esa vivencia en común. Lo fantástico es más hallazgo que denuncia dificultando la taxonomía de la narrativa que aquí consideramos; donde lo extraño deserta el proceso de culturalización para buscarse en la sorpresa de una continuidad sin estridencias.

Lo fantástico rioplatense, aquí intuido por un músico pianista, marido profesional, empleado público, escritor con autoestima y sin poder trasciende la taxonomía amplia de lo rareza. En FH el misterio, lo extraño y lo otro difuso ronda cerca nuestro; sabiéndose requerido se vuelve cauto, alquilando pieza en conventillos de Montevideo o quintas mansiones de barrios suburbanos, se disfraza de recitador y memorioso de Ateneo provinciano o bandoneonistas ensayando “El Marne”, preparan mate en un patio en camiseta oyendo el canario de la vecina, se diluyen entre amigos estancados en pantanos de la memoria. Todo induce a la transferencia de lectura activa y participante, una invitación a lo fantástico literario que previene sobre las trampas invisibles de nuestra realidad cotidiana; por esta vez, la falla permitiendo pasar al otro lado del espejo, está en alguna entre las 88 teclas del piano. Se trata en el final de repetir las gamas sin entreverar digitación y así continuar la lectura de la partitura, hasta dar con el acorde adecuado al tono Felisberto.