la ofrenda

Sobre “Santos I, II y III”, de Jorge Medina Vidal (Harpya destructor o un objeto de poesía o la copa o séptimo libro o la odalisca en receso o la señora electa, 1969)

Santos I

Repaso las figuras de los santos.

Acaricio el ambiente nocturno que los proyecta

arriba de mis ojos.

Reparo en sus puntillas

en el rojo manantial de sus ojos

en sus actitudes de almohada que cercenan

dolores y esperanzas.

En sus manos que resecan las sábanas

y dejan una sinuosa línea de mortaja

en imprevistos pliegues.

Los tengo por racimos de otoño

cargados de perfumes

y los huelo en silencio

y los dejo

en sus cajitas luminosas o me vuelvo al combate.

Y cada vez me envicio más de ellos.


Santos II

No puedo hacer en silencio mi labor en el día.

Pero en la noche atiendo a los santos entre

la vastedad de sus puntillas,

elegidos para el vasto silencio.

Alargo gritos y todo me transmito

en voces aparecidas a destiempo, voces

que sirven de locura.

Hasta que llega el verso como una matanza

o un esquema de noticias que otro me dice

y me siento castigado con una voz novísima

a la que me obligan.

Los versos son más frágiles que el vidrio,

pero perduran como aquel parpadeo

que a veces llega

transformado en la propia sombra del

alma y su grafía.

No sé nada común de este pozo atmosférico

en que nado,

no llevo monografías del silencio

o del habla,

no planifico las colectividades.

Delante de mí se levanta la columna de fuego

en el profundo desierto.

Vago entre los arcos alados del templo

y por los bajos cimientos de los desperdicios,

semejante a la serpiente deseosa de coincidente locura.

Muevo las orgullosas plumas de mi cuello

sin preocuparme nunca por los ecos

y sólo

porque no puedo hacer en silencio mi labor en el día.


Santos III

El ánimo observador,

el ánimo ardiente como una brasa

que se consume

y que el necio juzga como energía dilapidada.

En esta noche vuelve sin estridencias

a recuperar pensamientos idos

y a ordenarlos azules

o divinos

porque vuelven en estado de fruta.

Entonces encuentro a la noche

como un alto animal puro y transitable

donde todo se ofrece a manera de rito

y la noche o el mundo contagiado de noche

es como el torso de un atleta

húmedo

y que nunca hubiera pensado en su vida

algo que fuese distinto a una ofrenda.

Avanzamos hacia la ofrenda

como las mansas creaturas

convocadas a la perfección de ser espejo.

De las manos salen caricias

como mensajeros que palpan el viento

y el agua deslizándose

y la firme respiración de Dios vigila atentamente

desde su altura o profundidad,

respondiéndose eternamente que todo es bueno.

Y entonces, Pablo, al que escuchaste

en la puerta de la Mansión que creías limitada,

te contesta

con su vieja voz barbada de Judío despierto:

en Él somos, estamos y nos movemos.

Y entiendes lo que quiso decirte

mientras te inclinas con actitud de flor

que ha cumplido su primavera

y esperas.

19 de septiembre de 2018

Es la habitación. Una cama, las paredes altas, cortinas que dejan apenas pasar la luz artificial de la calle. Es de noche. Es la noche. Esa luz, como de cinematógrafo, les da a moverse sobre la pantalla, el espacio del aire que se hace denso frente a los ojos. De ahí llega, como una lluvia suave, la palabra para decirse, la descarga de energía a la mano, el murmullo que traspasa siglos y sigue comunicando, que le dice a la hoja que hable. De ahí llega, en el repaso de su blanca perfección, el sueño. El verso como noticia, el poema que se acerca de improvisto y se posa sobre nosotros como un pájaro, y que habla en el corte con el día, en la paciente oscuridad. Están ahí, cuidando, amenazantes, la última cruz sobre la cabeza, con sus telas y sus perfumes, transforman la sábana en mortaja: son las voces altas de la poesía, que se dejan ver por entre los rayos de luz que irradian sus ojos. Son la cadencia que habla por nosotros, que levanta el cuerpo y lo encuentra, que corta lo vulgar y nos transporta, livianos, al tiempo inmóvil de los ritmos nocturnos. Medina Vidal alienta el paso libre de ese torrente místico, oye los designios de los siglos, se deja disolver en la acuosa perfección de la pureza, se mira en los santos como en ejemplos, con la certeza gozosa de la soledad y de lo que falta. Entrega negándose todo a ese altar, se da a la sombra como a la escritura y presta atención a sus temblores. Es la voz de mando, la orden que se suelta ante nosotros, que nos resignamos a doblar el cuerpo sobre el escritorio, a herirnos y a salvarnos. A escapar de las horas del trabajo, de la jornada, en un júbilo con las cosas propias, un reconocimiento en lo otro de las palabras que no siempre nos es dado comprender, algo que se abre solo en silencio en el tiempo más lento. Ahí está el encuentro, un regocijo que se siente en el templo del pecho, el entusiasmo delicado de la comunión.