Sirena con luna y estrellas

Sirena con luna y estrellas

   Fue en el mostrador del restaurante Jauja, allá por principios de 1980, cuando escuché esta historia. Es probable que no sea cierta, pero eso no interesa. Reconstruyo lo que un pintor habitué del lugar contó en un mediodía de invierno mientras tomaba un aperitivo. 

   Empezó diciendo que en 1956 vendió o regaló toda su obra y se fue a Europa. Por lo que aclaró, quería encontrarlo al genio absoluto de la pintura, al Invasor Vertical, como lo llamó John Berger, y plantarse ante él para lavar los antiguos desaires que una vez le hizo al maestro Torres García en París. Según sus palabras, era una cruzada privada, absurda e inútil o la justificación de su necesidad de huir de la chatura que lo rodeaba.

   Se quedó casi un año y recorrió España, Francia e Italia, gastando sus ahorros y trabajando ocasionalmente en bares, como mozo y limpiador de letrinas. A mediados de julio llegó a Cannes y enseguida se aplicó al asedio de la Californie, la famosa finca del pintor. Durmió en la calle con tal de verlo siquiera de lejos. Una vez lo detuvo la policía y pasó la noche en un calabozo; pero no cedió en su empeño. Hasta que una tarde el genio salió de su refugio en un automóvil enorme. Lo manejaba el torero Dominguín, uno de sus amigos famosos. Les gritó un saludo, pero ni siquiera lo miraron. Tenía una bicicleta y los siguió, pero a las dos cuadras ya eran inalcanzables. Ese día abandonó el sitio de La Californie.

   Ahora viene lo increíble. Semanas después consiguió trabajo en la playa de Antibes, en un puesto de helados. Una tarde, cuando el sol casi había bajado y los veraneantes se iban de la playa, vio a su asediado caminando por la orilla con su musa de entonces. Detrás de ellos, un poco retirado, venía alguien con un canasto de merienda y una sombrilla enorme: era un sirviente. El pequeño ogro –así lo llamó- vestía una camisola roja y unos pantalones blancos remangados a media pierna. Llevaba un sombrero de paja y lentes negros. La mujer era alta y muy joven. De pronto se detuvieron y el pequeño hizo una extraña pirueta, como un niño jugando. Dijo algo en francés y la mujer se rio con ganas. Entonces el genio sacó un cuchillo de la cesta y empezó a dibujar sobre la orilla de arena oscura y todavía húmeda. Se movía con rapidez, agachado y luego se retiraba, miraba y agregaba trazos mientras la mujer lo aplaudía y el sirviente esperaba inmóvil con la enorme sombrilla abierta. Por fin terminó y estampó su firma en la obra. Después los tres siguieron caminando sin saber que alguien interesado lo había visto todo.

   Cuando el testigo llegó al lugar alcanzó a contemplar el dibujo: una sirena de gran cola y una media luna con los cuernos apuntando a un cielo con estrellas. Debajo decía Picasso, con los trazos habituales. Pudo disfrutar la obra unos instantes más hasta que una ola barrió la orilla y borró todo.

   Al final de su relato, el hombre del Jauja contó que desde esa tarde ya no le interesó más asediar a Picasso. Dijo que tenía derecho a pensar, aunque pareciera absurdo o vanidoso, que el maestro hizo ese dibujo para él y que con ese gesto quedó resuelta la cuestión entre ambos. Fue una manera de firmar la paz, de superar un viejo encono. Después del cuento, apuró su bebida y se fue.