Como tantas otras de mis últimas vivencias, creo que lo escuchado provenía del espectro de la soledad sitiándome. A pesar de los múltiples análisis de todo tipo a que fuera sometido durante tres semanas, el médico tratante seguía sin saber las causas reales de mi comportamiento. La medicina conocida hasta el presente era inepta para diagnosticar sin márgenes de error mi sensación persistente y desagradable de sentirme perseguido por fuerzas extrañas. Un temblar súbito, el sudor espontáneo cuando camino por calles conocidas, el hallazgo de miradas desconocidas, gestos de desconfianza y objetos hostiles que hasta su aparición me resultaban indiferentes. Para esos síntomas oscilantes descubrí que ningún laboratorio tenía comprimidos o inyectables eficaces capaces de poder una mejoría en tres días; tampoco las hay para contrarrestar las ganas crecientes de vivir en soledad, la coacción de encerrarse buscando recobrar un tiempo otro, el ritmo interior demasiado personal como para ser compartido.
El sol de noviembre anunciando el verano irritaba mi espíritu, los ruidos ásperos de la ciudad activa me resultaban odiosos. Estaba viviendo -según complotaban y por mi bien los conocidos- un mal período de la vida, etapa negativa que deseaba superar lo más pronto posible; sin desarreglos visibles lo organicé sin molestar a nadie, decidido a evitar tranzar concesiones de ningún tipo. Me negaba el disfrute de la libertad propiciando el encierro, necesitaba estar en casa el mayor tiempo posible haciendo durar la expansión de los relojes. De día dormía con ayuda de pastillas –para eso había comprimidos a granel en las farmacias, como si el insomnio con angustia fuera la peste preferencial de nuestra época- que suprimían del radio sensible molestos hijos de vecinos, vendedores de diccionarios en mensualidades y motoristas insensibles. Busqué con insistencia los ruidos salidos de la noche, su silencio parecido al de cárceles y sanatorios; cuando la frenada de un taxi lejano puede ser también el guardia nocturno arrastrando los pies, una camilla despintada donde transportan a la morgue un muerto reciente.
Mi madre hubiera dicho que estaba necesitando un retiro espiritual, mi padre que debía trabajar seriamente pensando en el futuro y dejarme de pavadas. De ellos, que se fueron hace un tiempo considerable me quedaban dos herencias: cierto torbellino de preguntas ante la conciencia de una muerte rondando y una renta pequeña, gracias a la que me bastaba llevar un par de contabilidades en casa para sobrevivir. Un sistema de vida ascético sin divinidad a quien encomendarlo en ofrenda sacrificial, permitiéndome salir una sola vez a la semana para recoger el trabajo acumulado y regresar a casa lo más pronto que pudiera. Ahora que Marta finalmente me abandonó –decisión inteligente de su parte y oportuna para mis planes- estoy tranquilo. Ella me acompañó lo máximo que soportó y algunos tramos más, esperanzada de que un milagro secreto lograra en mi un cambio radical. Lo intenté eso de mostrarle un milagro sin que fuera suficiente; por el contrario, los retoques incorporados cada tanto terminaron por arruinar su frágil salud y demolieron lo poco que quedaba de su sentido del humor. Tal como estaban las cosas entre nosotros, intentar un gesto de cariño para retenerla hubiera sido un acto egoísta de mi parte.
Poco a poco dejé de llevar contabilidades a domicilio, que comenzaban a pesarme con su imperativo del asiento diario y el balance cada lunes que amanece. Es increíble con lo poco que un hombre puede vivir cuando se lo propone, más si evita enfrentar las tentaciones salteadas del mundo publicitario por correspondencia y las pulsiones frustrantes, el entusiasmo de conocidos y programa -con mente contable de comienzo de siglo- un balance de ferias, almacenes barriales y supermercados. La impresión de estar equivocado se volvió un grato sentimiento de bienestar y concretando un cambio completo decidí cambiarme de ciudad. Me mudé a una ciudad extraña de las que abundan en Canelones apenas cruzado el puente sobre el arroyo Carrasco; sin ninguna reputación ampulosa como Montevideo, parecía la capital en la zona de chacras pero siendo otra y que me brindó, luego de una búsqueda intensa un barrio tranquilo alejado de los curiosos.
Largas caminatas al atardecer luego de desayunar lo mismo cada día me mantenían en forma física, la puntualidad y eficacia de la sucursal bancaria de la zona ayudaban a que fuera un buen pagador. El suceso inesperado de mis artesanías fabricadas durante la noche -recuperación de una habilidad juvenil que creía olvidada- en dos ferias vecinales me procuraba un dinerillo extra que a decir verdad resultó de gran ayuda. Ese alejamiento del pasado y del día me sentaba bien, descubrí que las amistades epistolares son comprensivas y menos cargosas que en las confrontaciones cotidianas que obliga la vida civil. El montaje y concepción de las artesanías y la escritura de cartas llenaban con holgura mis noches en su casi totalidad. Temeroso de que el casi no se volviera vacío mayor decidí comprar un aparato de radio; sabía que el ingenio importante es el que recibe el mensaje, mucho más que el trasmisor que emite. Mi oído nunca fue motivo de orgullo y me tenía sin cuidado la calidad del aparato que pensaba comprar.
Dejando de lado novedades técnicas, potencias y cantidad de perillas a manipular, fui una tarde hasta un remate de las cercanías; allí me sería fácil encontrar algo que otro vecino desapegado descartó como chatarra. Si bien sabía con certeza lo que buscaba, cuando entré al remate me detuve admirado en la contemplación de todo tipo de objetos. Aquello era el sótano de la vida o la ciudad, la buhardilla de la historia reciente, el galpón de los readymades sin destino de galería. Los sospechaba depositarios de infinitas historias que me gustaba adivinar, comenzar a inventar suponiendo que el mundo es un cuento inconcluso. En cada objeto desgarrado comenzaba un cuento, se aceleraba una novela y caía en decadencia una saga con el mismo estrépito del imperio romano. Apenas empezadas, las abandonaba agotado de tanto diálogo, comentario, grito, quejido que se iban intercalando y eso mucho antes de que las intrigas se volvieran interesantes. La razón de esa desidia era simple de entender. Me desmoralizaba saber la imposibilidad de imaginar un argumento que coincidiera con lo sucedido realmente y ese desencuentro me molestaba. Entre esos tomos de historia sin letras y lectura compleja quise hallar la radio que me estaba destinada.
Exonerado de la impaciente emoción del primerizo con la obstinación de comprar una pichincha, dejé pasar cuatro jueves seguidos de monótonos martilleos y escasas pujas por la asignación de calefones viejos, cocinas inservibles y roperos destartalados. Más testigo curioso que comprador compulsivo, vi pasar de todo, escuché con sorpresa pujar y pagar precios que, si se sumaban traslado, comisiones difusas y la propina a los changadores, superaban los precios del comercio mayorista; pero daban al comprador compulsivo, la satisfacción similar a abatir un león furioso de un solo tiro de fusil a menos de seis metros. Mi porcentaje nulo de participación en las transacciones tenía intrigados a algunos concurrentes habituales, mi silencio era más obstinado que su curiosidad distraída por la salida de nuevos lotes.
El momento llegó y fue amor a primera vista. Estaba allí sola sin asumirse abandonada, recién llegada entre lotes de la víspera dispuesta a comenzar una nueva vida mañana mismo. Despreciada y propuesta sin entusiasmo por el rematador, pasaba indiferente para otros asistentes a la subasta. Desde el comienzo me resultó fantástica, cuando levanté la mano ofertando -tal como aprendí los jueves anteriores- el rematador dudó de la situación creada que lo sorprendió poniéndolo en estado de alerta. Quizá pensó que estaba proponiendo a subasta sin saberlo una reliquia valiosa; considerando que detrás venía apurando una heladera Siam en buen estado, no se podía dar el lujo de titubear en ese instante. Después de la Siam había lotes sustanciosos prometiendo suculentas ofertas, entonces bajó el martillo sin dejarle a los otros el tiempo de la réplica y era sacarse un problema de encima.
Pagué al contado la boleta que me presentaron y marché con mi radio a casa con la intención de ocupar con otras voces mi trabajo nocturno. Desde tiempo atrás había renunciado sin remordimiento a comprar diarios y revistas, una pantalla hasta que anuncian el final de la programación y más a tener un televisor propio. Como fuera dicho, evitaba contactos personales por hartazgo y miedo a decepcionar. Mis lecturas recientes llegaban en historia al descubrimiento de América y en literatura seria a las aventuras de Sandokán con páginas ilustradas. Apenas llegué a casa invadido por una felicidad de comprador que presumía olvidada por completo, puse la radio a funcionar. Marchaba bastante bien, salvo algunos detalles menores cuyo arreglo podía postergar sin cuidado. Era prioritario lustrarla un poco, sacarle el desprecio que tenía acumulado, más bien el desdén a pesar de que la pomada en poco mejoraría el brillo de las voces de los speaker.
Vivir en soledad una larga temporada y comprar una radio de remate son episodios sin interés en la ecuación mundana y la economía del cosmos en expansión. Cuando de la combinación de hechos tan dispares irrumpe un tercer factor anómalo, cada detalle de la primera interacción resulta enriquecedor asumiendo un extraño sentido retrospectivo. Los dos primeros meses de convivencia con mi nueva compañera, las noticias que escuchaba de lo acaecido en el mundo me aseguraban en lo acertado de mi decisión de aislarme. Disfruté el nuevo poder de cambiar de música, imponer el silencio y obligar a gritar hasta lo insoportable con la yema de los dedos. Este ejercicio de dominio realizado cada tanto, hacía de las noches algo distinto, una suerte de jauría mecánica.
Resulta difícil concebir que en altas horas de la madrugada haya en la ciudad más gente escuchando como yo; sin duda existen mis cómplices desconocidos con quienes voy a un mismo encuentro. La vez en que emprendí una nueva exploración cautelosa, moviendo con lentitud los dedos como debe hacerse mientras dura la noche, encontré una onda extraña que me desconcertó. Ahí, hasta anoche mismo no había ninguna estación nocturna trasmitiendo; voces de ultraradio sin tonalidad de profesionales ni intermediación de micrófono, pronunciaban palabras avanzando la existencia de hechos que hubiera preferido no escuchar.
En un principio me dije que había captado por error trasmisiones de un radioaficionado y lo descarté cuando puse más atención. Pudiera ser la onda de bomberos llamados por incendios intencionales y la frecuencia confidencial de la policía. Era tonto suponerlo y a las explicaciones prematuras le siguió la sorpresa. “Bienvenido” escuché. Sabía que era el destinatario del saludo que se dirigía a mí, esa voz nueva me estaba hablando a mí. Sin dudarlo ejercí el poder de los dedos moviendo la perilla salteando el dial precipitadamente. Casualidades, cansancio, agotamiento residual del vivir contracorriente… ¿qué otra cosa podía ser? Esa voz desapareció entre mis dedos como agua del pozo de la noche. La tentación siendo fuerte era impulso urgido, necesidad de drogadicto en falta y al rato, menos de un minuto después, volví sobre mis pasos a buscar confirmaciones.
Algo me guiaba, encontré el punto del dial sin dudarlo y seguí escuchando. Eran palabras temidas, sonidos provenientes de lugares que imaginaba sórdidos, tiempos remotos sin retorno, timbre de voces que debían estar muertas. Antes de admitir el engaño de los sentidos me aseguré de los aspectos técnicos, revisé enchufes, busqué en vano falsos contactos, confronté parlantes y era impensable un error del material. La radio estaba ahí sobre la mesa, delante mío, encendida como todas las noches recibiendo ondas invisibles mientras yo continuada escuchando historias insoportables.
Dejando de lado mis otras pocas obligaciones, acotadas a la subsistencia biológica, pasé varias noches perdido en ese juego de reglas desconocidas y todas las noches se parecían. Como la pesadilla que llega puntual apenas nos dormimos, de la misma manera mi fuga del mundo se poblaba contra mi voluntad de palabras temidas. Sonidos llegando de habitaciones que presentía húmedas hasta la descomposición, tiempos cíclicos y voces diferentes que continuaba viviendo, formándose en el aire tóxico mensajes que eran para mí y estaban destinados también a muchos otros. Intenté dejar de escuchar algunas noches sin conseguirlo, toda resistencia del sentido común y la razón era infructuosa. Las voces estaban clavadas en el dial y aun sabiendo que había otras estaciones pasando música, programas de predicadores amenazantes incursionando hasta el amanecer, una hipnótica fascinación me conducía a ese punto del aire que, durante el día, era un amasijo de música y gritos de concursos para ganar planchas, exprimidores eléctricos de limones, licuadoras.
Llamé por teléfono desde el almacén a la radio para quejarme del disfuncionamiento flagrante de la emisora en las horas nocturnas. Me afirmaron, como si yo fuera un loco tarado quejándose que quejaba en el lugar equivocado, que a las dos de la madrugada cerraban la emisión, en la planta quedaba un sereno tartamudo y que por favor me identificara. Colgué sin entender el miedo que me dio pensar que podían saber mi nombre y localizarme. Tratando de explicar con lo poco de pensamiento que me quedaba las voces nocturnas, imaginé bromas del sereno borracho, funcionarios de estudios vetustos y estudiantes manipulando equipos piratas. Las trasmisiones eran todo lo opuesto a una broma, escuchaba clarito gritos de dolor y el dueño de la emisora debía tener noticia de esas infracciones.
Cuando la situación se hizo insostenible en mi ciudad de repliegue regresé a Montevideo buscando otro matiz de confirmaciones, necesitado de hablar con alguien de confianza. Horacio es un buen amigo, cuando pude localizarlo le conté sin parar lo ocurrido las últimas noches; en lugar de desconfiar del funcionamiento de mis facultades, me invitó a quedarme unos días en su casa de la calle Buxareo. Esa misma noche conversamos hasta tarde y a la hora señalada manipulamos buscando las voces. Esperamos inútilmente, Horacio me creía y para mí su confianza era insuficiente. Confrontado a la prueba de los hechos y el testimonio de un testigo fuera de toda sospecha fui yo quien comenzó a dudar; de que Horacio me ocultara información por mi bien y después si era verdad lo que creí escuchar. A los pocos días gracias al humor sensato de mi amigo me olvidé del tema, acordé que la hipótesis de los radioaficionados era creíble y que algunas ondas se pierden o quedan circunvalando la tierra como cometas invisibles.
Convencido de que hace mal quedarse tanto tiempo solo, librado de mi preocupación capital encaré la vuelta a Montevideo con el ánimo de estar en unas pequeñas vacaciones. Propicié una serie de reencuentros con viejos conocidos que disfruté plenamente y balanceaba con las ganas, innegables, de regresar como curado a la otra ciudad donde había una radio. Por la pasada experiencia en el remate y lo sucedido en las noches posteriores, adquirí la costumbre de observar en detalle cualquier aparato de radio que se cruzaba ante mi vista. La conclusión era siempre la misma: todos los receptores eran distintos al mío, diferentes a mi radio que tiene el recato femenino de una hipnótica tecnología superada. Es un mueble de madera con una tela que parece de sofá al frente y respira delante del parlante. Adentro hay lamparitas de linterna de diferentes tamaños iluminando el dial sostenido por un hilo rojo visible. Es de las radios que tardan más de un minuto en calentarse antes de emitir las voces, tiene válvulas agrisadas que se encienden lentamente intercomunicándose con vidrios gruesos y filamentos finísimos, antes de ponerse en funcionamiento transfigurando el aire hueco de la noche en letanía de voces interiores. Ahora que me reintegré a mis manías tengo la certeza: sólo estas radios de antiguos modelos logran captar la onda de los espectros. La emisión -también eso descubrí- la hacen utilizando viejos aparatos.
Con estas seguridades inamovibles he vuelto a frecuentar los remates y comencé a observar con interés a la gente discreta que compra radios pasadas de moda. Son ancianos vestidos con overoles de electricista, señoras mayores de sombrero que usan tapados gastados por la polilla, tienen algo que parece unirlos y algunas veces los he seguido. Después de caminar más de una hora terminan por desaparecer, los pierdo de vista. Espero con impaciencia el día que pueda conectarme con ellos.
Anoche hubo poco movimiento, sólo lograba escuchar un llanto apagado, persistente y rabioso de alguien, supuse, que venía de una sesión.
-Falta poco, dije en voz baja sin poder explicar mi reacción.
-Muchas gracias, me contestaron a mí del otro lado después de haberme escuchado.
Ahora sé que la radio somos nosotros, si me animo una noche de estas les cuento mi historia carente de interés. En alguna casa de esta ciudad proscripta, alguien se sorprenderá escuchando palabras mías, sonidos de mis instrumentos que faltarían allí si su radio tuviera transistores. Comprendí que tengo algo para decir de la noche, hay alguien dispuesto a escucharme y necesita mi versión de los hechos.
Hace bien eso de comenzar a desconfiar del miedo a la soledad.