La tumba sin nombre

A Daniel Gil

Al poeta Álvaro Ojeda, gracias a quien esta historia ha sido escrita

I

Los recuerdos llegan y se van en forma desordenada. A veces un disparador provoca que emerja una imagen de algo que sucedió hace más de cuarenta años. La memoria es cautivante, justamente, porque no selecciona, no ordena ni cronológica ni alfabéticamente los hechos que forman parte de nuestra historia. Estoy seguro de que más de una vez hemos querido que ese mal trago desaparezca en forma automática de nuestro disco duro, sin embargo, la memoria se empeña, cada tanto, en renovar señales de aquel mal momento. Quizás sea para que no caigamos otra vez en una situación similar, una especie de alerta, por aquello de no tropezar dos veces.

También están los recuerdos que no tienen utilidad. ¿Por qué me acuerdo del jingle del aviso de radio que escuchaba en la infancia? ¿O del número de teléfono del almacén de la esquina de mi casa, al que iba a hacer los mandados cuando era tan travieso pero servicial con mi madre? Ese dato en mi cabeza no cumple ningún cometido, ocupa un espacio que podría merecer aquel poema de Fernando Pessoa que no logro memorizar o el reparto de esa película que me impresionó o hasta la oncena de Nacional de 1971. Finalmente, por suerte, están los recuerdos que permanecen indelebles por más que pase el tiempo.

Mi amor y devoción por los libros se deben a mi tía materna, Etna. Su biblioteca, no muy grande, tenía todo lo que tenía que tener; desde algunos clásicos hasta todo el boom latinoamericano, sin excepciones. Allí los leí por primera vez. Desde que tengo uso de razón recuerdo las historias ciertas o inventadas por mi tía a la hora de dormir. Uno de los primeros libros que la tía Etna nos leyó a mi hermana y a mí fue Saltoncito, de Francisco Espínola. Es la historia y peripecias de un sapo. Una maravillosa metáfora sobre la vida que se mantiene en el tiempo, como un verdadero clásico de la literatura. El ejemplar que nos regaló -todavía lo conservo- es de la editorial Arca, de comienzos de los años setenta, y tiene las impresionantes ilustraciones de un maestro de la plástica como Guillermo Fernández, que la vida luego me permitió conocer, admirar, querer y extrañar.

Si bien de grande, en mi trabajo periodístico, me costaba —y cuesta— llamar Paco a Espínola, así fue, es y será conocido, reconocido y nombrado. Aunque durante su infancia y juventud, en San José, se lo llamaba Paquito, para diferenciarlo de su padre, de igual nombre y apodo.

Una mañana de invierno, de la mano de Etna, cruzamos la plaza Treinta y Tres, la principal de la ciudad. Seguramente salimos de la casa de mis abuelos maternos, frente a esa plaza en la calle 18 de Julio, donde con mi hermana Isabel nos quedábamos bastante seguido, ya que nuestros padres, maestros rurales, padecían complicados horarios para organizar una razonable vida familiar. Atravesamos la plaza en diagonal hacia la izquierda, con dirección a 25 de Mayo. Tras cruzar la calle Ciudad de Astorga, llamada así en esa época —y cuyo nombre fue cambiado arbitrariamente por el gobierno dictatorial del momento—, pasamos por el club San José. No recuerdo, en realidad no lo sabía, si teníamos que entrar o, al verlo, Etna decidió subir la decena de escalones del club. Al trasponer la entrada del moderno edificio, sentado a la izquierda, mitad recostado a una columna y mitad sobre el respaldo de la silla, estaba la inmensa humanidad de Francisco Espínola envuelta en una nube de humo de su cigarrillo. “Este señor es el que escribió Saltoncito”, me informó sobre el hombre robusto que estaba solo, en la mesa, tomando café, vestido de traje oscuro, corbata, con mucha formalidad. De la nube de humo emergió, con amenazante ternura, una mano que me acarició la cabeza, jugando brevemente con mi pelo corto. No recuerdo si el escritor dijo algo, o si nos quedamos más tiempo, ni si Etna conversó algunos minutos con él.

II

Francisco Espínola murió en la noche del 26 de junio de 1973, en la víspera del golpe de Estado. Aunque en su literatura siempre hubo una preocupación por lo social, sería injusto y equivocado definirla como política, en el sentido en el que se entendía a las creaciones políticas a fines de los sesenta y principios de los setenta. Siempre fue blanco, del Partido Nacional —su padre llegó a ser jefe de Policía de San José—, pero en los últimos años de su vida, sobre todo a instancias de su hija, se afilió al Partido Comunista, en un ingreso que, según las crónicas de la época, fue aprovechado políticamente. También su muerte se transformó en un hecho político por la coincidencia con la fecha.

Francisco Espínola (hijo), como firmó algunos de sus libros o cuentos, fue sepultado en el cementerio de San José. Probablemente por seguridad y discreción, su cuerpo fue a parar al nicho de la familia Bonavita, con vínculos familiares a través de la hermana del escritor. Aunque el autor de Sombras sobre la tierra, “Raza ciega” o de ese cuento perfecto, como es “Rodríguez”, estaba en ese nicho, ninguna placa lo informaba.

La relación de la gente con sus muertos cambia con los tiempos. Y con sus cenizas, aún más. Por ejemplo, hasta hace pocas décadas, los velorios eran una sacrificada y doliente maratón de más de veinticuatro horas. Hoy eso es menos acostumbrado y se hacen razonables pausas para que descansen tanto los familiares como los visitantes, los sinceros y los por compromiso. Creo que han cambiado también los hábitos de visitas a los cementerios. 

Desconozco si hoy el lugar donde fueron depositados los cuerpos es visitado con la frecuencia que sucedía hace treinta años o más. Si bien la ciudad se ha extendido bastante, la hoy calle Lavalleja marca uno de los grandes límites. Uno de los lados del cementerio de San José está sobre esa calle, y la entrada principal por —en aquel momento— Yaguarón, luego bautizada Mariscal Foch y, hoy, Luis Alberto de Herrera. Esta avenida es la principal entrada y salida de la ciudad. En su momento el cementerio marcaba el final o el comienzo del pueblo, según de dónde se viniera.

Exageraría si dijera que, durante la niñez, visitar el cementerio era un paseo, pero, en general, formaba parte de un itinerario que sí involucraba algún divertimento. Nunca, ir al cementerio —salvo acompañando a algún cuerpo en procesión—, lo sentí como un peso o como un momento de tristeza.

El recorrido en el cementerio siempre fue el mismo. Ingresábamos por la vereda central, al llegar a la cruz tomábamos a la derecha y un poquito más adelante a la izquierda. Allí descansan mis abuelos maternos y sus antepasados. Luego de esos primeros homenajes, tomábamos a la derecha unos cuantos metros para doblar hacia la llamada parte nueva, donde a casi una cuadra descansan los restos de la familia paterna. Era una época en que se podían llevar flores que se ponían en agua en los bollones altos de Bracafé que hacían las veces de improvisados floreros. Hoy nada de flores, nada de agua, todo arena y plástico por miedo a una y mil pestes.

En una de aquellas visitas, mientras mi madre limpiaba los mármoles del nicho y cambiaba el agua de los bollones de su familia, Etna tomó una flor y me pidió que la acompañara. Del nicho de mis abuelos maternos a pocos metros a la izquierda, debajo de una escalera de cemento, en la primera hilera si se cuenta desde abajo, está el nicho de los Bonavita. Como un par de años antes en el club San José, Etna me contó que, aunque no lo viera y no estuviera escrito en ningún lado, allí estaba el cuerpo del autor de Saltoncito. Me dio la flor, fue a buscar agua y la coloqué allí. Quedó sola, bailando en el agua del florero. Era evidente que hacía mucho tiempo que nadie pasaba por allí. Fue una flor solitaria quién sabe por cuánto tiempo. Desde aquella tarde, cada vez que íbamos al cementerio —bastante seguido, por cierto— pedía una flor y, solo, sin compañía, iba y se la dejaba al escritor, aunque nadie lo supiera, aunque nadie se enterara, ni los Bonavita, si alguna vez iban por allí. La escena se repitió por años. Ya en la adolescencia y viviendo en Montevideo, aprovechaba cada homenaje a mis familiares muertos para dejarle una flor a esa tumba sin nombre.

En 1985 regresó la democracia. En una visita a San José fui al cementerio, una vez más a acompañar a mi madre a poner flores a los antepasados. Pasé por la tumba de Espínola y ya no era un misterio innombrado. Una placa ubicada a la derecha daba cuenta de que allí estaba sepultado el escritor. Había más flores, y seguramente se habrán sucedido homenajes, algunos personales, sentidos, y otros políticos.

En fin, yo me quedo con aquellos momentos que me involucraron, más allá de sus libros, con el escritor más famoso del pueblo en que nací, con imágenes que por suerte están grabadas a fuego en mi frágil memoria y que tienen como intermediario a uno de los seres más nobles que conozco, mi tía Etna. 

“Medias verdades” Seix Barral, Montevideo 2017. 

El Cazador

Hay que estar muy atento. El pulso firme, la mirada precisa, porque desde el lugar menos pensado, aparecerá esa pieza deseada. Las primeras pistas pueden llegar por los primeros sonidos, por lo que el sentido del oído debe estar muy entrenado. Una vez en la mira no puede escapar. Los movimientos deben ser precisos, certeros, secos. Una vez que la tengamos con nosotros será el momento del disfrute. Tener la presa a nuestra merced, entregada, mirarla, disfrutarla, porque cada pieza cazada, es un triunfo.

Esta afición por la caza viene de mucho tiempo. Es una ocupación que, hoy en día, está demasiado presente en mi vida. Supongo que comenzó en la niñez. Se debe haber iniciado de la forma más inocente e imperceptible, y lo digo en condicional, porque no puedo afirmarlo. Las adicciones no se deciden, nos buscan. Son ellas las que nos cazan. Se comienza sin proponérselo, como en un juego. Cuando menos se espera, ya se está metido en un baile del que es difícil apartarse. A veces se quiere salir, otras veces no, se disfruta. El concepto de adicción parte de algo incontrolable. Desde el diccionario se la define como afición desmesurada a algo, como un hábito de conductas peligrosas o de consumo de determinados productos, del que no se puede prescindir o resulta muy difícil hacerlo por razones de dependencia psicológica o incluso fisiológica.

Hay una película, en la que Kevin Costner personifica a un hombre, Mr. Brooks, que con la ayuda de su conciencia, disfruta cuando asesina. Ese goce -extremo y trágico en el caso de Brooks- es algo de lo que me sucede desde que me hice cazador. Disfruto de cazarlas.

Soy de la generación en que luego de la época de oro en el cine, la televisión tuvo su primera explosión como medio masivo. Durante más de medio siglo ha sido el medio de comunicación global y de entretenimiento por excelencia. Hoy, quizás las redes sociales e Internet, pongan en jaque a la televisión conocíamos hasta ahora, pero ese es tema para expertos. No voy a hablar de Netflix. Voy a hablar de las series con capítulos semanales y no como ahora, que un capítulo viene tras de otro, sin respirar, sin poder ver los créditos, con los créditos apareciendo en forma invisible, con la agonizante cuenta regresiva que nos anuncia que comienza el próximo capítulo.

Si me lo me lo preguntan, lo respondo sin reservas: soy cazador de series. Sé que hay alguna empresa española, algún programa de televisión y hasta un blog que tienen este nombre. En mi caso no es ni una marca ni un negocio, sino que es a lo que dedico parte de mi tiempo.

Una serie de las que me gusta cazar, no es ni película, ni cine. Es pura ficción, un producto de televisión, en capítulos, unitarios o con continuidad. Cazar una serie es buscar, recorrer los terrenos donde esas presas se mueven. Hoy Internet es la gran jungla y permite sentirnos a nuestras anchas. Sin embargo, antes estábamos a la suerte de las decisiones de los empresarios televisivos abiertos, que cada tanto se apiadara y decidiera poner al aire alguna serial. Salvo con series muy exitosas, como Dallas o Dinastía, por los 80, que eran programadas en horario central que peleaban cabeza a cabeza por una audiencia mundial, muchas veces los llamados horarios laterales, que tienen mala prensa como espacios marginales y sin audiencia, sin embargo son de los terrenos más preciados por un cazador de series. Allí se pueden encontrar desde El auto fantástico, Mc. Gyver o La familia Ingalls. No se deben descartar otros clásicos que cada tanto aparecen, muy valorados por los cazadores de series, a saber Patrulla de caminos, Los locos Adams o El agente 86. De los ejemplares exóticos, de los que más disfruté haber cazado, están el ciclo que conocíamos como Supercine policial, integrado por el distraído Columbo, el tejano comisario Mc. Cloud y Mc. Millan y Sra., en una inolvidable trilogía semanal de los 70, Batman, la serie televisiva protagonizada por Adam West de la década del 60, Superman, en blanco y negro, Superman que por los 50 estuvo seis temporadas y ciento cuatro episodios de media hora, poniendo al hombre de acero en los primeros televisores del mundo, protagonizado por George Reeves. Una mención especial para La mujer maravilla, con una divina mujer como Lynda Carter, que enmudeció a más de uno. Difícil no enamorarse de ella.

De las primeras cazas hay dos protagonizadas por animales, como Lassie y Rin Tin Tin. O alguna otra como Daniel Boone, Bonanza o El gran chaparral. Una de las piezas más preciadas de la cacería es la maravillosa Tierra de gigantes, donde la ficción de los diminutos tripulantes de una nave accidentada, trataban de sobrevivir en un lugar habitado por inmensos humanos, en ciudades que resultaban familiares. Hay momentos recordados en Starsky & Hutch -en Uruguay bautizada tontamente como S & H- o Baretta, Sérpico o Kojak (Telly Savalas), con momentos inolvidables de Hawaii 5-0, con una cortina musical que se transformó en un clásico que hasta ejecutaban las bandas militares en las plazas de pueblo chico, o Cannon, con el gordo Willian Conrad.

El cazador de series debe estar siempre atento, porque en cualquier momento desde cualquier lugar, aparece una presa apetecible. Con el tiempo el ojo se acostumbra a identificar cuál es más valiosa. Algunas perduran por originales o divertidas, más que por buenas, como pueden ser Emergencia -la de los bomberos-, Chips, los policías motorizados con el casanovas del oficial Poncharello o Los Beverly Ricos.

Hay piezas únicas como El fugitivo, El avispón verde y Mannix, que forman parte de las mejores sesiones.

Siempre hay un mundo por descubrir y series por conocer. El cazador de series no descansa. No existe el reposo del guerrero. Quizás, solamente, se tome un instante para recargar las armas o hacer sus necesidades. El cazador de series siente orgullo de su adicción. Y que no me vengan con las remakes. Terribles. A cuál peor. No conozco una serie que pretendió copiar, homenajear o ser una nueva versión de alguna original, que haya superado a la serie madre. Por lo tanto, a los escasos de ideas de hoy, busquen por otro lado, porque las especies que busca un buen cazador de series, son y serán, ejemplares únicos.

(www.delicatessen.uy)

Una visita inesperada

El silencio es amo y señor en este día. Como ayer, como seguramente mañana. Deberían escucharse las bocinas, los autos que van y vienen, ruidos, gritos, ladridos, la actividad de cada jornada. No se escucha ni a la vecina chusmeta, que mientras barre la vereda, pasa el parte de las aventuras amorosas del muchacho pintún, que vive en la casa de al lado, al resto de comadronas de la cuadra. Todo es silencio. Silencio, silencio, silencio. Y no es que este silencio se corte con cuchillo, como suele decirse, sino que pesa cinco toneladas y cae pesadamente sobre cada uno de los habitantes de la ciudad. Es el miedo que provoca que las personas no salgan de sus casas por el contagio. Es miedo del miedo. Para otros, es la responsabilidad ciudadana ante la pandemia. Se trata de un virus que invadió el planeta y que no deja un rincón sano. El virus no se ve, pero contagia, enferma y mata. Los medios de comunicación no hablan de otra cosa. Lo llaman el enemigo invisible, o silencioso. Es relativo. Sus consecuencias están a la vista. Hay ciudades donde los muertos están en las calles, apilados. En otros lugares, los depositan en pistas de patinaje de hielo, para aprovechar la temperatura bajo cero. Son verdaderos freezer del tamaño de un gimnasio. En otros, los ataúdes están en fila, apilados, como fichas de dominó, en una sucesión que, por lo menos, se ve macabra. Los programas de radio, televisión y la prensa, hacen listas de libros y películas dedicadas a pandemias y pestes de todo tipo y color. Como consecuencia, las ventas de esos libros y el de esas películas se dispararon. Canciones sobre pestes, filósofos, historiadores, pitonisas, curas y curanderos, tarotistas, psicólogos de primera y de cuarta, hablan del tema. Estamos tapados de números, de estadísticas y proyecciones de contagiados, muertos y curados. Las palabras de los estadísticos, curvas y mesetas, se integraron al habla del barrio. Los técnicos se pelean a ver quién hace el mejor cálculo, mientras la gente se enferma, simplemente, por apoyar su mano en el mostrador de un almacén, una ferretería o una panadería. Es imposible escaparle. Todos acorralados. La catástrofe alimenta la catástrofe. El marketing de este tiempo es el que tiene que ver con el virus que llegó sin que lo llamen y que, seguramente se irá sin que lo echen.

Solo salgo a comprar agua. El calor de este otoño que parece verano, me hace consumir mucho más de lo que podría imaginar. Estar en casa, encerrado, hace perder las rutinas y los hábitos. No existe el reloj ni el almanaque. Estoy todo el día sentado, leyendo o mirando televisión sin culpa. O duermo más de la cuenta. Estoy bien aprovisionado de alimentos, por lo que seguramente como mucho más y mi actividad física se reduce a diez minutos diarios de bicicleta fija, porque, en realidad, no tengo constancia y me aburro fácilmente. La balanza, a la que no quiero ver ni cerca, lo reflejará en pocos días. Hay quienes se quejan y dicen que es como estar preso. Se equivocan. Este aislamiento es una limitación al movimiento y estamos encerrados, pero a no perder de vista que estar preso es mucho peor, pese a que en estos días muchos utilicen la metáfora para describir la situación. Piensen en las cárceles que, en este país, como en tantos otros, son un infierno. Estar en el lugar en el que vivimos no es estar preso. Aunque no soy tan necio y es verdad que para muchos, sus casas son un verdadero calvario. Eso es otro tema. No comentaré aquí la absurda comparación de aquellos que, como premio consuelo, indican con suficiencia, que “antes de criticar la cuarentena, acuérdense de Anna Frank”. ¿Qué tendrá que ver? “Que todos fueron encierros”, me dicen. Hay que comparar situaciones y contextos. Lo de la niña judía fue un acto de heroísmo en otra circunstancia límite, escapando del delirio nazi. Si quieren usar argumentos inconsistentes, piensen pues en el mago Houdini y sus actos de escapismo. Cuando se lo encerraba en una caja, atado, encadenado, seguramente estaba más incómodo que nosotros. Ese sí que estaba preso, inmóvil, incómodo, prisionero y cautivo. Así que con las lecciones, a otra ventanilla. Si es preocupante no salir a trabajar. Yo estoy sin ir al taller, no tengo ingresos. De a poco, voy consumiendo mis ahorros, que por suerte los tengo. Pero hay muchos que no. Eso si es jodido.

En todo este tiempo -tres semanas- no es tanto, aunque parezcan eternas. Hay que pensar que se dice que esto puede llevar cinco meses. Así que mejor no llevar la cuenta. He arreglado tres veces la casa en general y dos, la biblioteca en particular. Me di cuenta que me faltan libros que he prestado y no sé a quién. Eso me fastidia. No me gusta prestar los libros porque no me los devuelven. Uno de mis tesoros es mi biblioteca, sin embargo, algunos de mis preferidos no están. ¿Quién o quiénes serán los ingratos que no devolvieron lo que no es suyo?

Me aburro con facilidad, no logro concentrarme, esa es la verdad. Picoteo actividades, trato siempre de estar ocupado, pero no soy organizado. Nunca lo fui, menos ahora de viejo. Quizás, si viviera con otra persona que fuera todo lo contrario que yo, sería más fácil, pero la realidad es la que es. Y es mal momento para salir a buscar compañía, aunque sea ocasional.

Reviso varias veces los viejos videos VHS que tengo guardados en una caja, arriba del ropero, que jamás abrí desde que me mudé a esta casa. Muchos son películas de aquella época del furor de los clubes de videos, pero otros tienen grabadas viejas filmaciones familiares. Tuve momentos muy felices en familia y recorrerlos a través de las imágenes hace bien, aunque sepa que, como toda nostalgia, es algo que no se repite y mucho menos volverán. Están también algunos sobres llenos de fotos. No faltan las clásicas, las de los primeros cumpleaños y varias en el primer día de clase de varios años. Se nota que mis padres estaban orgullosos de verme prolijo con túnica y moña. Era el único día que me veían así. Después pasaba a ser el facineroso. También están las fotos con amigos del liceo y algunas salidas a parques. ¡Acá el primer viaje solo, a Buenos Aires! Era en la época de la plata dulce. Gastábamos sin miramientos en aquella época. Nunca viajé tanto a Argentina como entonces: con los amigos del barrio, con el club de fútbol, con mi novia de aquel momento, con mis padres, y varias veces solo. Cualquier pretexto servía para cruzar el charco. Nos sentíamos Rey Midas. Aunque claro, el revolcón vino enseguida y estalló a la economía de los países, pero eso es otra historia.

Entre las fotos aparece una de cuando yo tendría ocho o nueve años, en un parque que no recuerdo dónde sería. Estoy con el pelo rubio, bien rubio y lacio. Nada que ver con las canas y la calvicie que viene a los gritos a instalarse definitivamente. Miro fijamente la foto y veo, con una cándida sonrisa, un panadero que sostengo en mi mano. Los panaderos, esa suerte de estrella blanca, flor voladora que el viento obliga a viajar quién sabe cuántas distancias. Los panaderos casi siempre corridos de atrás por niños que los cazaban, como si fuesen pájaros o mariposas. De grande me enteré que esa flor, pertenece a una planta silvestre, de las que llamamos yuyos, casi que despectivamente. Su nombre es Diente de león, una planta de flores amarillas, un amarillo muy fuerte. Esa flor se transforma en una esfera blanca, que en el corazón de esa melena como rayos, tiene la semilla, a la que inocentemente de niños llamamos el pan, o el pancito. Esas flores blancas son las que, como si fueran paracaídas, viajan y viajan, a veces empujadas por el viento, otras por los soplidos y resoplidos de los niños que las corren de atrás.

Con la foto en la mano me pienso en aquellas corridas de infancia, cazando panaderos. Por momentos había cientos en el barrio. En otros, era un triunfo alcanzar al solitario que aparecía cada tanto y sacarle la semilla, como si fuera un trofeo. Miraba fijo, en la foto, el panadero que, de niño, tenía en la mano, hasta que un ruido en el ventanal de la sala interrumpe la hipnótica concentración. Voy, nervioso, sin tener claro el origen del estruendo. Mi sorpresa es tal, que en la ventana, un panadero del tamaño de un automóvil golpea los vidrios. El viento empuja y empuja, mientras la ventana cerrada impide su paso. Abro el ventanal, como primera reacción, porque los vidrios comienzan a resquebrajarse. Esto permite que la flor entre a la sala con fuerza. Con algunas de sus puntas, tira un par de estantes de libros y parte la lámpara de pie que está al lado del sillón. Me hago a un costado, con un salto insólito, motivado más por el miedo que por mi dudosa agilidad. Cierro el ventanal como puedo y la corriente de aire cesa, por lo que el panadero detiene su marcha, y se apoya en el piso, lentamente, porque nunca los movimientos de los panaderos son bruscos, salvo en medio de un temporal. Pero no es el caso. Mis ojos no dan crédito lo que sucede y respiro agitado. Observo con detenimiento, sin acercarme y descubro la semilla, ubicada en el centro de la inmensa bola de pelos. El pancito, como le decíamos de niño, es un objeto de unos treinta kilos. Parece un tanque de doscientos litros. Me meto entre el laberinto de cintas blancas y como puedo, saco el pan. Pesa más de treinta kilos. Más agitado todavía, voy al galpón de las herramientas y con un hacha lo parto en cuatro y lo dejo a un costado. Con la tijera de podar corto toda la cabellera blanca y armo unos improvisados fardos de pelos, y los quemo en la parrilla del fondo. El olor de los pétalos quemados es amargo y muy penetrante. No se parece a nada. Inoportuno, suena el teléfono. Atiendo y es la vecina chusmeta que al ver el humo, quería saber si pasaba algo, que si estaba todo bien. Le contesto que sí, que se quede tranquila, que sólo quemo basura. Cuando se extinguió toda aquella basura me dedico a estudiar la semilla. Se trata de un pan con una consistencia interesante y muy sabrosa. Parece anís, pero un anís gigante y rico. Un sabor neutro, pero agradable. Vuelvo a trozar los pedazos y lleno la despensa de reservas de ese pan, caído del cielo. Lo pruebo y me hace mucho bien. Inmediatamente me siento más vigoroso, con ganas. Hasta diría alegre y feliz. Puedo decir que comer esta semilla me hace estar más decidido y con un entusiasmo que no conocía. Así perfectamente puedo encarar esta y mil cuarentenas.  Tengo ganas de hacer ejercicio, me siento feliz. Siento que vuelvo a la adolescencia y que tengo toda una vida por delante.

(www.delicatessen.uy)