José Pedro Díaz

LA LITERATURA MAR ADENTRO

LA BAHÍA DE MONTEVIDEO

La aventura intelectual de José Pedro Díaz es con idéntico fervor persistente y plural; puede observarse en ella una unidad inconfundible, también una trayectoria con estaciones de silencio y momentos luminosos: ella resulta inseparable de la historia más reciente de la literatura uruguaya en tanto la construye y piensa, la transita en cubierta de proa como protagonista de primera línea. El presente Capítulo Oriental, pretende establecer la evolución de dicha tarea, describirla en sus característica sobresalientes proponiendo una hipótesis de valoración critica. Lo que aparece como denominador común y plataforma inicial, es la alternancia evidente de Díaz entre la labor de investigación reflexiva y creación, ejercicio simultáneo de una teoría y praxis de la escritura, paralelismo vibrante entre pensamiento crítico y ejercicio de la ficción; actividades ambas, que tienen un punto de convergencia en la labor docente y el magisterio de la literatura.

Otra evidencia (un malentendido acaso inmerecido a rectificar) es que la presencia del profesor en ejercicio durante décadas, la acumulación de trabajos críticos -de Gide a Felisberto Hernández, desde Bécquer a Balzac- le asignaron al teórico una supremacía sobre el Díaz de la imaginación. Sin embargo, apenas se observa con atención y distancia prudente su trayectoria, cuando se leen con sistema los papeles dispersos se produce un fenómeno curioso. La balanza de valoración -quizá de la estima subjetiva del lector- comienza a inclinarse en sentido contrario, haciendo asomar tesoros que permanecían ocultos. Sin retacearle nada de valor a las obras teóricas que, bien entendido y de forma inapelable, participan de la dialéctica del gusto personal, el juicio circunstancial y el valor persistente. Sucede que su obra de creador lo perfila como figura reconocida de intelectual crítico con temática variada, prosa contra corriente e inmersa tras la apariencia de la representación docente. Para decirlo pronto mientras persiste la marea baja, en una relectura de textos de la reciente literatura Uruguay, los escritos de José Pedro Díaz están llamados a una valoración creciente, destinados a lecturas más detenidas si es que se pretenden desarrollar el conjunto de sus significados latentes, potenciales.

De manera significativa, fueron los críticos jóvenes con mayor interés por la narrativa y pasión de proximidad que sus congeneracionales quienes, detrás del profesor inspirador y su discurso formativo, comenzaron a considerar los ensayos de ficción de Díaz como objeto de estudio que requiere incorporar la confrontación con métodos de asedio y deconstrucción recientes. Al respecto como paradigma puede citarse el trabajo de Hilia Moreira quien, además de haber hecho de Los fuegos de San Telmo tema de tesis universitaria, escribió artículos puntuales claves para la comprensión de la poética narrativa de JPD. La obra en su vertiente creativa avanzó entre arrecifes de la docencia, ensayo ambicioso, la labor de removedor cultural incluso desde el hogar familiar, interés cosmopolita por ambiciosas teorías literarias y escritores nacionales, así como por el Uruguay en tanto entidad histórica, social y cultural. De tal proliferación de intereses emerge en sesgo una literatura diferente. Con Díaz está sucediendo en estos tiempos un doble proceso: el personaje social infiltra iconografías, se cuela en bibliografías, aparece afín a los grandes proyectos culturales del último medio siglo uruguayo; por otra vertiente anexa sus textos de ficción comienzan a distanciare de un referente circunscripto a la esfera privada y se aventuran a una existencia autónoma. Ese diálogo es permanente y teniendo en cuenta los objetivos de la presente colección, es que aquí se dará prioridad al creador; dicha opción puede facilitarse partiendo de la certidumbre de situaciones simples y contundentes. JPD es el autor de uno de los clásicos de la literatura uruguaya moderna y de una obra -el conjunto de variaciones Tratados y Ejercicios– singular en nuestro medio, que cuestiona los contornos de las estrategias con el argumento audaz de proponer otro género literario heterodoxo. Ello así considerado como propuesta medular podría ser suficiente para legitimar un corpus, pero hay más.

La biografía de nuestro autor es un largo viaje a todos los mares, ensenadas, islas y calas de la literatura. Algunas mañanas la pesca es buena, y así como Los fuegos de San Telmo será leída por las futuras generaciones, la metáfora clásica del naufragio será recurrente para evocar los años que venimos de vivir, como el astillero de Onetti, las mujeres de Armonía Sommers o la lluvia de Carlos Denis Molina. Una curiosa coincidencia existencial, puesto que los inicios y la madurez de Díaz como escritor se corresponden con períodos claves de la historia social del país, ya sea en un esplendor finiquitado o la caída contextual centrípeta del modelo. Haber dado con una metáfora taxativa que define una tragedia colectiva, se explica porque Díaz es de los narradores de más sólida formación literaria y lector apasionado de los grandes relatos de la modernidad; cuando se señala esta particularidad, no se lo hace pretendiendo establecer complejas afinidades con Onetti, acaso con Arregui, Benedetti o Martínez Moreno. La simple cercanía de esos nombres de narradores, ubican a Díaz dentro de aquellos que se ganaron la vida (exceptuando el nefasto período dictatorial para la educación uruguaya) dictando clases de literatura, cuestión necesaria cuando se intenta definir su perfil. Ello distancia de los encierros de clasificación y sin que se lo considere como valor en sí, induce a aceptar la transferencia, año tras año, del afán por la lectura, afinar criterios de valoración estética y visiones históricas ideológicas educando la capacidad crítica del alumno, modelando una axiología, despertando pasiones librescas a la búsqueda de una aventura literaria por la sutileza; ello cuando la tarea docente se opera de manera perseverante y como es el caso de Díaz. Irrumpe así una categoría de narrador, modelo que posteriormente se prolonga en nombres como Sylvia Lago, Mercedes Rein. Diego Pérez Pintos, Alejandro Paternain, Julio Riccci, Juan Carlos Legido, Sergio Otermin, Gabriel Saad, Omar Moreira. Héctor Galmés, y más recientemente Alicia Migdal. Juan Introini y Elena Romiti, por nombrar algunos; matriz por demás interesante y que, admitidas las diferencias que puedan esgrimirse se halla asimismo en poetas de la calidad de Jorge Medina Vidal, Enrique Fierro, Hugo Achúgar, Jorge Arbeleche, creadores con universos personales y antagonistas pero implicados en la dualidad docencia creación. En cada uno de los nombres citados las poéticas consecuentes surgen partiendo de una reacción, frontal o sinuosa, contra la tradición precedente, que se configura como biblioteca elíptica a conocer y superar; en todas esas obras no prima un contentarse con provocar escaramuzas superficiales, más bien se orienta a estremecimientos en profundidad, se trata de propuestas si no herméticas hasta el silencio por lo pronto parcialmente populares.

Esa corriente que queremos destacar y transita por la labor docente de sus titulares diseña una parábola de la cultural del país, desde los agotadores concursos en solitario de hace cincuenta años, pasa por la creación (1951) y apogeo del instituto de Profesores Artigas y concluye – sabemos lo arduo que es la reconstrucción- hacia los años setenta en una degradación social de la tarea de educador, un estado de permanente hostigamiento contra los valores que conlleva la formación humanística. Así como existe una corriente llamada por Ángel Rama “los raros”, tal como se divide nuestra vida literaria con criterios generales o se insiste en la dicotomía campo/ciudad, como se diserta de compromiso, marginales, expatriados del otro lado de la línea de cocaína, exilio con hijos y entenados o postmodernos, bien puede señalarse una tendencia atenta al nexo docencia y creación. Además de facilitar la enumeración de sus componentes, tiene la virtud de concordar con el espíritu crítico que se verifica al comenzar la quinta década del presente siglo XX, la circulación arborescente de las literaturas modernas, la fundación de innúmeras revistas, publicaciones e incluso las páginas literarias del semanario Marcha. Rodríguez Monegal concursó junto con José Pedro Diaz, Ángel Rama fue docente algunos años en catálogo de las naves que puede extenderse fácilmente. Existe, pues, una corriente en diagonal de la literatura uruguaya definida -al menos marcada con tiza y borrador- por la influencia decisiva del magisterio direco, como es el caso de Washington Benavídez en su Tacuarembó. En lo pragmático el criterio puede contribuir a entender obras heterodoxas como la de Díaz, ayudarnos a responder a la primera pregunta que se hacía Roland Barthes ante el texto de ficción: ¿Por dónde empezar? Ayudar, contribuir a una aproximación tratándose de escritura de estremecimiento moderno, urbano, implicado en la historia política del país reciente, impregnada de otros discursos estéticos y filosóficos además del literario; con especial receptividad de novedades formales, sabedora de la tradición uruguaya y latinoamericana, preocupada por su difusión social atenta a los aportes exógenos de la teoría literaria.

La tarea docente es punto nodal donde concurren y cruzan, naturalmente, variados intereses y concebida la docencia como lo estaba en Uruguay; ello abría un espectro abrumador y desafiante, la literatura nuestra estaba intimada a una confrontación persistente contra la obsolescencia que trascendía las disputas internas. Podría intentarse una definición aproximativa a partir de ciertas vidas ejemplares; era Francisco Espínola conciliando prostíbulos de la ciudad de San José con el destino trágico de los héroes homéricos; Roberto Ibáñez, acercando las horas de su tarea de inspector de Literatura en Secundaria con el mito de Orfeo; Domingo Bordoli entusiasmando audiencias juveniles con las relaciones entre los tangos y la poesía de Víctor Hugo; el propio José Pedro, alternando la cuestión del tiempo recobrado en Proust con la conducta de las hormigas en Partes de naufragios. Modelos todos de síntesis fecundas; pero nótese que se trata de escritores para nada ajenos a preocupaciones sociales, interesados por la existencia de Dios y sus avatares, afiliados al Partido Comunista, partidarios de la revolución cubana e integrantes del Frente Amplio desde su primera hora; por no evocar el rosario de destituciones, las muertes en silencio.

¿Hay una conciencia más sensible en el trabajo del educador? ¿Veían esos escritores en los jóvenes una mesura de lo sucedido en el país? ¿Explica ello aunque fuera en parte cierto sentido de continuidad en nuestras letras? ¿Qué curiosa combinación hizo de esos nombres parte del listado de los imprescindibles? Las respuestas pueden formularse en varios registros; lo visible es que ellos conciliaban vidas interesantes y enseñaron con lúcida conciencia que la buena literatura puede estar en otro tiempo, en otra parte, en otra lengua y proponiendo esos implacables espejos desterraban de raíz una práctica de improvisación o todo espontaneísmo carente de curiosidad. En la elaboración y desarrollo práctico de los programas de Literatura Uruguay tenía un magma evolutivo intenso, la enseñanza y de forma prioritaria, permitía a los jóvenes de Tacuarembó conocer los personajes de Dostoievski, a los de Salto descubrir la pasión Delmira, a los futuros poetas montevideanos escuchar los trovadores de la Provincia Francesa leídos por Ezra Pound. Pero el entramado cultura era más complejo durante los años de la educación literaria de JPD; así, los nombres de Juan Carlos Onetti y Felisberto Hernández desbaratan al respecto toda pretensión de legitimación absoluta, ello sin afectar el rol esencial de la educación en el proceso que venimos evocando. Como no lo hacen y al contrario lo potencia la llegada al país de personajes como Margarita Xirgu, Eugenio Coseriu y José Bergamín. Era el tiempo cuando Joaquín Torres-García se instalaba en este Sur a la búsqueda de su Norte pictórico, Jules Supervielle editaba en Montevideo, Felisberto tocaba al piano obras vanguardistas de Stravinski, Onetti aceptaba el llamado cosmopolita de Buenos Aires. Ese conjunto de eventos en sinergia, difícilmente pueda explicarse por el azar o por una voluntad generacional; en ese impulso crítico y retomando una expresión de Carlos Real de Azúa, las instancias de formación fueron claves, apuntan a una definición ideológica del período en que la identidad del escritor y el público se forman juntas, mientras el trabajo en la escritura se acompasa con la enseñanza del arte paciente de la lectura.

EL SOBRINO DE LOS ITALIANOS

La personalidad de JPD se forja y queda definida por ese tramado de condiciones culturales y sociales, cuando el escritor debe ubicarse en un contexto general prefiere afiliarse a la conocida “generación del 45”, si bien será luego de 1960 que se conocerá lo mejor de su producción. Retengamos entonces el doble juego de coordenadas y esbocemos una descripción menos colectiva de aquí en adelante, puesto que la “generación del 45” -mucho se ha escrito sobre ella y sus integrantes rotativos- señala un espíritu, actitud, conjunto algo impreciso más que la definición clara de una literatura. Además, el criterio generacional sólo parece persistir entre nosotros casi por inercia, con todo lo que implica de comodidad e insatisfacción grupal.

El ingreso de JPD a la literatura se opera en lo práctico por una vocación de profesor y en la zona emocional, por el impacto de la guerra civil española. Fue durante esta experiencia que el futuro escritor -nacido en 1921- descubre que la poesía tenía un sentido otro vinculado a valores estéticos y éticos, rítmicos e históricos, sensibles y cognitivos. Se produce así el descubrimiento de la obra de Federico García Lorca en ediciones argentinas de Losada; se concreta el encuentro con la palabra viva en sendas conferencias que Rafael Alberti y Pablo Neruda dictaron en el Ateneo de Montevideo. El impacto emotivo y vicario del dolor español en el exilio y la derrota, se sumaba a la experiencia de movilidad cultural montevideana. Díaz asistía a los cenáculos animados por Leandro Castellanos Balparda y Juan Cunha, era el tiempo de iniciación y aprendizaje: educación sentimental en la literatura que en Díaz presenta una variante atractiva, con impregnaciones de conciencia proletaria y comunión ritual, pues junto a lecturas de Rilke, Juan Ramón Jiménez, Kafka y Stendhal, aprende el oficio -alguna vez sagrado- de la imprenta con don Manuel Antonio Aguirre. Curiosa iniciativa, como si el joven aprendiz anhelara estar en las etapas de la fabricación física del libro dominando su condición de objeto. Todo un capítulo preliminar a otro episodio y que tiene a José Pedro como uno de los protagonistas; nos referimos a la experiencia de La Galatea, la imprenta artesanal -y no tanto- que es punto obligado de referencia en el anecdotario mitológico de nuestra literatura reciente.

Hacia el año 1939, que los editores de Capítulo Oriental tomaron como cursor de esta nueva lectura de la literatura uruguaya contemporánea, JPD forjaba su vocación de escritor. Es también el año de su primera publicación, los encuentros con personajes como Luis Gil Salguero y Álvarez Alonso además de las peñas ya citadas, período estimulante para nuestro autor. El Uruguay, aun viviendo las secuelas de la crisis estructural del modelo batllista de principio del siglo XX, tenía la apariencia (el “espectáculo” dice JPD) de una sociedad un tanto privilegiada, algo aletargada en su potencialidad creativa. Los cambios que se suceden en el país se deben a una mecánica interna, pero hay factores externos incidiendo en cierto despertar. ¿Puede decirse que la guerra civil española fue factor decisivo en el sacudimiento? Es laborioso establecer una relación directa entre causa y consecuencia, pero la secuela existe y es probable que ese conflicto fratricida, precursor de guerra y con talante apocalíptico, haya funcionado como espoleta en parte de nuestra juventud letrada más interesada; al punto de decidir el tránsito de la contemplación a la creatividad, del conformismo a la crítica, de la latencia al movimiento, de la apatía al estado de alerta. Los jóvenes de aquel entonces decidieron hacer cosas y como si de un complot se tratara, Uruguay comenzó a inventarse poetas, revistas, periodistas, profesores, novelistas, emparentados por la autocrítica, con una exigencia mutua que en términos de producción puede resultar paradojal. Como afirma Carlos Real de Azúa: “Todo lo anterior puede contribuir a precisar la afirmación de que con la “generación del 45” la literatura uruguaya empezó a sistematizarse en esa red de interrupciones, fertilizaciones recíprocas y empresas comunes que constituyen una “vida literaria”. (Diccionario de literatura uruguaya, Tomo III, pag. 197, 1991) Es en ese concepto de “vida literaria” en su acepción más generosa donde comienza a operar la paciente labor de José Pedro Díaz.

LA RAZÓN DE LA AVENTURA

Si se considera en sinergia lo dicho sobre poetas españoles, lecturas iniciales y la amistad con Juan Cucha (el encuentro con poemas de El pájaro que vino de la noche, de 1929) parece razonable que Díaz se iniciara como creador en las medidas silábicas de la poesía. Dos pequeños cuadernillos demasiado secretos en la producción del autor y publicados en la Imprenta Stella de la calle Brito del Pino, marcan la iniciación; se trata de una experiencia irrepetible en la escritura posterior y útil para tener en cuenta lo que vendría, en especial la pequeñas prosas. Leer esa poesía equivale a descubrir una fotografía de la adolescencia del autor, un signo plural que contiene los potenciales futuros así como la imagen de aquello que dejó de ser. Por una extraña coincidencia el primer trabajo de JPD publicado titulado Canto Pleno se editó en el año 1939; un cuaderno decíamos, que contiene una pequeña prosa liminar a la que siguen una docena de poemas influidos por la atmósfera rilkeana. Ahí el poeta asume una misión de inspiración sagrada y desde un presente que incorpora la temprana conciencia de la muerte define la creación como alquimia y construcción. El poeta es un iluminado que proviene de una experiencia de acercamiento sobrecogedora e intenta trasmitir la buena nueva; es un intermediado privilegiado entre Él y los amigos donde ese Él, más que el Dios cristiano envía a una potencia metafísica con tenue aliento de romanticismo panteísta.

Es visible en Canto Pleno la voluntad de hacer poesía a partir de los absolutos, comenzando por las opciones temáticas más fuertes. La palabra es la de alguien que participa en el mundo con conciencia de contemplación; la poesía es símbolo de la creación y Él “es como una nebulosa que se presenta llena de mundos.” El conjunto se parece al inicio de la confesión de una vida ya vivida, comunicando la paz excitante y serena que sucede a la revelación o iluminación poética: es goce y sacrificio implícito de asumir una tarea de designado. Díaz recurre a imágenes de connotaciones neorrománticas con catedrales misteriosas y naturaleza tormentosa; así como a un diálogo sin intermediaciones, recorrida de temor y temblor, con la divinidad señalada. El tema de tal Dios así como el de la mirada son invocados de continuo, los breves poemas tienen algo de oración personal, entrega a la búsqueda de una comunión cósmica en la alegría sin ocultar la ostensible felicidad por intentarla.

En los versos el cosmos se expande y se concentra a la vez, la poesía es excusa para el encuentro en que la tierra y la mujer son símbolo y metáfora. El ejercicio de la poesía se antepone a la experiencia personal; el amor, alusivo por definición, surge como un don de la divinidad y el anhelo de la coherencia.

“De todos los horizontes
vendrán inmensas olas
expandidas y arqueadas como lomos de tigres
y las piedras serán un perpetuo agotamiento
        de sueños
y los cielos girarán hasta caber en un puño.
Y será el momento
en que cada uno se encuentre a solas con su
     muerte
en el lugar de su destino.”

Un año después -1940- JPD publicó Canto Pleno (segundo cuaderno) que presenta varios cambios en relación al poemario anterior. La temática prescinde de los absolutos, el verso se depura en sus significados procurando un ritmo más sencillo, la placidez señalada resulta modificada por otra relación con el mundo donde se profetizan “vientos de desgracia y agonía”. La pregunta que se incorpora cuestiona la situación del poeta en el mundo y es dirigida a un “Señor” que parece ignorar la respuesta o postergarla apelando al silencio. Las pulsiones vitales se intensifican con la irrupción de la mujer formando la pareja y el Dios es ahora buscado con alegría, acaso con una excesiva entrega del poeta.

“Mi pensamiento es todo tuyo.
He aquí la razón de mi aventura.”

En relación a las imágenes el segundo cuaderno recupera aquella de la lámpara, destinada a ser retomada en el Tratado de la llama y propicia para presentar la vida como energía que se consume. Para el lector que tiene conocimiento de las novelas de JPD, puede consignarse que ya surge el tema del viaje, la temprana obsesión por barcos, golfos y mástiles. En síntesis, puede afirmarse que la experiencia fugaz en la escritura poética tradicional de Díaz presenta la concepción de lo religioso sin Fe, la convocatoria a un dios en el que no se cree para imponer la noción de celebración, poetizando lo existente como algo lindando el milagro.

UN CAMBIO DE RUMBO

A los señalados episodios poéticos JPD los complementaba con el aprendizaje manual en el taller de la tipografía y el oficio de impresor, ello sucedió en los antiguos talleres de LIGU (Paysandú 1011) lo que confirma la voluntad por dominar a la vez el objeto resultante del proceso y la letra de molde al origen, el instrumento de la logia y el dominio de la palabra. Si bien con dificultades, el propio escritor armó las cajas de un pequeño libro editado en 1941; se trata de El abanico rosa subtitulado Suite antigua, narración que busca contar situaciones inocentes y sencillas, donde asoman los viajes de la memoria y la memoria de los objetos, como puerto de partida para un diálogo con los antepasados muertos. Texto precursor de novelas futuras, las pocas páginas de El abanico rosa evocan tragedias cotidianas de emigrantes que mueren lejos de su tierra natal y descendientes acosados por la obsesión identitaria fragmentada. El relato diseña un paisaje físico y mental: Montevideo, República Oriental del Uruguay, un lugar del mundo que a quienes permanecieron del otro lado del océano les parece “vago y misterioso”. Allí se narra el entorno de la muerte de Doña Juana Arana de Nieva, cuya vida se deshizo como la seda frágil del abanico evocado en el título; con la prosa de ficción, Diaz desvela la conciencia del tiempo que huye y se lanza a la tarea de inquirir palimpsestos de historias que conviven en el inasible presente, no en vano el libro está dedicado a los abuelos muertos.

Luego de El abanico rosa se sucede un prolongado silencio en su producción; reserva que refuta los anuncios presentes en el libro informando la preparación de dos obras: Sesión de música, novela, Un accidente cósmico, cuentos. Se concreta así un distanciamiento de la práctica de la poesía hacia el trabajo en la prosa y el deseo de una acción concreta e inmediata transcrita en la participación intensa en la vida cultural montevideana, la maratónica preparación de concursos de ingreso a la enseñanza pública y la puesta en funcionamiento de una imprenta. La Galatea aunaba el trabajo artesanal con la búsqueda de salidas alternativas de producción, incorporaba un criterio selectivo en su reducido catálogo y señalaba, por vía práctica, los criterios o caracteres de una poética vitalista. Como si en la experiencia de taller los roles de los protagonistas se decantaran, será la esposa del escritor y socia en la peripecia editorial, Amanda Berenguer, quien se proyectará de pleno en la poesía y en 1945 publica una Elegía por la muerte de Paul Valéry, primer “libro” de la imprenta (hay una legendaria hoja inaugural) que señala el comienzo (a pesar de antecedentes más secretos: A través de los tiempos que llevan a la gran calma, 1940 y Canto hermético, 1941) de una trayectoria reseñada en otro Capítulo de esa misma Historia.

Díaz se distancia de formatos de la preceptiva estrictamente versificada para incorporar un pensamiento poético a sus prosas más experimentales. En la escena social participó en diversas actividades; una de las más recordadas es la compartida con el grupo Sexta Vocal liderado por Carlos Denis Molina, colectivo que tenía dos lugares habituales de reunión. Primero, la Sociedad Cosmopolita de Mozos donde el grupo llevaba adelante experiencias de teatro polémico montando obras como El milagro de la rosa y luego, acompañando los aires de la época, se sucederán las tertulias del Café Libertad. Otro factor decisivo para será -entre los años 1942 y 1945- la preparación de sendos concursos para ingresar titularizado a la enseñanza. En tales lecturas impuestas que abarcaban un extenso itinerario por la literatura universal, halla JPD una concentrada maduración intelectual, fue el momento de nuevos deslumbramientos, encuentros con libros decisivos -sobre todo novelas- que motivan un cambio de estrategia de creación más radical que el apuntado párrafos atrás. Lectura y reflexión consecuente se asocian a la efervescencia intelectual del medio, una conciencia colectiva compartida con otros jóvenes (Ángel Rama, Ida Vitale, María Inés Silva Vila, Carlos Maggi, Manuel Flores Mora, Gladys Castelvecchi, Mario Arregui) y la preparación para la transferencia cotidiana del saber adquirido. De tales años son los primeros trabajos críticos sobre relaciones entre poesía y magia, el asentamiento de un tríptico que regirá la obra posterior: reafirmación de pertenecer a un paisaje y un contexto histórico uruguayo; movimientos indagatorios en la memoria personal y familiar del pasado italiano; la fascinación por la lengua, autores y el tono moderno de la literatura francesa. En esa encrucijada tan ideológica como pasional, expansiva y concentrada se potencia la obra de JPD; el profesor incurre en el ensayo, el poeta amotinado se pondrá a prueba en Tratados y Ejercicios, el tímido prosista de El abanico rosa tentará la forma ambiciosa de la novela. Habría entonces una proliferación de intereses respondiendo a la unidad de los años de formación, una coherencia y concepción global de la literatura insinuadas en la juventud.

El año 1949 marca un mojón clave en su trayectoria. Díaz publica un relato extraño titulado El habitante, editado en La Galatea está dedicado “a Doménico D’Onofrio fu Emmanuele” con lo cual quedan diferenciados los dominios de la escritura. Las narraciones serán consagradas a las incursiones en la memoria y para los ejercicio de narración poética reserva las derivaciones de la imaginación abstracta. La nueva historia sucede en el paisaje de la costa este Uruguay; en la convivencia con el mar perpetuo reaparece el tríptico del viaje y la tendencia a conversar con los espectros, colonizando una de las primeras muestras de lo que -después- se llamaría sin demasiada astucia “literatura de balneario”. La delicadeza del autor recurriendo a un narrador que se manifiesta en la primera persona, ahonda la condena del aéreo protagonista a amar en soledad recordando con obstinación ciertas circunstancia. El acto simultáneo de la escritura le confiere al relato una atmósfera irreal, cierta densidad fantasmagórica; dentro del texto conviven en paralelo incomunicable el territorio de los humanos y el reino de los espectros que escriben, asumiéndose ambos como territorios irreconciliables.

Leído con nuestra actual perspectiva El habitante es de una insolente modernidad, en especial la osadía del punto de vista dubitativo que se le impone al lector alternando complicidad y una desagradable extrañeza; se crea una atmosfera mágica coincidente en fechas con otras búsquedas intelectuales de JPD por aquel entonces, rondando la confluencia de la poesía y lo esotérico. El personaje central, narrador y escritor, manifiesta a lo largo de la acción signos de una paraexistencia, pero sin acceder a comunicar con el personaje de Alicia que es de antemano imposible. Negado el dialogo el narrador resulta sentenciado a ser una mirada que se desplaza sin incidencia fenomenológica, a volverse conciencia en observación continua sin alterar la circunstancia que, paradojalmente, puede modificar la mirada, el estado de ánimo del narrador circunstancial y la escritura misma. “Éramos habitantes carnales de un doble mundo de luz y ceniza” se dice en un pasaje del relato. El diálogo entre esas dos instancias es sólo posible aceptando los muertos que regresan a la vida, la muerte se difumina como frontera y El habitante adquiere su nobleza de fantástico en el nudo de la coexistencia. El único presente seguro y objetivo es el ensayo de la escritura; nuestro narrador queda fijado en la breve historia de un verano, el impalpable habitante de un chalé sobre la arena se muda para habitar una antigua historia de amor. El espectro en cuestión confirmará su inmaterialidad por su ausencia en una fotografía, y el fin del relato lleva de la conciencia de un ser inexistente a ocupar la conciencia que se escribe.

CARTAS DE NAVEGAR LA INCERTIDUMBRE

En 1957 (el escritor había vivido dos años en Europa y obtenido el año anterior la cátedra de Literatura Francesa en la Facultad de Humanidades y Ciencias) se inicia otra de las vertientes creativas de JPD con la publicación de Tratado de la llama: “La ilusión de haber encontrado un modo expresivo fuera de los moldes a los que quizá por una especie de timidez “acaso profesoral, ¿verdad?” no me atrevía” le respondió a Jorge Ruffinelli en 1985. Ya no se trata de poesía en su manifestación tradicional, es un proyecto distinto al insinuado en relatos anteriores, textos de una factura nada similar a las novelas que vendrán. Estamos ante un libro sobre cierta materia que es la llama: “Materia gaseosa situada encima de un cuerpo que arde y en contacto con él, de forma característica semejante a una lengua muy puntiaguda, con el ápice hacia arriba; en ella se produce una interacción química que produce luz y calor.”

El ser humano es portador de esa llama, lo que remite a una concepción del ser humano como coexistencia de luz y calor. La llama es la imagen adecuada para explicar la nueva relación del escritor con el mundo, que pasa por un renovado vínculo con la escritura; la llama es el recurso por sí se ignora contar la manera como arde la historia cuando entran en combustión hechos y paisajes. La llama alumbra lo indefinible y perecedero de las formas, es metáfora de lo novedoso hallado en el lenguaje: el relato poético que tiene una tradición clásica de marginalidad y sirve para comunicar experiencia limítrofes que de otra manera serían ignoradas. “Ese temblor vibra allí donde se revela la llaga: es el latido que delata el lugar donde lo sobrenatural se inserta en lo cotidiano y hace que lo sobrenatural no sea ya sobrenatural ni lo cotidiano cotidiano.” Lo nuevo que Díaz propone es un vínculo entre una forma estructural y cierta poética, está reinventando un género, justificando el intento y lo encontrado desde el interior, como si la apología formara parte de los ejercicios. Hay, si se quiere, la reivindicación de hacer literatura partiendo de la experiencia de la lectura; por ello el Tratado de la llama es también un manual del Ángel considerada como criatura de varias fronteras.

El Tratado en cuestión -que data de 1957- es el primero de una serie regida por la siguiente cronología: Ejercicios Antropológicos, 1960 / Apéndice documental; Tratado de los lugares; Ejercicios Arqueológicos, 1967 / Ejercicios Antropológicos; Tratado de los lugares; Tratado de los posibles; Botánica operativa, 1982 / Cuando los títulos se repiten, se trata al contrario de las apariencias de textos diferentes, el mismo orden precedente se altera en curiosas variaciones y según los diferentes libros publicados. Puede decirse que la totalidad de esos módulos responde a un eje común y pertenecen a la misma familia de intenciones, cada una de las breves unidades poéticas – narrativas que los conforman son un objeto de construcción independiente con estructura propia. Cuando se interaccionan y armonizan significados refractarios y repercusiones de nuestro sentido, forman un género autónomo tendiente a la ausencia de una precisa clasificación. La forma propuesta por JPD toma de la poesía sus estrategias de acción, el rigor implacable en la sintaxis y las precisión en la palabra, así como sus efectos, generando la sensación de una lectura ubicada entre poesía y relato; el lenguaje cumple a la vez funciones referenciales y de indeterminación.

El conjunto de esos enquiridiones conforma un universo autónomo privilegiado sin referencias similares en la literatura uruguaya, poseen los textos a la vez algo de estructuras arcaicas dignas de la tradición oral y resoluciones de la fragmentación de la escritura aplicables a la postmodernidad; por momentos se asemejan a textos sagrados de misteriosos cultos religiosos, pueden leerse como inquietantes deducciones de perseguidos científicos heterodoxos, consiguen jugar con obvias incongruencias del lenguaje y ser precisos hasta la exageración. Unas veces el efecto proviene de la proliferación de información y otras de la redundancia intencional; finalmente asemejan revelaciones de saberes ocultos u oráculos simulados en la apariencia de inocentes parábolas. En ellos la sentencia se funde con la reflexión, las imágenes con postulados; se alternan con premeditación argumentos de la razón y el sacudimiento de profundidades irracionales, la ciencia con la magia, el macro con el micro cosmos, la escritura con la lectura. Sus criaturas, que merecieron escasa atención crítica (brilla en ese páramo un atinado artículo de Roberto de Espada en el N° 2 de la revista Brecha del año 1969), que fueron desplazados a una modesta función de textos precursores, sublimaciones de una poesía posible sin atender a la poética que conllevan. Coexisten allí ecos de Hegel y Dante, Freud y Heisenberg, es decir una complejidad intelectual con sumas de características que fueran definidas al comienzo del apartado. Un cuarto de siglo de ejercicios y tratados que puedan leerse -a la manera de un sismógrafo literario- como crónicas de lo sucedido en otros mares navegados por JPD; sobre variantes visibles en la superficie e incluso las tormentas de las profundidades. En los Ejercicios Arqueológicos de 1967 leemos: “Mis ojos se había hecho hábiles para la oscuridad, escribía libros sobre otros libros y deambulaba por playas solitarias contabilizando su arena.” Ya veremos qué otros libros son convocados, en cuando a la contabilidad de la arena al interior de los títulos indicados es tarea ardua, cuya descripción supera los objetivos del presente trabajo si bien es misión imprescindible para futuros estudiosos.

EL ESPECTRO DE PALINURO

Con Los fuegos de San Telmo libro publicado en 1964, JPD modela y consolida su obra narrativa de largo aliento, encarnándose en el “tiempo” novelesco hasta alcanzar una obra con particularidades destacables, insistiendo en ese sostenido esfuerzo por la calidad de escritura, usando la pujanza de la tradición humanista y la conformación en un entorno característico uruguayo. Los años sesenta fueron removedores en lo social, lo editorial y las propuestas literarias; la primera vida de Felisberto Hernández se eclipsaba, Onetti emprende sus viajes más densos hacia el final de la noche de la escritura, los escritores del “45” alcanzaban los sitios del poder cultural crítico y el fervor de los lectores; los más jóvenes producían de manera intensa, para conformar el catálogo que Ángel Rama organizó en su libro La generación crítica de 1972. En ese panorama a la vez prolífico y confuso, la nueva propuesta de JPD como si quedaran cuentas pendientes a pagar, se lanza a un doble viaje hacia adelante por la ruta de indagar en el pasado.

Los fuegos de San Telmo trata del viaje de iniciación en la madurez del escritor hacia las raíces del árbol genealógico, con rasgos inconfundibles de una experiencia colectiva y la sospecha de repercusiones metafísicas. Una navegación que se proyecta a la memoria, buscando un sentido extraviado en vísperas del colapso de una realidad deteriorada; es reconocimiento traslúcido del pasado común de muchos uruguayos y que lleva más allá de las fronteras administrativas. Díaz aborda dicha empresa osada con el auxilio de la tradición oral familiar recibida en la infancia y una batería de referencias literarias que, en la arquitectura de la novela, lejos de dispersar la cuerda emotiva la jerarquiza mediante una serie de connotaciones, en las cuales cada gesto sencillo y cotidiano se reconoce perteneciente a una tradición mayor que la precede. Otro valor evidente del relato es la astucia del autor, que se desdobla a su vez en narrador y protagonista; con lo cual el resultado además de proponer un itinerario es introspección confesional, sustentada por el manejo de los tiempos y el descubrimiento de otro yo lejano. El conjunto deviene una metáfora de continente interior incierto como el mar, interrogante lacerante sobre la identidad y la oportunidad de acercarse a ella mediante el recurso épico de dialogar con los muertos. La novela desborda las normas de un retrato interior, expone la dualidad entre admiración intelectual por la literatura francesa y llamado emotivo de tradición italiana. Con el viaje que consumió una década para madurar como texto, JPD cierra el círculo. Lo desconocido o ignorado era la sensación de algo incompleto, un viaje como ese es empresa solitaria, donde se abandonan innecesarios lastres para confrontarse con lo esencial, y la literatura forma parte de lo esencial.

El viaje del protagonista comenzó a gestarse en la infancia y acaso las aventuras emprendidas fueron preparación para unir dos puntos luminosos de la geografía interior: Montevideo y Marina di Camerota, la ciudad de la niñez y la aldea costera del sur de Italia, donde se gestó una de las memorias, la transferida en los cuentos de un tío sobrenadando la lectura de Virgilio. El viaje aporta la carga de lo desconocido, aleja de las certitudes y predispone a la magia; es un dejar su ser social espacio temporal a la búsqueda de una concentración densa de la conciencia: suspensión transitoria de la condición de ciudadano oriental (uruguayo) para retornar a las fuentes detrás de la rama dorada. La experiencia del viaje es la vivencia en la pluralidad de los tiempos y la escritura hace de esa coexistencia temporal continuidad comprensible, ordenación poética que se ensambla una racionalidad y lógica. Las alteraciones resultantes de la alquimia palabra / tiempo, son necesarias en un montaje que logra funcionar como máquina ficticia que registrase el paso e interacciones de los tiempos plurales. Dicho montaje tiene la potestad de ser claro, el lenguaje fluye en una comunicación directa con el lector y la formación de imágenes, de aventuras consiguiendo una sólida intriga con gestos sencillos que, en su despojamiento, alertan la existencia de asuntos profundos. La búsqueda de la palabra justa, oportunidad de la cita y diferencia de un realismo propuesto desde una conciencia poética puesta a prueba, se imbrican sin detener el avance de la lectura.

Aplicarse, como lo hace JPD a trabajar la materia de los sueños y la memoria, impone transitar fronteras fluidas de tiempos imbricados y la página autobiográfica supone mostrar entretelones de la primera persona. Los fuegos de San Telmo pone en marcha la memoria, armado de la personalidad y autoanálisis, capacidades de reacción cuando se alternan en peripecias de reconocimiento y decepción. Díaz se inscribe en una línea de literatura intimista, si se quiere derivar un factor común asumiendo el complejo sistema de ser a la vez autor, narrador y personaje; quizá para destacar que la novela pasa por el nombre que cifra la existencia, entender el proceso yendo de ser persona a conciencia que escribe. Si lo narrativo autobiográfico supone un tipo de escritura, es a la par un tipo de lectura que se define en la alternancia de ritmos propios a la poesía, densa carga emocional negada al olvido, el dominio alerta y racional de la escritura. La realidad de ultramar coteja al narrador con los recuerdos, las imágenes y escenas escuchadas con asombro en la infancia lo aguardan para certificarle la realidad de los sueños, reproducirse ante la mirada del adulto. Lo que se modifica está en América; en Marina de Camerota quedan intactos los rituales de los ciclos y el culto de las memorias, idénticos al siglo pasado en grandezas y miserias que el narrador, lejos de glorificar lateralmente asume con los ojos abiertos. Toda trampa de los sentidos queda excluida, la lectura engañosa de los hechos es desplazada y se sucede una confrontación limitada en su duración pues debe regresar forzosamente al reino virtual al que se pertenece.

Una vez producido el encuentro, el narrador queda sin tiempo para la experiencia de la soledad que elabora lo vivido; en Marina di Camerota la vuelta suprageneracional del pariente americano es asunto público de colectividad. Una certidumbre se impone: más que lo hallado lo esencial es el viaje, el camino y la búsqueda. El tránsito de los recuerdos al presente real se torna sofocante; al final del viaje los recuerdos del tío Doménico se mutan en locura sin retorno de dos ancianas sobrevivientes, apariciones recordando el peligro que encierran tales tráficos de relatos. El narrador perdió la inocencia de lo recordado, el contador de historias pasadas está definitivamente muerto, JPD salió de su propia aldea a buscar la resonancia de unas palabras en dialecto y halló el tema (o el tema lo halló a él) de la escritura. La dificultad mayor que será explicitada y resuelta en Los fuegos de San Telmo reside en la manera de estar, relacionar un mundo interior de búsqueda y encuentro con la prosa narrativa de ritmo novelesco; para ello el autor se procura la compañía de Virgilio y Nerval, recurre a la claridad de los clásicos y asume los abismos románticos, ubicando su escritura en el cruce equidistante de ambas orillas que toma como faros de referencia. El lector participa, entonces, de una experiencia de hundimiento en el mar y el pasado, el reino de la muerte y la escritura consiguiente. Todo para alcanzar dos certitudes: “Yo soy de Montevideo”, “fue después que aprendí que siempre hay dioses muertos que esperan de nosotros la historia imaginaria de sus encarnaciones sucesivas.” Igual que en todo viaje por mar, el piloto puede perecer -como sucede con Palinuro- yla expedición debe continuar: navegar es necesario aunque adelante aguarde la experiencia del naufragio.

LA ESCRITURA SUMERGIDA

Cuando en la obra de Díaz parecen solucionados asuntos pendientes con el yo y la memoria, irrumpe la historia que altera la circunstancia. El país idealizado toca fondo, las expectativas ante la sociedad son violentadas, los valores resultan sacudidos desde las bases obligando a un doloroso reacomodo preludiando una fractura completa. Un proceso de deterioro social se instala como banco de niebla sobre el país, demasiado conocido para insistir en sus pormenores y que tiene en la dictadura su detestada manifestación. Como dijo Díaz en el coloquio de la Universidad de Maryland (Represión, exilio y democracia: la cultura uruguaya, 1985) la reciente experiencia produjo una cultura empobrecida que, a fuerza de ser silenciada, se volvió casi secreta hasta sondar la preexistencia. Se produce la ruptura del circuito de reflexión interior y el contacto fluido con las producciones culturales del resto del mundo, en pocos años fueron destrozados los nexos entre escritores de diferentes edades a la par que se perdían referentes comunes. De la interacción interesa consignada páginas atrás se pasó a un premeditado y sistemático desgarramiento del tramado cultural, indicado como uno de los más tenaces oponente al proceso cívico militar.

En esta atmósfera que fue continental, opuesta a la respirada en los años de formación del escritor, se inscribe su segunda novela Partes de naufragios publicada en 1969; una propuesta narrativa más ambigua que la anterior y exponiendo elementos de la fragmentación anunciada. Totalidad dispersa o summa ejemplar la novela dispara y aglutina obsesiones temáticas del autor; así como busca rescatar unidades de escritura que fuimos detallando. Es novela paradójica que se construye en un proceso de demolición, donde un fresco histórico de poco más de medio siglo fue asaltado por signos de deterioro, destrozo, decadencia y muerte. Es novela de las partes y los partes; partes en el sentido de ensamblaje en tanto se trata de una estructura novelesca de producción descontinua que, por momentos, mantiene trazas de bocetos y por tramos adelanta ruinas de una obra maestra que orbita el texto, mientras la convicción del fracaso -por momentos de la novela misma- es uno de sus componentes esenciales. Es como si las fuerzas de la muerte omnipresente mitigaron toda excesiva ambición y la tarea consistiera en preparar las exequias, siendo el artificio reducido a un oficio de réquiem narrativo. Pero la palabra partes señala en prioridad el sentido administrativo de comunicado luego del desastre; partes porque son varios los informes y los naufragios son plurales. La unidad se fractura en tanto el narrador se diluye en una polifonía de narradores, donde algunas veces asoma el memorialista, el novelista o el delirio imaginativo. Fragmentos a la deriva en el mar de la escritura añorando una nave perdida; fragmentos que insinúan en el dispositivo un entomólogo de caracteres, un fiscal severo de las leyes del tiempo, un enciclopedista de objetos cotidianos o coleccionista de situaciones dramáticas absurdas.

La novela ilustra narrando el ocaso de un país -el nuestro- y el naufragio de una familia con destino de barcos, en navegación paralela. Partes de naufragios es paradigma luminoso de la intra historia uruguaya y la literatura halla allí su rincón en vericuetos donde la metáfora del país se nutre de sífilis, mudanzas, locura, la pobreza y la muerte. Hilia Moreira, en su imprescindible trabajo dedicado al texto la define como sigue: “En la base de la estructura “novela” se leen otras; una ciudad: Montevideo; una época: desde el levantamiento de 1904 hasta la década del 60; un grupo socio económico: la clase media uruguaya con sus antepasados italianos, sus diversas categorías (estudiantes, amas de casa, obreros especializados, pequeños comerciantes), sus hábitos y sus diversiones (los asados, el fútbol, el mate, el tango, el “boliche”); un estado cultural que se nutre de elementos de biología (cap. 16, 19 y 32), de medicina (cap. 24), textos de masonería, elementos de ficción no literaria volcada en el discurso de la novela (la película de Chaplin), elementos literarios integrados directamente al texto novelesco (un fragmento del tratado primero de El Lazarillo de Tormes), o vertidos en el discurso de uno o más personajes (Ismael); un conjunto de valores políticos determinados por las circunstancias sociales y económicas de una época dada.” (Partes de naufragios: La novela como conjunto abierto / Texto Crítico / Veracruz, 1877) A ello, pueden agregarse las virtudes simbólicas de las novelas, precisadas con exactitud por Jorge Ruffinelli: “La voluntad del narrador imprime desde aquí su significado metafísico. Pues su novela no es sólo el réquiem por un determinado tiempo abolido, es también la reflexión artística (no discursiva) sobre la condición humana, la abolición del tiempo. El mérito de Díaz consiste en jugar sus cartas con una sabia prescindencia. Porque esa dimensión de su novela con está expresada con retórica, y el libro no aparece infusionado de pretendida trascendencia.” (José Pedro Díaz, los desafíos de la realidad / Crítica en Marcha / México, 1979.)

Partes de naufragios abre el espectro temporal y multiplica los personajes, de donde resulta diáfana su intención de marcar una evolución del deterioro y presentar una psicopatología de la vida cotidiana uruguaya. Su circunstancia es el Uruguay moderno, país donde los episodios epilogando una mentalidad del siglo XIX, la experiencia de vida proyectada a lo contemporáneo y el final expuesto de la modesta utopía del paisaje, son signos de la decadencia. Las mudanzas del tiempo en la mínima estructura familiar de origen extranjero, hacen más evidente la distancia entre la tierra prometida y la derrota, por momentos aceptada con rabia como si se tratara de un mal sueño o jugarreta maliciosa de los dioses antiguos. La novela propone una mirada -sostenida en unas trescientas páginas- sobre el país habitado de extranjeros sobre la tierra baldía de aborígenes, de gente modesta con sentido menudo de la aventura y un horizonte sinuoso de felicidad sin pretensiones. Sin embargo, esa autolimitación es exigua y las maniobras de salvataje tentadas inútiles; esta noche no aparecen en lo alto del mástil los fuegos de San Telmo, señales luminosas y prodigios que auguran la continuidad sin zozobrar. Si bien es clara la voluntad del autor por circunscribir la acción de la novela, debe advertirse la manera como JPD captó episodios y protagonistas de articulación social evitando todo maniqueísmo Nos referimos a ciertas franjas de la población permeable a la clasificación estadística y sociológica, entre los arrabales de clase media y la misera que nunca termina de aceptarse; así como un deslizamiento entre la memoria de abuelos extranjeros y la verdad de ser algo distinto al pasado familiar; un Uruguay de valores morales de la pobreza digna, pero insuficientes para capear el temporal de la historia, con confianza ciega en el sistema político paternalista que termina en suicidio, la creencia ilusoria que la felicidad es la celebración de ritos cotidianos, farsesco en su reiteración hasta negar mutaciones del entorno real.

Este Montevideo es un paisaje provinciano de vidas opacas y con destellos de locura, cada día se asume como eterno retorno con padres prudentes, mesurados; los proyectos atrevidas quedan limitados a integrantes excéntricos de la familia, a tíos electrón libre que preservan un cierto sentido de la libertad. En Partes de naufragios se ve a los uruguayos actuando en patéticos sacudones de cambio de barrio, acumulación de objetos, frenéticos movimientos vecinales cuando ronda la muerte. El naufragio es clausura de cierto pasado e ignorancia del futuro, fragmentación y silencio; el naufragio es contabilidad de muertos, desaparecidos y sobrevivientes; es condición necesaria de viejas crónicas, un suceso que los uruguayos insistimos en memorizar. Para ello y mientras se construyen nuevas embarcaciones los hombres nos contamos la historia con variantes de navíos siniestrados. En su astillero Diaz recurrió a una pluralidad de estilos de escritura, a la memoria claro y fusionó fragmentos de narraciones poéticas. Como si se tratara del esbozo de una Enciclopedia inconclusa sobre una sociedad aniquilada, con etimologías sucesivas, significados ocultos, ejemplos lucidos o faltos de sentido, hasta urdir así la Novela a la que deberá apelarse para tener noticias ciertas de los sucesos desgraciados ocurridos entre nosotros.

EL FANAL DE LA CRITICA

La labor crítica de JPD requiere mención particular en el presente Capítulo Oriental, no sólo por formar parte medular de su historial sino porque fue asumida con espíritu creativo, pionero. Observando el ejercicio del comentario para la comprensión de la literatura hecha por otros, podemos retener dos conjuntos de materiales; por un lado están las colaboraciones periodísticas en varias publicaciones y luego los trabajos críticos ambiciosos de mayor alcance. José Pedro colaboró en Marcha (en especial desde 1969), cofundó en 1967 la revista bilingüe Maldoror, editó hacia 1877 los volúmenes de Club del Libro (Radio Sarandí) y codirigió la página literaria de Correo de los Viernes (1980-1984) entre otras actividades. En ese nivel de articulación social literaria, se movió como  gestor informado y atento agente cultural con sostenida continuidad; sin embargo lo que aquí más puede interesar, es su producción como crítico de fondo, aquellos trabajos que se inscriben dentro de las bibliografías conocidos. Al respecto, es en 1953 que se publica Gustavo Adolfo Bécquer: Vida y poesía; se trata de una obra central en la primera madurez del autor. El poeta, docente y investigador halla en la lengua española un equivalente de los modelos románticos, tan importantes en las primeras lecturas; como lo atesta el título el eje de interés se desplaza de la magia a lo biográfico, al estudio de manuscritos en lengua castellana. Tanto afán exegético dio por resultado uno de los trabajos clave sobre el poeta español, que fuera elogiado entre los primeros por José Bergamín en una larga reseña publicada en El Nacional de Caracas el 23 de abril de 1954; más tarde, en 1958 el ensayo fue publicado en la prestigiosa editorial Gredos de Madrid, ambición más o menos secreta de todo hispanista que se precie.

Es sabido que la primera calidad exigida a la crítica es la de incidir en el mismo ámbito cultural que la hace posible; será así que en el año 1965 y en cuanto crítico JPD, protagonizó uno de los momentos más visionarios de su trayectoria. La editorial Arca publica la novela póstuma de Felisberto Hernández Tierras de la memoria,acompañada por un trabajo crítico de José Pedro: ”Felisberto Hernández: una conciencia que se rehúsa a la existencia.” Puede afirmarse que es el primer estudio de enjundia sobre Felisberto y el impulso teórico que contribuye a incorporarlo a un circuito crítico mayor que, rápidamente y por méritos innegables de la obra del pianista, se internacionaliza. JPD prosigue trabajando sobre el autor de El caballo perdido; pero será el ensayo del año 1965 -por su condición de precursor- el que mejor representa los valores críticos que fueran señalados. En contacto más cercano a la práctica docente, debe señalarse un trabajo de 1974 –Balzac, novela y sociedad– donde, a partir de la ideología social y literaria que domina el proyecto totalizador de La Comedia Humana, Díaz propone un recorrido exhaustivo para conocer desde el exterior la obra del gran novelista francés; a la par que adelanta lo que será su interés crítico de la madurez.

Habrá que esperar el final de la dictadura en Uruguay, para conocer nuevos trabajos teóricos de Díaz, serán intentos para leer la literatura uruguaya y una voluntad ética de reconstruir la continuidad segmentada. Los trabajos reunidos en la serie de Los espectáculos imaginarios, si bien están centrados en Felisberto Hernández y Juan Carlos Onetti, se proyectan en consideraciones pertinentes sobre el estado intelectual del país en aquel período y que coincide con las existencia del propia Díaz; al punto que podría decirse que estamos ante una forma indirecta de la autobiografía intelectual. Toma como objeto la reflexión autores cuyas obras se crearon acompasando la formación y si se quiere la generación delimitada del escritor. Este intento especulativo de reordenar lo destruido lo conduce hacia el pasado, reconstruyéndolo a partir de la escritura de los otros, los libros funcionan como crónica de la vida cultural y se internan en los laberintos de la creatividad de los uruguayos; proponiendo como eje, factor común e interrogante rasgo generacional, el tema clásico del espectáculo imaginario. La hipótesis Díaz insiste sobre la circunstancia histórica y la práctica social del Uruguay -común a Onetti y Felisberto- para explicar una práctica literaria propensa al desapego de lo real, en beneficio de la imaginación y traducida en un despliegue de puestas en escena, objetos dispuestos para la instauración de un universo paralelo, simultáneo, coexistente, sustitutivo o preferido -en el imaginario- a la acepción resignada de un entorno degradado.

En dicho artificio, JPD observa una constante creativa que responde a cierta nostalgia (crítica en tanto forma parte de un rechazo) por un modelo de país que dejó de ser, pautando por la hecatombe del proyecto político batllista; en una mecánica que sirve para entender a los otros y también la obra de ficción de Díaz. La crítica se transforma en espejo donde se sostiene: “creemos que fueron las circunstancias históricas, una situación socio -económica, las que, a nuestro juicio, facilitaron la presencia de esa dominante temática.” No olvidemos que para la sociedad uruguaya del año 1939, hacia finales del año, el gran espectáculo no fue la publicación secreta de la primera edición de El pozo, sino el naufragio suicida del acorazado de bolsillo alemán Graf Spee en la bahía de Montevideo. De ahí la validez crítica de la metáfora teatral, si bien la descripción del aire de época Díaz la realiza con evidente nostalgia, más próxima al memorialista que al historiador, que da en sus ensayos un tono de crónicas hasta llegar a la orilla onerosa de los textos. A partir de ahí aparece otro rigor vinculado a la hermenéutica del texto, utilizando argumentos de la teoría literaria para distinguir el terreno de las condiciones de producción, del valor a venir de las obras resultantes.

Es pertinente indicar que la creación de JPD, su evolución temática y de estilo se ve reflejada en la tarea crítica; acompañando a la poesía, la enseñanza y la doble integración del corpus (como teórico y practicante) que reconocemos en tanto literatura contemporánea. Tales preocupaciones parecen confluir en el último gran trabajo crítico del autor, Novela y sociedad de 1991, obra de extensión y contenidos impresionante. Hay allí una poética decantada del ensayo como género literario, la obra en sus enfoques posibles, puede ser leída como manual de iniciación al tema, preceptiva ordenada de la novela, teoría narrativa que prioriza el contexto inmediato y el referente social a lo que puede agregarse el placer de la lectura. La escritura del ensayo guarda señales del arduo trabajo de investigación y fichaje, así como del rigor en el estilo tras la palabra justa y el concepto inconfundible. Dos virtudes merecen destacarse de Novela y Sociedad; primero la profundización en el concepto de novela, que JPD proyecta más lejos de la práctica usual de la escritura extensa para recordarnos su historia previa y social, así como la conciencia de un género total. En esa perspectiva la selección de textos manejados, además de ejemplar es homenaje a escritores así como a títulos que hicieron la grandeza novelesca, desde el pícaro Lázaro hasta los amaneceres atípicos del viajante del comercio Gregorio Samsa. La segunda virtud, más que en la estricta modernidad de la metodología utilizada, debe hallarse en la coherencia ideológica que ordena el discurso crítico, volcándose con vigor a las tesis de relaciones entre literaturas y sociedades que las producen, las hacen posibles. Vaya como ejemplo la siguiente definición: “Consideramos la obra narrativa como la versión diegética -no entimemática- de un pensamiento sobre conductas humanas que se realiza mediante una evocación de la real concreto, que se hace tanto más claro y rico cuando más precisa en su inmersión en la complejidad de lo real.” En lo estrictamente operativo el sumario apunta a una totalidad acorde a las aspiraciones de la novela misma: teoría, enxiemplos, epifanías, mímesis, bricolaje, modelos, tiempo, individualismo así como técnica clásicas y modernas. Cuando se recuerda la práctica creativa de Díaz, Novela y Sociedad parece un gabinete de búsqueda y experimentación, en la que después de años de intensa labor salieron adelante textos que son inevitables en nuestra literatura moderna, en nuestra literatura a secas. Tales las literaturas de José Pedro Díaz, la emprendida como tarea interior y la que se enseña, una resultante del trabajo intelectual y otra que es manifestación imprevisible de la lectura. Ahora que el viaje llega a su última escala, la consigna es recomenzar acaso citando un pasaje querido de José Pedro o porque es relevante dejar a Roland Barthes disponer los adioses: “Por eso la escritura es una realidad ambigua; por una parte nace, sin duda, de una confrontación del escritor y de su sociedad; por otra, remite al escritor, por una suerte de transferencia trágica, desde esa finalidad social hasta las fuentes instrumentales de su creación. No pudiendo ofrecerle un lenguaje libremente consumido, la Historia le propone la exigencia de un lenguaje libremente producido.”

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