(siete fragmentos)
Las raíces están destruyendo los cimientos de la casa. Dice mi madre que si no cortamos el árbol, se mata. Hay demasiada humedad, eso la deprime. Me voy a suicidar, dice, si no cortamos el árbol me voy a suicidar. Ella necesita la luz, los rayos del sol secando al mediodía, las estelas de polvo brillando contra las ráfagas de la tarde, y yo le digo que no, que no podemos cortarlo, pero ella insiste. El gomero levantó las baldosas naranjas ahora verdes musgo quebradas del patio por un ecosistema que produce su clorofila intensa entre las paredes grises carcomidas que sostienen el fondo de una casa de una familia que ya no es. A veces vienen los halcones que cría el municipio a pararse en lo más alto para observar con detención y cazar alguna rata. Mi hermano Sebastián me mandó unas fotos que les sacó a los halcones como si fueran animales que vuelven. De domésticos no tienen nada y de seguro no sienten afecto alguno por mi familia, pero por nuestra casa sí. El árbol es el pulmón de la cuadra y ocupa un punto medio en la manzana. Hace poco busqué en internet y vi la imagen del árbol en contraste con el resto de las casas de azoteas que atestan el barrio. Las azoteas también son bellas con su monocroma que predomina, alguna cuerda con sábanas suspendidas y dos o tres plantas ornamentales puestas como adornos para embellecer la monotonía que abruma en los techos montevideanos. Es cierto, como dijo el personaje del padre al personaje del hijo en una película que vi hace unos años, el tipo estaba en el exilio español y decía que de Buenos Aires extrañaba los techos, Montevideo no es Buenos Aires y yo no extraño los techos porque vivo en uno. Vivo en la casa de arriba de la casa de mi familia y mi casa tiene una puerta que da a la azotea y a los techos del techo. Por mucho tiempo creí que era imposible extrañar lo que una transita, pero hoy encontré el instante exacto de la nostalgia en la casa de abajo, hay un lugar donde sentarse a contemplar la inmensidad del árbol. La descripción literaria es inviable, porque por más que presenciar la infinitud de cualquier árbol pueda percibirse similar, cuando una se sienta en un sillón a determinada altura del suelo, levanta la mirada al enorme ventanal y sigue con los ojos el tronco grueso que corta la puerta en diagonal y las ramas que suben hacia el cielo, se detiene el tiempo. Intento explicarle a mi madre la importancia de mi punto de vista, le digo que no me interesan los cimientos de la casa ni las cañerías, que asesinar un árbol es un crimen y que no quiero ser cómplice de asesinato. Mi madre vuelve a repetir lo que podría ser el comienzo de esta historia: si no cortamos el árbol me suicido, y agrega, si no lo cortás vos lo corto yo, no te hagas problema. Si me dan a elegir entre la muerte de mi madre y el corte del árbol, prefiero a mi madre viva.
Nosotros los miedosos
Cuando Roberto me invitó a trabajar con él estábamos en Los Yuyos. Esa noche tomamos cerveza hasta la madrugada y nos volvimos juntos en un taxi. Habíamos salido del ensayo de la obra con la que terminaríamos el taller que daba en Casavalle, un barrio periférico de la ciudad de Montevideo que tiene un Centro de Desarrollo Económico Local hecho por el progresismo y apoyado por la Unión Europea que parece un bloque de concreto en el medio del cante. Cerca del CEDEL está el Cementerio del Norte, ahí enterramos al Gordo Diego, pero llegué tarde, siempre llego tarde a los entierros o ni siquiera llego. Después de que el Gordo Diego se murió escribí uno de mis primeros cuentos y se lo pasé a uno que es poeta y escribe cuentos, pensando que me invitaría a leer en alguno de esos eventos literarios donde la gente lee, pero no, me parece que dijo algo así como: está bien, tiene algunos temas de puntuación, y no mucho más, y yo quedé triste, nunca pensé que su respuesta estaría relacionada con la sintaxis del texto. Ese cuento quedó en la nada y no lo volví a leer, pero lo voy a buscar porque fue una de las primeras muertes.
Cuando murió el Gordo Diego falté al taller de Roberto, el velorio fue el martes y el miércoles era el entierro. Para llegar al entierro tenía que tomar el mismo bondi que tomaba para ir al CEDEL. El recorrido, que terminaba en ese centro, pasaba por todas las tumbas, florerías y empresas de venta de artefactos de mármol que rodean el Cementerio del Norte, es más, años después, cuando ya estaba ensayando para la obra de Roberto, hicimos un ejercicio con un compañero y rompimos el lavabo de casa, entonces tuve que ir de nuevo hasta el Cementerio del Norte para comprar uno del mismo mármol del mismo color y con la misma piedra rojita y negra. El nuevo anda tirado en el comedor antiguo entre las vajillas chinas de mi abuela porque nunca lo colocamos, porque no sabíamos cómo hacerlo y Pancho, el amigo de Roberto que trabaja en la construcción y siempre le hace las escenografías, dijo que lo haría pero después empezamos a construir la obra y nunca más se habló del tema y ahora en el baño hay una canilla sin soporte con un balde blanco de plástico debajo por si alguien tiene una urgencia y debe lavar sus manos. Igual hay otro baño idéntico, uno al lado del otro, y el otro sí tiene lavabo así que tampoco es un problema tan grave, es más que nada estético y alguna vez mi primo Agustín preguntó qué había sucedido con el mármol a lo que respondí: se rompió en mil pedazos, fue un accidente. Obviamente no le dije que Carlos, mi compañero actor, se había sentado sobre el lavabo a pesar de que le advertí que no lo hiciera mientras ensayábamos una escena en el baño de casa. La escena estaba buenísima pero no recuerdo nada de lo que decíamos y después del quiebre quedé tan aturdida que empecé a tomar whisky aunque nos habían dicho que no podíamos tomar en el ensayo. Tomar siempre estuvo prohibido pero nunca dejó de hacerse. Parece que en la obra anterior, en algunas funciones, habían tenido graves problemas con el alcohol, algo así como que alguien le había pegado a alguien en escena o que alguien estaba tan borracho que no podía mantenerse de pie, cosas normales que suceden cuando tomás mucho alcohol. La noche antes del entierro del Gordo Diego creo que tomé mucho alcohol, estábamos con dos amigos de un exnovio y terminé garchando con uno de ellos. Creo que él no se acabó o no se acababa pero yo me acabé toda y me quedé dormida. A ese tipo le terminaron poniendo un marcapasos con treinta y dos años de la cantidad de cocaína que toma, y el pobre Gordo Diego se murió con veintipocos.
Después de ese entierro tuve mi primer problema para volver a actuar. No podía permanecer en escena porque sentía demasiada vida y eso me generaba un profundo miedo a morir. La parálisis fue tal que llegué a la conclusión de que si el Gordo Diego había muerto yo no merecía vivir porque éramos lo mismo, un sinsentido absoluto pero en esa época me pareció razonable. Uno de los ejercicios de Roberto consistía en salir a escena como si fuera la última vez que te subieras a un escenario. La mezcla intensa entre la última vez y la percepción de vida total, sumada a que el bondi que me tomaba para ir a ese lugar era el mismo que me había tomado para ir al entierro del Gordo Diego, me daba un miedo terrible que con el tiempo fui superando y que creí haber superado por completo cuando empecé a ensayar para la obra de Roberto a la que me invitó aquella noche después del taller en un taxi del que recuerdo bajarme y decir: no te olvides de mí, Roberto, yo me voy a vivir a Argentina pero vuelvo y hacemos la obra, y él respondió algo así como: no te preocupes, chiquita, no me olvido.
La casa, mi madre, mi hermano, mi novio y yo
Somos iguales a una familia tipo de alguna telenovela argentina. En Uruguay no existen las telenovelas. Un día hicieron una o dos pero después no hicieron más nada porque no había dinero. En Uruguay no hay dinero pero hay progresismo y desde que hay progresismo las personas deciden o creen tener maneras de consumo parecidas a las que tienen los ricos de las clases altas. En mi casa nadie tiene dinero. La única que tiene un trabajo fijo es mi madre. Mi hermano trabaja los viernes, sábados y domingos en Caín, un boliche que dice ser la «principal disco diversa de Uruguay» y que tiene a las mejores drags de Montevideo. Con mi hermano peleamos siempre, él defiende al dj abusador y yo me enojo, o defiende al community manager que les dijo «feminazis» a las que escracharon al dj abusador, y me enojo. Me enojo siempre con mi hermano aunque mi madre me diga que no lo trate como lo trato. Mi madre lo sobreprotege. A veces creo que lo cuida así porque es puto y siente culpa, pero no estoy segura. El community que les dijo «feminazis» a las que escracharon al dj abusador vive a dos cuadras de casa, y medio que se hizo amigo de mi hermano pero yo sé que no, porque mi hermano no tiene amigos, pero igual mi hermano lo defiende de que diga «feminazis» porque dice que el community viene de un barrio pobre de la periferia de la ciudad y que su padre trabaja como recolector de basura con un carro tirado por un caballo. A mí no me parecen excusas suficientes pero ya casi que no digo nada porque es para problemas y porque soy la única que no tiene trabajo formal. Mi novio tampoco tiene trabajo, escribe para un diario progresista en el que le pagan cuando quieren y después ganan premios gringos que dicen que son el mejor medio de comunicación de Uruguay, un medio «de izquierda» que no le paga en tiempo y forma a sus trabajadores y que curra con placebos de Soros o alguno de esos, y cuando no está escribiendo para el medio progresista carga y descarga camiones con cajas de una empresa que arregla y vende impresoras. También escribe libros, pero en Uruguay no pagan por escribir libros. Yo a veces escribo y doy algunos talleres, pero lo único que sé hacer es teatro. Estudié teatro porque era lo más parecido a cine que se podía estudiar gratis en Uruguay. El teatro no me da dinero. Hace tres años que estoy ensayando una obra con un grupo pero no recibo un peso y yo necesito dinero para cortar el árbol para sacarle la depresión a mi madre. Cortar un árbol es costoso. Hace poco escribí: esto es lo único que sé hacer, es de lo que más sé y es lo que sé hacer. Le dije a mi madre de hacer una obra en la casa para conseguir dinero para cortar el árbol y que solo cortaría el árbol si hacíamos esa obra para que antes de cortar el árbol muchas personas vieran la misma imagen que veo cuando me siento en el sillón a determinada altura del suelo, levanto la mirada al enorme ventanal y sigo con los ojos el tronco grueso que corta la puerta en diagonal y las ramas que suben hacia el cielo. Quiero que se detenga el tiempo, mamá, eso le dije. Hago procesos imposibles que duran demasiado.
Barrio
En la cuadra de mi casa hay dos obras de la construcción. Hace ocho meses que no puedo escribir pero tengo que escribir porque me dedico a escribir. El primer sonido de la mañana es un pitido agudo de una puerta eléctrica o de la alarma de una puerta eléctrica. Ese sonido se repetirá desde las siete de la mañana hasta las cinco o seis de la tarde, de lunes a viernes, a veces los sábados. Hay dos grúas del tamaño de dos edificios de más de siete pisos que se mueven con el viento. Por la noche la tranquilidad es espasmódica, los andamiajes parecen gigantes estúpidos que se balancean. Un obrero canta «no me digas adiós / no me digas adiós, llorando / porque voy a creer, porque voy a pensar / que me sigues amando». Ya no escribo cartas de amor ni siento nada. Me convertí en un ladrillo más de la manzana. Ayer vi cómo demolían un centro cultural judío en la otra cuadra, no era una sinagoga pero tenía bloques antibomba en la puerta, primero tiraron abajo los bloques y después retroexcavadora. Están desapareciendo la ciudad en la que nací y ahora es la ciudad en la que vivo aunque no la elija. Ya no puedo ver las copas de los árboles de la otra calle ni el río que apenas se asomaba entre las azoteas a lo lejos. El atardecer es un acontecimiento estéril. Los días pasan más rápido porque quiero que terminen.
Ocupaciones
Mi madre me escribe un viernes a las diez de la noche para preguntarme si ya conseguí un lugar adónde ir porque van a vender la casa y tengo que sacar mis cosas. Tengo también treinta años y una depresión que no me permite levantarme de la cama. Hace dos meses una feminista escribió al semanario donde trabajo para acusarme de plagio, en su correo electrónico adjuntó capturas de pantalla de un posteo en redes sociales y dijo que yo la seguía en todas sus cuentas y que le había hecho plagio de sus posteos de redes sociales, mi jefa le respondió que en ningún fragmento de la nota en cuestión había una copia textual de sus palabras y que su propuesta no era nada nueva, que eran autoras muy conocidas que escribían sobre el tema del que ella habla y del que yo también. Me sentí doblemente mal, por un lado una feminista me hace una acusación pública, sin poner mi nombre pero diciendo que tengo un lugar de poder, por lo que nunca en la vida pensé que estaría hablando de mi persona, porque no tengo trabajo, estoy completamente precarizada y en el semanario no me pagan desde la nota que escribí para el 8 de marzo del año pasado, y por otro porque mi idea había sido tan básica que otra persona la había posteado antes en redes sociales, y no es que quiera sentirme o ser original, pero sí, se ve que de tanto ir a lo simple me quedé pequeña y así fue que por dos meses no pude escribir más notas, ni nada, ni un poema, aunque sí pude escribir posteos en redes sociales que es como no escribir nada, como la feminista que escribió unos posteos y se creyó que estaba escribiendo. Con treinta años, dos meses sin hacer nada y en absoluta depresión me dicen que me tengo que ir ya de la casa, a donde sea y como sea, y Enrique, mi psicólogo, me dice que piense por qué siempre estoy en los lugares en los que no tengo que estar. Lo pienso y sé que tiene razón pero no me sirve de nada enojarme con Enrique que debe de ser la única persona del mundo que me sigue escuchando con cariño, obviamente porque le pago. Le digo a mi madre que es una desubicada, que cómo me va a escribir un viernes a las diez de la noche para decirme eso, y me dice que en algún momento me tenía que decir y que no la maltrate. Decirle desubicada a mi madre no me parece un insulto ni un maltrato pero la entiendo, ser desubicada es tener treinta años y seguir viviendo en la casa de tu madre.
Camiones
Hacemos la mudanza con tiempo. Hace seis años que nos estamos mudando. Vivo bajo la amenaza de tener que irme. La sensación de que ningún vínculo con el espacio vale la pena. A mi madre se le caen los pedazos, a mi madre y a la casa. A mí también. Abajo todo quedó como si mi abuela hubiese muerto ayer y pasaron seis años de descuido absoluto. La decadencia de los objetos refleja lo que tenemos adentro las personas que habitamos la casa. Somos seres con espíritus de plástico, basura y papeles viejos. Mi madre tiene una montaña de carpetas azules sobre un aparador. Abro una de esas carpetas de los noventa al azar y encuentro el documento de divorcio de mi madre y mi padre. La fecha del divorcio no tiene sentido y es de doce años después de lo que recuerdo como el verdadero divorcio de mi madre y mi padre. Tardaron doce años en concretar la logística legal del término de su vida en pareja. Mi madre me saca el papel de las manos y vuelve a colocarlo en la carpeta azul. Dice que son documentos personales y que no tengo que estar tocando sus documentos personales y le digo que está muy equivocada porque en ese papel dice mi nombre y ahí me doy cuenta de que en el documento quedó inscripta mi fecha de nacimiento con un día posterior al que creí que era e inmediatamente mi madre saca una partida de nacimiento y me dice que se deben de haber equivocado que yo nací el día que nací que no me haga historias.
Los ruidos, los golpes, las obras y los obreros están adentro de la casa de mi cama de mi cabeza. Debo apurar la escritura porque debo irme porque en cualquier momento cualquier cosa un pedazo de techo en la almohada un agujero por donde dejar pasar el hielo. Asumo que la casa se pierde, se pierden el barrio la familia pero los recuerdos no. Es imposible registrar la vida de modo que su ritmo no se interponga en las formas de representación en el plano. Esto que hago que intento que logro de la manera que, solo es una ínfima parte de los resquicios quebrados de las líneas temporales que hacen la sombra descanso de aquello que fuimos cuando éramos. Ahora nos compartimentamos y debo aceptar la vida se disgrega y no puedo hacer nada por mantener la unión más que anotar con premura todo lo que vi todo lo que sé todo lo que escuché que me contaron. Le dije a Alicia, mi amiga de setenta años, que el libro que yo quería escribir ya lo había hecho ella, y ella me dice que su madre decía que en todas las casas se cuecen habas y que no me preocupe por estar escribiendo el libro que ella ya escribió, dice y espero no se enoje por copiar sus palabras textuales: no importa que yo haya escrito La casa de enfrente; tú tenés la tuya que es solo tuya aunque se parezca a otras, porque ese es el destino de las casas y de las familias que las habitan, parecerse a otras y así se va construyendo el mundo social y el privado que a veces se expresa en la literatura.
Es hora de irse yendo.