(I) Fronteras Invisibles

Si este libro fuera novela estaría comenzando con la frase equivocada, de ser una ficción necesitaría que se conocieran pequeños capítulos preparatorios previos; podría redactarlos esta misma semana y estamos a tiempo, pudiendo ser tantos que ello sería Misión Imposible. Apenas puedo, siguiendo en el intento evocar escenas fundadoras a manera de denominador común y siendo ambiguas en su pretensión de acomodarse al desafío. Estando tan lejos yo en tiempo de la situación requerida -la escena inicial descubierta cuando se levanta el telón- admito que podría ser inventada; probando el vestuario de personaje modélico facilitando el trámite -sabiendo que fue mi caso- saltan esquirlas de una memoria que se resiste a la disolución. En tal circunstancia quisiera ser un derivado de Hal 9000, antes de que el astronauta ingrese al corazón de mi sistema con un destornillador amenazante.

Lo que viene de escritura hasta el final se justifica si, antes de continuar con la lectura, hay del otro lado un estudiante franqueando el desierto entre las horas de liceo y el ingreso a los anfiteatros universitarios; que asimismo es lector curioso, aunque luego le corresponda disecar cadáveres con olor a formol o penetrar el sistema del Mosad desde una terminal insuficiente de computadoras en la ciudad de Durazno. Alguien que resista o al menos relativice, el poder de la ficción audiovisual y por azar (recomendación olvidada o esa curiosidad que acelera al fuerza del destino) se encontró con un libro usado de Felisberto Hernández. Ese lector más mutante que in fabula puede ser hombre, mujer o centinela del tercer reino; quienes sostienen que Guns N’ Roses es Shangrilá de entrega tal vez tengan razón, pero quedan excluidos del rif donde Felisberto es más genial que Slash. Dicho iniciado debe presentir el vicio de la lectura que le llevará la vida, con idéntica intensidad temblorosa de quienes buscan la última línea de cocaína o el sexo en la cortada de la transgresión.

El primer paso está dado, el pasaje al acto de cerrar el libro de F.H. quedó atrás. Conocemos a grandes rasgos la ciudad Felisberto del centro hasta los extrarradios. Fue una experiencia distinta, acaso quisiéramos regresar el próximo verano y extraviarnos con voluptuosidad. Es necesario para ello consultar una guía donde se visualicen grandes bulevares de canteros centrales, las plazas sofocadas con fuente y zonas peatonales marcadas de amarillo. Eso yo lo buscaba cada vez que descubría un nuevo autor en el siglo pasado; un manual del Fondo de Cultura Económico de México y fascículos de Capítulo Universal, botiquines de primeros auxilios que fueran a la vez pista de aterrizaje y rampa de lanzamiento. Ayuda necesaria para entender cómo ocurrió que transitamos esa frontera sin pasaporte al día y luego salimos por un túnel anexo sin luces, con la única obsesión de regresar para perdernos en barrios que nos faltan conocer.

Pienso en un lector uruguayo sin que sea condición excluyente, debería ser joven como yo lo fui para creer en algo todavía y buscarle sentido al mismo cuento contado por un idiota. Decir -años después de la gira mágica y misteriosa- que valió la pena y José Pedro Díaz estaba en lo cierto preparando el terreno de la recepción entre nosotros. Hace falta un ejercicio honesto de ascesis consistente en recuperar la credulidad de los niños de la época de Felisberto; cuando se estudiaba piano o acordeón en conservatorios con bustos blancos de Beethoven, despertando de pesadillas nocturnas en una ciudad donde se vendían partituras alemanas en el Palacio de la Música, en la Avenida 18 de Julio esquina Paraguay. Madres y padres iban al Palacio a comprar métodos para músicos debutantes, primeras lecciones permitiendo pasar, del solfeo en cuatro tiempos y semicorcheas, al teclado del Gaveau vertical siguiendo indicaciones de Ferruccio Busoni.

Ahora entremos en materia movediza: entre leyes universales de formulación matemática, escrúpulos culturales dando cuenta de la compleja realidad en nuestra zona de confort y tesis tentadoras supuestas en lo fantástico -en tanto parte del mundo y territorio literario recurrente-, ronda una indistinta dimensión luminosa y agresiva de esa dualidad de conceptos sospechosos que la condicionan. Con prioridad en los relatos breves de su autoría, FH optó por reincidir en ese coto que despista adrede las retóricas rígidas sin alarmar efectos anejos de la imaginación.

La interacción de esos tres estados en conflicto -saber consensual, prejuicios receptivos, posibles atajos dejados por escrito- induce a una lectura doble o multifocal que los tenga en cuenta mediante vigilancia simultánea. Gesto de quien entra a una dulce corrupción, lectura circular o dialéctica, pendular si se quiere, que nunca estática y menos parcial. Si ello es aplicable a los cuentos, algo similar sucede con la consideración de zonas más extendidas y definidas de su creación buscando la novela. Considerando la totalidad rescatada de su obra, los cuentos primeros -y otros que hicieron su renombre- pueden ser identificados retóricamente con cierta facilidad; en su condición sedimentada del proceso creativo lineal despejado y tejiendo, tanto como en la organización de su artilugio poético.

Es notorio que. en las primeras ediciones de frágiles cuadernillos, se manifestaban temprano características de lo que será la obra ulterior. La estrategia mantenida y privilegiada, fue el crecimiento en un frente común más que la sumatoria de etapas disímiles. De aceptar esta premisa en los primeros movimientos redactados, el progreso de su narrativa aparece como itinerario provocador. Con llegadas inopinadas, partidas furtivas, trasbordos en escalas cromáticas, correspondencias a horas impuntuales. Un viaje incluyendo el río subterráneo desde las imprecisiones debutantes a la madurez, de materiales de taxonomía elemental para iniciados a resultados de delimitación compleja y seducción incuestionable.

En el principio, los textos agregados -tanto como el objeto libro- padecían de urgencias o precariedad resultado de la mutación del interesado, artesanía improvisada seguida de una inclinación con bemoles de duda. Luego, asistimos al trabajo intenso y empecinado, -junto a una conciencia testaruda para que fuera posible- al amparo del género novelístico -escenario urticante del conflicto entre escena fundadora, personajes extraños y mecanismos sinuosos de la evocación-, derivando en decepción ineluctable, agotamiento de esa vertiente creativa. Situación paradojal y resultando ser el antecedente más perceptible a la magia de sus mejores cuentos.

Este cambio clave de la estrategia de producción, supone la manifestación de una profunda crisis buscando la puerta de salida. Su testimonio -el contar para entender sin obligación de diagnóstico- forma parte de las narraciones, la introspección supuesta en la memoria se incorpora allí al cuestionamiento de su propia pertinencia. Comprender el sentido e irrupción de los cuentos, transita por formular la fractura que se narra y documenta en “El caballo perdido”: se fuerza en consecuencia la cronología metodológica. Entender la vida social de la obra y el fulano, comienza por interpretar la pesadilla recurrente rumiando en las tierras de la memoria.