El collage

La asistente social de pulseras tintineantes golpeó sus uñas severas sobre el teclado y se quedó contemplando el cuadro de una mujer pelirroja de grandes muslos felizmente envuelta en una cápsula dorada. Era el cuadro de Dánae de Gustav Klimt. Buscó los datos en el ordenador. Era un pintor vienés que había tenido muchos amoríos con mujeres bellas. Quería rescatar un fragmento de la historia que acababa de recomponer que no estuviera sucio y corrompido. Necesitaba contárselo a alguien o al menos escribir su propia versión.

Todo había empezado con una vivienda que le habían asignado a un padre con su hija. El hombre, vestido con descuido, demasiado abrigado para la primavera y con la ropa oliendo a humedad de tela mal aireada, se presentó ante las oficinas largas del ministerio de vivienda con su hija. Ella se veía muy callada. Era muy delgadita, con las formas apenas insinuadas de su adolescencia, pero se la veía bien vestida y bien cuidada.

El individuo parecía feroz y autoritario pero en sus documentos constaba que la hija acudía a centros educativos, dado que la madre no podía hacerse cargo de ella. La muchacha apoyaba con insistencia la decisión de su padre. El hombre tosco era esporádicamente electricista y carpintero y atribuyeron a su falta de roce social y a la vehemencia para obtener la vivienda todos los exabruptos. La asistente cincuentona por una extraña intuición anotó todos los datos en una libreta rosada que guardaba en su escritorio. Había que hacerles algún tipo de seguimiento.

El resto de la historia la supo por boca de la propia hija y fragmentos de los recuerdos de su terrible segunda visita al departamento que les había concedido el propio estado.

La hija menuda y delicada estudiaba todas las tardes historia en la facultad de humanidades. Se sentaba en la silla más apartada del profesor y su gestualidad permanecía indiferente a todas las inflexiones de la voz, a los vívidos ejemplos visuales que los docentes le llevaban e incluso a las preguntas de sus propios compañeros. Tenía en su cuaderno imágenes bajadas de internet de los cuadros de Klimt pegadas una junto a otra conformando una suerte de collage.

La joven no era bonita sino lánguida -su tipo hubiera atraído quizá a un escritor del 900, sus ojeras rosa oscuro y sus grandes ojos casi ocultos por los mechones lacios que le caían sobre la frente.

Un día uno de los compañeros que más sobresalía y más se destacaba en el curso de historia de las ideas, llegó tarde y se sentó junto a ella. Era alto y corpulento y combinaba su ropa sin la más mínima atención a los colores. Tenía el pelo largo que le crecía con una fuerza descomunal: la barba parecía la prolongación natural de su cabello oscurísimo. Le miró las tapas del cuaderno y le comentó que a él también le atraían las artes visuales y aunque no era su favorito también tenía en su biblioteca postales de Gustav Klimt.

Ella le dio la misma mirada indiferente que le brindaba a todo su alrededor pero algo se conmovió en el fondo de sus pupilas, un ligero movimiento, como la sombra de algún pájaro. Él intentó averiguar sus datos pero sólo se enteró del nombre de pila y de que estaba amparada por una beca universitaria.

La vio un par de veces más. Procuró llegar tarde para sentarse a su lado pero ella permanecía en silencio y daba en todo momento señales cercanas al agotamiento. Él pensó que debía exigirse demasiado en sus estudios. Se lo comentó pero ella no le respondió ni que sí ni que no. Por eso solo dejaba lugar a conjeturas.

Decidió ir a la oficina de becas para averiguar alguno de sus datos. Tenía a la mejor amiga de su hermana, una joven con rastas y vinchas llamativas, trabajando en la administración de ese sector. Fue con el número de la cédula de identidad con que firmaba todos los días en clase y obtuvo mediante largas explicaciones a su amiga alguna información. Tenía solo correo electrónico. No había dejado su teléfono celular (o no tenía) y tampoco el número fijo. Solo obtuvo el mail y la dirección de la casa, en un complejo pequeño en Malvín Norte.

Seguía viniendo a clase y contemplaba todo como si se tratara de una sala vacía. Alternaba eso con una toma mecánica de apuntes, incluso de partes que ya habían sido enunciadas por el docente de historia de las ideas, que disfrutaba enfatizando sus relatos y repitiendo los datos para reforzar sus puntos de vista.

El estudiante se preguntó qué habría detrás de todo esto. No porque él se creyera un gran seductor que inspirara respuestas inmediatas a sus insistentes conversaciones, pero la frialdad que ella manifestaba respecto a su entorno le resultaba poco natural y misteriosa.

Cuando llegó a su casa le envió un correo con una frase de Klimt en donde decía que no pintaba autorretratos ya que no se veía a sí mismo como el objeto de ninguna búsqueda estética. Mandó el correo el lunes. Esperó toda una semana. A la misma hora en que lo había enviado recibió el siguiente lunes con signos de puntuación una carita sonriente.

Pensó en ir a verla a la casa, en develar su misterio. Tampoco sabía con quién vivía pero le pareció una invasión a la privacidad tan celosamente resguardada.

Fue de nuevo a la oficina de su amiga, que le hizo unos comentarios irónicos diciendo que estaba atrás de una paciente psiquiátrica. Averiguó que vivía con su padre en una vivienda ofrecida temporariamente por el estado y debido a ello y a sus calificaciones había obtenido una beca para sus estudios universitarios. Pensó que quizá su precaria condición social la marginara pero había conocido varios compañeros en su misma situación que no tenían tantos problemas a la hora de socializar. Tenía que haber algún otro motivo.

Un día en que la vio muy cansada él le preguntó por qué y ella le respondió que por las noches ayudaba a su padre con el trabajo. Tampoco le aclaró bien qué era lo que hacía, pero parecía ser algo monótono y repetitivo

Estuvo un tiempo sin escribirle para no acosarla. Le preguntó “¿Tenés novio?” y ella le respondió que no a secas, la semana siguiente en el mismo horario en que había sido enviado el mail original.

La próxima vez en una esquina de la clase junto a la pared descascarada del fondo le preguntó en qué consistía el trabajo que la tenía tan agotada. Ella le contestó que cada noche llevaba con su padre un detallado registro de sus trabajos de electricista y carpintero, desde antes de que ella naciera: el encargo exacto, cuánto había cobrado y la dirección de todos sus empleadores.

 A él le pareció algo obsesivo y demandante pero quizás el padre quisiera hacerle juicio a alguien por no haber cumplido con sus retribuciones. Ella se veía cada día más ojerosa y más pálida.

La invitó a salir en otro correo electrónico. Ella respondió un lacónico “no puedo” pero con letras mayúsculas, expresando una emoción que él no supo bien cómo interpretar.

Averiguó que se trataba de su padre. Ella tenía ya dieciocho años pero su padre controlaba firmemente su vida, los horarios en que salía y regresaba, además de hacerla realizar todas las tareas domésticas y los trabajos nocturnos.

Pasó un tiempo sin buscarla. Luego una noche inspirado por no sé qué recuerdo, le envió el beso de Klimt donde dos amantes arrobados se abandonaban a los labios del otro envueltos en mosaicos dorados. Ella entendiendo el mensaje le dijo que podrían verse quizá durante la hora de clase.

Acordaron encontrarse en el departamento de él que vivía solo junto a un amigo músico que había ido esa semana a Salto para ver a sus padres.

El edificio era de los años 30, con una puerta art decó con círculos y líneas verticales ondeadas que los cruzaban en hierro junto a una puerta de vidrio. El ascensor pequeño de tijera los llevó hasta el tercer piso.

Puso la llave del medio en la puerta de madera pintada de gris y entraron. En el corredor estaba el violonchelo del amigo. Le mostró primero su biblioteca con las postales con fotos de pensadores conocidos, algunos cuadros abstractos y unas postales Art Nouveau entre las cuales tenía el cuadro de Klimt.

Ella se sentó en un sofá de lona y no se quitó el saquito de hilo. Parecía tener frío. Se sentó con las piernas muy juntas y le pidió un café con azúcar. Él le batió en una jarrita un café instantáneo aunque le pareció poco romántico.

La desvistió despacito como si le sacara las ropas a un niño solo que a plena luz. Vio su cuerpo hecho de huesos finos y cartílagos transparentes. Hicieron el amor en las poses más convencionales, él temeroso de aplastarla, ella mirando las borlas de una lámpara en el techo. No sabía si había sentido placer o dolor porque su rostro nada expresaba. Cuando ambos acabaron de moverse, ella cruzó sobre el cuerpo de él sus brazos y sus piernas para atraerlo hacia su pecho.

 Al día siguiente y durante dos días más cuando tuvieron las evaluaciones escritas ella faltó a las pruebas. Él comenzó a inquietarse: tenía como último recurso la dirección de su casa pero la había evitado a toda costa.

Tomó el ómnibus que se desplazaba entre moles de cemento y barrios de lata donde flotaban las ramas y los deshechos de plástico chillón en las cunetas. Llego al complejo llamado Miranda, construido sin amor ni piedad por sus habitantes y subió la escalera hasta el cuarto piso, sintiendo el ruido de sus pasos sobre los apretados escalones. El timbre no funcionaba. Golpeó primero y no lo oyeron. Golpeó nuevamente con las manos abiertas y toda la fuerza de sus brazos alzados hasta que salió un hombre bastante enjuto con la barba rala y desaseada y el cuello de la camisa brillante de grasa.

Inmune a las diferencias de estatura comenzó a insultarlo.

Estuvo veinte minutos para intentar calmarlo y convencerlo que no había llevado a su hija a ninguna parte. Lucía sin embargo había desaparecido sin informarle a nadie, ni siquiera al personal de las becas su última dirección.

Guardaba la libreta rosada con círculos naranja, entre infantil y psicodélica, pero de esa manera nunca la extraviaba. Allí tenía anotadas dudas y direcciones. La tenía escondida en el último cajón y de vez en cuando la revisaba.

Era un martes de enero y en la oficina larga sin plantas no había mucho trabajo para hacer.

Fue así como dio con la dirección del hombre tan grosero y tan autoritario que la había logrado intimidar.

Vamos a darnos una vuelta e inspeccionar uno de los apartamentos. Tengo una corazonada -le dijo a una asistente más joven que trabajaba con ella.

La otra funcionaria acababa de recibirse con puntajes tan llamativos que le llovían ofertas de trabajo por las redes sociales. Comenzaron a hablar y hablar sobre el tema y terminaron verdaderamente preocupadas.

Subieron al Chevrolet viejo de la asistente de más experiencia que hacía tintinear sus pulseras metálicas en un intento por calmar sus nervios. El auto estaba estacionado al rayo de sol y al sentarse en los asientos de cuerina fue como si tocaran una bola de fuego. Bajaron las ventanillas a mano y con dificultad. El aire de la calle no enfriaba el vehículo pero al menos irían a su destino de modo más directo.

Partieron del centro, se dirigieron por la gran avenida arbolada en los canteros hasta llegar a la periferia donde las fachadas de las casas se desdibujaban y dejaban ver claramente las separaciones entre los bloques de cemento así como la falta urgente de una red de saneamiento y la inundación de algunas bocacalles.

Llegaron a la vivienda a unas doce cuadras de la avenida. El bloque de apartamentos era también gris sin enjardinado y las viviendas parecían tan sólidas como sucias, llenas de sábanas colgadas en las diminutas ventanas. Subieron sofocadas y sudando las cuatro escaleras que los separaban del 407.

Tocaron el timbre. No oyeron bien que sonara pero esperaron unos quince minutos paradas contra la puerta. Un vecino que llevaba una bolsa de galletas les dijo que golpearan, que no habían arreglado el timbre todavía.

Después de deshacerse los nudillos golpeando, la asistente recién recibida se descalzó un pie, se quitó el sueco y golpeó con él casi hasta derribar la puerta.

Al rato apareció un individuo con el rostro macilento, como si no hubiera salido al sol durante varios meses. Les pidió identificación. Ellas llevaban una planilla con los datos y preguntaron de inmediato por su hija. El respondió que había salido a hacer un mandado. Le pidieron para entrar y él las dejó pasar a regañadientes.

Había todo tipo de envases y de latas con plantas resecas en lo que era el living dormitorio de la casa. Allí mismo él había colocado tres colchones sobre la parrilla al lado de la ventana para recostarse y así ver para afuera desde su posición reclinada. Junto a la cama había un par de revistas viejas de humor y un cenicero llenísimo que no había sido vaciado en por lo menos una semana. La casa olía a encierro, pero no era el olor temporal de una vivienda deshabitada sino un profundo hedor de varios meses sin ventilación.

Se dirigieron al cuarto de la adolescente. No había ningún objeto -ni un poster pegado a la pared, ni una cajita en la mesa de luz. La asistente más joven se dirigió al ropero y lo abrió: tampoco allí había ropa.

Sintieron miedo. Tenían que encararlo y el hombre se podía volver aún más violento. Le dijeron que la hija ya no vivía con él, que le habían otorgado ese apartamento porque ella estudiaba, solo para cobijarla.

Él comenzó a rugirles sus justificaciones. Parecía un frenético pájaro de la selva irguiendo su cresta frente a la amenaza de un depredador. Ellas, un poco más calmadas, intentaron razonar con el hombre

Él exclamaba que ella había escapado de él pero que él era un buen padre, que la había cuidado bien.

Para demostrar lo afirmado les trajo un calendario con unas fechas marcadas en rojo. Yo la controlaba -les dijo- la controlaba muy bien.

Por último apareció con una bolsa gigante de nylon que soltaba un olor fortísimo, visceral y viejo y asombradísimas vieron como el hombre guardaba desde hacía meses los apósitos menstruales de la hija a la que había supervisado como un carcelero.

En su escritorio cómodo pero despojado la asistente más madura contemplaba el cuadro de Klimt que le había enviado la hija del individuo, a la que había logrado localizar en una feria nocturna en Canelones, vendiendo con su madre velones artesanales. Recordó el brillo de sus ojos con las luces. Su mirada había cambiado mucho.

Quiso retener los mosaicos dorados del cuadro, las velas decoradas y aromáticas. Ya tendría tiempo de ponerse al día con las pesadillas.

Luna menguante

Cuanto más huía, más bella se volvía

Ovidio

De pronto, en medio de la multitud, comenzó a sentir asco por la gente. Estaba rodeado de lo que podría llamarse su propio medio. Una fiesta en un lugar atrayente y lujoso como una mansión californiana, con tejas oscuras que brillaban y un lago artificial junto a las mesas.

Afuera comenzaron los fuegos de colores en el aire. Siempre los había admirado. Le habían dado una alegría primitiva, una suerte de felicidad infantil, una sensación que todo estaba bien en el universo. Pero hoy los juegos de luces se parecían demasiado unos a otros; se asemejaban a trucos publicitarios baratos; se sentía de cerca el olor a pólvora. El estruendo lo hizo remontarse a los ruidos terribles que debían sufrir en sus oídos los viejos y los animales en guerras que parecían siempre tan lejanas.

 Y aquí estaba él. Con una sonrisa forzada y elástica, vendiéndoles no un producto sino la esencia de consumir ese producto, de consumir en general, la filosofía de la sonrisa, del medio vaso de agua lleno, de la búsqueda permanente de la edad dorada.

Y estaban también las mujeres. Había varias en su mesa intentando captar su atención. Unas con el atuendo provocativo, las lentejuelas en el escote, el corte de la falda a la altura de las largas piernas. Otras con la conversación. Intentaban alabarlo, reafirmar su ego, qué bien se había desempeñado en cada área en la que había estado en los últimos años, cómo había cambiado gracias a él la estrategia de la empresa.

Incluso estaba la mujer del director regional. Con sus manos hambrientas de dedos largos no perdía la oportunidad de tocarlo. Le rozaba los hombros con sus uñas granate, lo miraba recordando las noches que habían pasado juntos en un hotel roñoso, porque la cautela nunca era suficiente.

Lo asfixiaban los temas de conversación y sus cabellos bien laciados y sus movimientos ondulantes prometiendo sexo e incluso el sonido monótono de sus voces.

Consultó el celular un par de veces. Un amigo le enviaba el video de un enano lamiéndose los dedos de los pies. Otra mujer, que también intentaba atraer su atención se había sacado una foto en la parte superior de un cerro bien empinado, diciéndole que no podía olvidarlo.

 Bebió mucho y el alcohol, aunque fuera del bueno, no le despertaba la alegría sino que lo ponía más taciturno, más proclive a odiar a todos e incluso a sí mismo.

 Fue al baño, harto ya de tanto líquido. Un viejo ejecutivo le dio la mano con respeto, como si realmente creyera en alguna de las mentiras que él vendía. Se miró en el espejo rodeado de retretes limpios, con mármoles negros en las piletas y suave olor a lavanda. Estaba solo. Tenía la barba rasurada a la perfección con crema de afeitar con suavizante de piel. Podía afeitarse dos y tres veces en el día. Buscaba eliminar todo vestigio de la sombra que le salía en el mentón o la insinuación de pelo cobrizo sobre los labios. Esa noche su rostro tenía la tez perfecta como la de un niño o un prepúber que demora demasiado en desarrollarse.

Volvió a la fiesta. Bailó unas canciones con la mujer más discreta, que casi no hablaba y llevaba un vestido fruncido de tono verde botella. La música le resultó repulsiva. Parecía una parodia que había visto en televisión. El lenguaje intentaba ser prostibulario pero carecía de agallas y de bohemia como para ser el sonido emanado de un verdadero antro donde la gente al menos se reunía para gozar.

 Dejó a su compañera sentada en un sillón en semipenumbras al costado de la pista de baile, prometiendo ir a buscarla.

 Recogió las llaves del auto discreto sobre la mesa, como si fuera a buscar algún objeto. Salió en silencio por la puerta que daba al lago artificial donde las parejas estaban demasiado concentradas hablándose en susurros mientras él se escabullía como una sombra.

El lago reflejaba la luna menguante y algún borracho había tirado una botella de champagne con un mensaje adentro, cerrada a la fuerza con un corcho. Otros habían hecho, con las servilletas con logo del catering de la fiesta unos burdos barquitos de papel. Se le volvió imperativo salir de todo eso.

En el estacionamiento empedrado sacó el Rover siguiendo las instrucciones que le daba un cuidador aindiado, con patillas prolijas y el cabello duro de tanto gel con que se lo había alisado.

Le dedicó un par de frases de agradecimiento ya que el local no permitía darle propina a ninguno de los empleados. Se dirigió luego a la izquierda con rumbo a la carretera.

Manejó despacio porque había bebido mucho y tampoco quería que lo detuvieran por conducir alcoholizado. Veía los focos de las luces de la carretera con arcos iridiscentes. Los autos más diversos y veloces lo pasaban zumbando, como máquinas de guerra huyendo hacia el futuro…

Al llegar al parque con su propio bosque bajó los vidrios polarizados para refrescar sus mejillas que le ardían de tanto alcohol y tanto aturdimiento.

Fue así que la vio, haciendo dedo, sola, blanca como si hubiese sido parida por la luna menguante que los rondaba.

Se había tenido que afeitar el cabello porque le crecía cada vez más ralo. Su calva era delicada y latía como la cabeza de un recién nacido a quien hubiesen de inmediato rasurado. Tenía los ojos verdísimos bordeados de un grueso delineador que los hacía dramáticos y espectrales. El vestido de seda arrugada sin hombros dejaba lucir sus tatuajes que se parecían a las figuras de Arcimboldo, la de la primavera en uno de los brazos y las figuras del mar representando otro rostro barroco a lo largo del brazo derecho.

Nunca había sido sacudido así por otro ser viviente detenido al costado de la ruta, inmutable, en su estado más puro.

Aproximó el Rover intentando disminuir la intensidad de sus luces delanteras y se ofreció a llevarla.

La joven se acercó bien. Vio el auto brillando con destellos azulados como un equino maligno. Aspiró el olor de su loción de afeitar con un aroma nauseabundo a bergamota y almizcle. Observó su traje hecho a medida, su rostro afeitado al ras, la máquina desplegada solo para atraer, como las crestas y las plumas de algunos machos, solo que desnaturalizados, se veían ahora como mecanismos grotescos, como trucos torpes de un aprendiz de mago.

Él no la había visto en la fiesta porque de seguro la hubiera notado. Nunca había deseado tanto a alguien de manera tan poderosa y tan violenta, pero ella siguió caminando con total indiferencia, bordeando la ruta.

Él no estaba acostumbrado al rechazo directo sin poder desplegar del todo las herramientas de la seducción. La siguió en el automóvil, hablándole despacio, con una voz llena de ternura, como para domar una fiera salvaje.

Ella, al no poder evitarlo se adentró en el bosque de eucaliptus. Entre un árbol y otro, que parecían estar alineados. había pequeños brotes, arbustos y pastizales resecos.

Él apagó el motor y se bajó del Rover. Quería hablarle, tocarla. Decirle que no le temiera.

Ella a los tropezones -sus sandalias de cuerda eran demasiado resbalosas- se adentraba hasta el fondo infinito, seguida de cerca por los rayos verticales de la luna.

Los eucaliptus silbaban. Movían sus manojos de ramas a veces hacia el este y otras hacia el oeste y continuaban silbando. Silbaban desde sus troncos delgados y sus grises se hacían más blanquecinos y sus verdes se volvían casi negros al resplandor de la luna.

Fatigada por su condición ella se abrazó a uno de los eucaliptus más viejos, cuyas ramas superiores se torcían sin hojas como dedos extendidos, rogándole piedad a todos los cielos.

Él acortaba a pasos larguísimos la distancia. El alcohol y el deseo le latían tan fuertes en el pecho que le dolían las costillas de solo respirar. Solo quería decirle, solo quería tocar la piel tan blanca, el oscuro terracota de sus tatuajes, solo quería rogarle.

Aterrorizada por la respiración del hombre que se aproximaba, se abrazó más fuerte al árbol y colocó sus manos con los dedos abiertos, como las ramas superiores del viejo eucaliptus, implorándole a quien quiera que pudiera escucharla, la luna menguante, las distantes estrellas brillando en medio del smog de la ciudad.

Instantes antes de que él se aproximara ella sintió extraños tirones de sus sandalias de cuerdas y corcho y vio como la ataban al suelo las raíces. Los tatuajes se fueron endureciendo hasta volverse planchas duras, grises y verdes como la capa que rodeaba al viejo eucaliptus. Su cabeza rapada fue tragada suavemente por un hoyo que se abrió en la madera. Dejó de importarle el hombre con la loción de almizcle, el tono susurrante de su voz, los pasos intentando detenerla.

Cuando él llegó encontró tan solo el vestido de seda como una escama oscura desprendida del manto de la noche. Sin poder creer lo que había visto y lo que había vivido en los últimos instantes se puso a gritar con rabia contra la luna lejana y todas las estrellas.