“Me pusieron Amanda por mi madre”, escribe Amanda Berenguer en El monstruo incesante (1990), “y Elsa, por Elsa de Bramante”, continúa. “Elsa de Bramante, cuyas ‘arias’ saliendo por los agujeros del rollo en el ángelus a pedal de mi tío José Pedro, el escritor, en casa de mi abuela Bellán, entre los años 1914 y 1919, inundaba de Lohengrin la pequeña sala donde casi a oscuras los hermanos y hermanas de mi madre escuchaban música”.
Este es el mundo familiar de Amanda Berenguer, un lugar de trance lírico: “A veces mi madre, cuando se acababa la música y se encendía la luz, estaba desmayada, me contaron”, escribe. Y actualiza, ahora en la vejez de Amanda Bellán: “Siempre me da miedo mi madre cuando escucha música. Temo que se abra una puerta infinita y que no pueda regresar”.
Con este pequeño retrato de Amanda primera (Marosa dixit) Amanda Berenguer muestra su propio umbral, todo cuanto recorre su escritura durante décadas: la escucha, la música y el efecto de oír.
A partir del oído, de hecho, imaginando la audición, se incorpora a la “poesía visual” y le da forma a experimentos diversos. El primer paso es la espiral de palabras (grabado en linóleo) que realiza para la tapa de su poemario Declaración conjunta (1964). Desde entonces la espiral subyace a los encadenamientos sonoros de su poesía, dados estos como una especie de vértigo arqueológico a partir de la escucha.
La “estructura creciente, abierta, espiralada” que surge, o parece surgir, de una tensión mental, se plasma magníficamente en la tinta y collage sobre papel Declaración conjunta (74 x 58 cm), fechada en 1965. Al igual que el poema en que se basa, la espiral domina un plano transgredido por la altura y la intensidad de cada letra, y luego –menos impactante al ojo– por el desvío hacia el mundo material (hacia los materiales del mundo) que introduce con recortes irregulares de una revista de ciencia ficción, seguramente Minotauro, y del diario montevideano La Mañana de un día cualquiera de 1965.
A la vista de la espiral de fondo, no es posible decidir si la fuerza que mueve a la figura es centrífuga o centrípeta, quizá ambas a la vez. Este fluir indecidible, infinito, invita a suponer que la “Cinta de Moebius”, de la que Amanda se apropia en Materia prima (1966), está prefigurada por la audición. De hecho el sonido es continuo y no posee interior ni exterior, características estas que Amanda subraya en su activa interpretación de la Cinta de Moebius, con la que orienta su rigurosa reflexión poética.
Arte concreto
El mencionado linóleo para Declaración conjunta, la tinta y collage del mismo título, y el diseño sobre papel Cinta de Moebius (63 x 49 cm, 1966, reproducido en Materia prima) son transiciones de la escucha. En estas obras Amanda atraviesa el tejido sonoro para explorar lo visual del lenguaje y los lenguajes visuales en general. Desde entonces trabaja a partir de lo que Vladimir Feshchenko llama, en un estudio sobre Kandinsky, “bitextualidad”, auto-ekphrasis, y así recupera un eje fundamental de las vanguardias, aquel en que los estímulos y los sentidos se transmutan o “transubstancian”, palabra que prefería Vicente Huidobro.
Desde sus comienzos con Elegía por la muerte de Paul Valéry (1945), en la poesía de Amanda no solo está en juego la materialidad del sonido. También lo está, sin duda a la par, la composición tipográfica y toda la artesanía que supone un taller, como el que tenía en el fondo de su casa, para armar sus libros impresos a pedal, labores compartidas con su esposo José Pedro Díaz. No es casual que el último trabajo del proyecto imprenta La Galatea sea Contracanto (1961), un pequeño poemario en el que prevalece, todavía, la cadencia sonora. Después de quince años de pequeños trabajos, todos magníficos, La Galatea llega a su fin pues la poesía de Amanda se desborda, en todo sentido, y ya no cabe en aquella minerva del siglo XIX.
Resulta difícil reconstruir los eslabones entre la obra anterior a la década de 1960 y lo que Amanda escribe a partir de Quehaceres e invenciones (1963), es decir, cuando abre paso a un corpus en el que transita de las artes gráficas a la poesía visual y finalmente a la performance.
Para explicar las rupturas formales de Amanda Berenguer, antes de que la ruptura sea un proceso continuo, caben diversas hipótesis. Sugiero dos: el encuentro con Emily Dickinson a fines de la década de 1950, y el descubrimiento por los mismos años de la poesía concreta y en general del arte concreto sudamericano, propagado a través de Buenos Aires, São Paulo y Rio de Janeiro.
A partir de la lectura compulsiva y del comienzo de la traducción de Emily Dickinson, Amanda delimita un espacio nuevo alrededor de lo abstracto y lo concreto de su propia casa. Lo doméstico es “el continente por descubrir”, el espacio de la mente, siguiendo la tesis de Suzanne Juhasz, de particular interés para Amanda, sobre Dickinson.
Es muy poco probable, por otro lado, que la poeta no tuviera noticias tras su regreso a Montevideo, después de dos años en Europa, de la “Cinta de Möbius” diseñada en la Bauhaus por el artista suizo Max Bill (Tripartite Unity, c. 1948), hecha con hojas de acero y expuesta en São Paulo (1951). El nombre de Bill circulaba en Buenos Aires a través de la revista Nueva Visión y de los cursos de J. Romero Brest, y era bien conocido en Montevideo, por lo menos en ámbitos relacionados con la matemática, la arquitectura y la ingeniería, con los que Amanda tenía contacto.
La lectura de Emily Dickinson, “apoteosis de lo abstracto”, y en paralelo las corrientes sudamericanas del arte concreto impulsan en su poesía un vehemente cambio de relación con el espacio. Esto, a la vez, establece un diferir continuo de tiempos singulares, en colisión, ya no armónicos. Es decir, a medida que la relación palabra-espacio se hace compleja, la temporalidad se dispersa.
El descubrimiento de “La Cinta de Moebius” –acaso una imprevista torsión de la espiral– da lugar a una apertura máxima en el uso del lenguaje, clave de sus búsquedas. Con el poema que lleva ese título Amanda abre un plano desconocido (el futuro de su obra) e inaugura una reflexión comparable, en alguna medida, a la de Ferreira Gullar como teorizador del neoconcretismo. Amanda crea un objeto en movimiento (o un não-objeto inmóvil [1]), irrepetible, absorbente, una extensión táctil:
Palpo lentamente
una cinta de Moebius siento
ese breve vértigo de entrecasa
o escalofrío en su jaula toco
ese pájaro por fuera y esa ostra por dentro
sucesivos palpitantes
sigo su unilátera hoja ambigua
hermafrodita
exterior e interior a un mismo tiempo
(“La Cinta de Moebius”, Materia prima)
Max Bill encontró esta figura de forma intuitiva, ignorando que había sido descubierta en 1858 por el matemático y astrónomo August Ferdinand Möbius, a quien Amanda remite en una nota explicativa al pie de su poema. No hay en la obra suya alusiones a Bill ni tampoco hay huellas, en su archivo, del arte concreto. (No es esta la única borradura de diálogos no muy claros, aunque sí altamente productivos, con Brasil). En todo caso, importan los matices alrededor de Max Bill y las coincidencias de este –recientemente expuestas por Francesca Ferrari– con proyectos de artistas e intelectuales de Sudamérica. [2]
Luiza Proença muestra en “Walking on a Möbius Strip” (Bauhaus Imaginista) que la Cinta de Möbius fue usada en Brasil, en los años de 1960 y 1970, como “un instrumento de reflexión sobre el sujeto, la alteridad y el espacio público”, un conducto para desviar las formas eurocéntricas. Proença destaca a las artistas Lygia Clark y Lygia Pape, formadas en el arte neoconcreto, quienes utilizaron la Cinta de Möbius para promover, mediante la ruptura del “hábito espacial”, prácticas de subversión subjetiva ligadas a las dinámicas del performance.
El descubrimiento de “La Cinta de Moebius”, llevada al poema y al diseño visual, le permite a Amanda Berenguer reconfigurar sus nociones de sujeto y objeto, desde ahora un plano híbrido desde el que proyecta de manera borrosa, ambigua y plena de sentido, los “estímulos del mundo exterior”. (Véase su extraordinario ensayo “Dialéctica de la invención” en Materia prima). Sobre las “superficie continua” de la cinta se revela, por marcar un contraste recurrente, lo familiar y lo extraño, esto último imaginado por el tigre, el monstruo, un mito griego, una fecha, un nombre histórico, una presencia vegetal o humana, etcétera.
Sin descontar la importancia de las más dispersas fuentes de su poesía, ni los consumos voraces de su sensibilidad y su imaginación medial, tecnológica, ni sus juegos sin reglas, vuelvo a lo planteado: a partir de Emily Dickinson y del arte concreto Amanda ingresa (vía crisis de la espacialidad) en el puro acontecimiento, en un “tiempo indefinido” o una línea flotante, siguiendo a Deleuze-Guattari, “que solo conoce las velocidades y no cesa a la vez de dividir lo que ocurre en un déjà-là y un pas-encore-là, un demasiado tarde y un demasiado pronto simultáneos, un algo que sucederá y a la vez acaba de suceder”.
A partir del acontecimiento-cinta, se puede decir, Amanda desincroniza, poniendo en relación horizontal pasado y futuro, aquí y más allá. Escribe a partir de la impresión inmediata (por experiencia o memoria), sin distancias con el otro, sensible al dolor humano y a la cibernética (tema de la Guerra Fría con eco entre poetas), a cualquier aspecto de la vida cotidiana, a la carrera espacial y a las galaxias. Tiende por un lado a dejarse llevar por fuerzas cósmicas, a través de las espirales de Andrómeda y la Vía Láctea “de forma vagamente circular”, y por otro lado se establece en el cuerpo propio y sus sentidos, percibiendo las fuerzas de la tierra e imaginando, quizá por eso, las partículas materiales que ese cuerpo (como el de la mesa o la silla) reúne. De ahí la extrañeza: “la realidad así en abstracto es todo esto”, escribe, “las cosas, las personas, esos animales, aquellas plantas, las mercaderías, los objetos que nos rodean” (“Dialéctica de la invención”, Materia prima).
Desde “La Cinta de Moebius” la cuestión está en proponer no sólo caminos de expresión sino modos de vida, con lo que esto quiera decir, de ahí su relación con Lygia Clark y Lygia Pape. Poco a poco, Amanda toma posición en los límites de Montevideo, sobre el mar, de frente al sur, asumiendo su latitud con la confianza que dejó el torresgarcismo. A comienzos de la década de 1960, cuando se localiza y se lanza hacia el futuro, primero incorpora a su poesía un reflejo de sí misma (bio-imagen, bio-palabra, imagobiografía, anotó en un cuaderno), luego una figura mensurable, concreta y visible (“Un metro cincuenta y cinco de pie”), y, finalmente, una entidad que no es Amanda Berenguer Bellán ni Amanda Berenguer, sino Amanda, no más que eso, “something like Emily”, un devenir sustancial, gravitatorio, humano del poema.
Ignacio Bajter
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[1] “La Cinta de Moebius” cabe en la definición de não-objeto según la teoría que Gullar formula a fines de 1959. “El no-objeto se concibe en el tiempo: es una inmovilidad abierta a una movilidad abierta a una inmovilidad abierta. La contemplación lleva a la acción que conduce a una nueva contemplación”.
[2] «“From Surface to Space”: Max Bill and Concrete Sculpture in Buenos Aires», agosto-octubre 2021, Institute for Studies on Latin American Art (ISLAA), NY.