Polonio

                 HACE MEDIO SIGLO

POR QUÉ

(un prólogo)

Según sea el momento en que este libro llegue a sus manos, las fotos que lo componen pueden tener cincuenta años, algunas un poco más, otras un poco menos. La gran mayoría fue tomada en 1969. En ese año yo tenía 28. Seis meses antes me habían contratado para diseñar una colección de 50 fascículos llamados Nuestra Tierra. A fines del 68 ya estaba claro que el material gráfico disponible era insuficiente, y se había establecido ya salir en marzo. Se resolvió usar la licencia de enero para salir a fotografiar. A mí me tocó el litoral este.

Julio Rossiello, el secretario de redacción, que no sacaba fotos, iba a pasar sus vacaciones en el balneario Aguas Dulces en una casa que compartirían con una familia amiga. Como yo iba solo en mi camioneta, le propuse llevarlos si él y su familia tenían la paciencia de soportar las paradas y desvíos que inevitablemente tenía que hacer para ir sacando las distintas fotos. Aceptaron, supongo que pensaron que no podía ser demasiado peor que las reiteradas y largas paradas de los ómnibus sin baño de ONDA.

Con la ayuda de algunos autores de la colección hice una lista de lugares de interés. También compré los muy detallados y precisos mapas del Instituto Geográfico Militar. Después de estudiarlos, el único lugar de la lista que sabía dónde quedaba pero no cómo llegar se llamaba Cabo Polonio.

Cuando en sitios ya próximos al Cabo preguntaba si sabían cómo ir nadie tenía la menor idea. Lo que más me llamó la atención fue el asombro que provocaba que a alguien se le ocurriera ir a un lugar donde “no había nada”. Cuando llegamos a Aguas Dulces yo sabía que estaba a unos 16 km. del Cabo. Mi idea era dejar el pasaje y seguir de largo. Pero fui tan cordialmente recibido, se mostraron tan interesados por lo que estaba haciendo, tan dispuestos a ayudar que les pregunté si sabían quién me podía alcanzar hasta el Cabo. “Alguien habrá” me dijo el Dr. Infantozzi a quien acababa de conocer. Con gran rapidez averiguó que había un tambero que tenía su establecimiento sobre ruta 16, entre Aguas Dulces y Castillos. Y allí fuimos, Fonseca, que así se llamaba, me atajó con un “estoy trabajando”. Le contesté que yo también y le expliqué que no estaba haciendo turismo. “¿Y usted dónde está?” Silencio. “Está en mi casa” dijo Infantozzi. Respiré. Del resto se ocupó él que ya era parte de la aventura.

A los tres días apareció anunciándose a los gritos como era su costumbre. Así comenzó la travesía y una relación con el Polonio y con los Infantozzi que ya lleva más de medio siglo.

Al poco tiempo de andar por ese desierto camino que era el borde del mar comencé a darme cuenta de qué se trataba esa gran superficie color ocre que aparecía en los mapas rodeando al Cabo. En que lo único que había eran las curvas de nivel y los números que indicaban sus cotas.

Cruzamos el arroyo Valizas en la mañana de un día esplendoroso, con un sol radiante cuya potente luz rebotaba en la arena que formaban los grandes médanos y en un mar que la reflejaba como un espejo que se iba agrandando a medida que nosotros íbamos trepando los médanos. A la vez aparecían otros médanos que se extendían en la distancia hasta que se perdían en el horizonte. Esto era algo muy distinto a lo que yo conocía y había fotografiado. Era un espacio que parecía infinito con una luz que parecía venir de distintas direcciones, por lo menos eso era lo que indicaba el fotómetro. También el sol iba trepando hacia su cenit haciendo sentir su calor. Era moderado por un viento que, más fuerte o más suave, siempre estaba presente levantando una arena finísima, casi invisible, que volaba al ras del suelo o más alto según fuera su intensidad inutilizando cualquier cámara que alcanzara.

Pero lo que más me preocupaba en ese momento era cómo traducir ese desmesurado y deslumbrante paisaje en unas simples fotos. Entre lo que se ve y lo que se fotografía siempre hay una diferencia, aquí parecía haber un abismo. No era posible, debido a las distancias, buscar la foto, había que fotografiar lo que se iba encontrando y que podía representar al conjunto.

En este momento en que está al alcance de todos fotografiar sin límites ni costos y ver al instante el resultado de una toma, hay que recordar que en esa época el material disponible era solamente el analógico: un par de cámaras réflex de 35 mm. con fotómetro incorporado que cargaban cartuchos de película de 36 exposiciones, tres lentes de distinta distancia focal, algunos filtros y un número escaso de rollos. El mundo de la fotografía era limitado, antes de apretar el disparador había que pensarlo dos veces, además era a ciegas. El resultado se vería tiempo después cuando se revelaran los rollos en el laboratorio donde los esperaba Amílcar Persichetti, el fotógrafo titular, quien a su vez, estaría sacando fotos por algún otro lugar.

Seguimos trepando, pasamos al borde de un gran círculo tapizado de lascas de piedra muy blancas y un grupo de piedras ennegrecidas. Dijeron que era un paradero indígena con un fogón, recién destapado por el viento.

A nuestra izquierda quedó el cerro de la Buena Vista. Finalmente comenzamos a descender ya con el faro enfrente. En la orilla un barco encallado en la arena, el Don Guillermo, desencadenó una larga lista de nombres, lugares y hasta fechas de otros naufragios producidos en la zona. Alcanzamos la orilla firme y los caballos, aliviados, pudieron practicar un trotecito rendidor. Llegamos al Cabo: un pequeño pueblo sobre la costa sin gente a la vista, un par de botes, las instalaciones de las loberías, el faro, un remate de grandes rocas, algunas de extrañas formas, imperturbables ante los embates del océano que rompe contra ellas una y otra vez. Al sur, otra playa con una casa de material y unos pocos ranchos desperdigados. La poca gente con que nos encontramos, amables, corteses con un cierto aire de estar recibiendo visitas inesperadas.

El océano de un lado, una gran cadena de médanos del otro, y un sol implacable en un lugar donde parecía no haber nada que hiciera sombra. Seguí sacando fotos mientras me dieron las piernas y los rollos de película. A esta altura tenía claro que aún en el peor de los casos tenía mucho más material que el que correspondía a esta zona donde para todo el mundo “no había nada”. A mí me había resultado un lugar que me despertó un gran interés. Peor aún, un lugar que como fotógrafo me había desafiado. No sabía todavía que el asunto no iba a terminar ahí.

Unos amigos compraron, al poco tiempo, uno de los cinco ranchos que formaban la Barra de Valizas. Varias veces me invitaron a pasar unos días con ellos. Desde allí se podía ir caminando. Una vez al llegar al Polonio me crucé con un vecino que me saludó y se interesó por lo que estaba haciendo “en el pago”. Le expliqué, me miró y dijo a modo de bienvenida: “¿Gusta refrescarse?”, con un gesto me hizo pasar a un pequeño pero sombreado huerto lindero a su casa. Afuera, al costado de la puerta, había una pileta en la que echó una jarra de agua fría. Mientras me refrescaba me di cuenta que la pileta era una gran vértebra de ballena fosilizada a la que le taparon con arena y portland el hueco por el que pasa la médula. Singular mundo el Polonio.

Pero lo más singular era su gente. A medida que los iba conociendo aparecían personas, muchas de las cuales eran personajes que conformaban un elenco diverso de seres cuyo común denominador era ser hombres de campo devenidos en hombres de mar, sin perder ninguno de los rasgos originarios de los paisanos pero con características locales. Un día podían estar faenando lobos o salando bacalao. Al otro, metidos en una yerra o carneando.  Podían criar ovejas o vacunos, cazar nutrias o pescando los camarones, según la época del año. Sus múltiples actividades para ganarse la vida no impedían el disfrute de la sociabilidad cuando se presentaba la ocasión en ese mundo disperso y solitario.

La charla, que convive con las copas y los naipes, era casi la única forma de pasar el tiempo, sobre todo en invierno. En la charla tenía un papel importante el cuento. Cuentos de naufragios, de luces malas, de aparecidos y de desparecidos, cuentos mentirosos y otros verdaderos. Contados innumerables veces pero nunca de la misma forma, recreándolos y enriqueciéndolos con variantes producto del ingenio y de la imaginación, salpicados de palabras desconocidas para mí: ternejal, calandraca, o supuestamente mal dichas: brótula, veranda. Aviso: todas están en el diccionario. Acompañadas del típico “oye tú”, “ven aquí” y sus variantes que supongo delatan un español antiguo producto de un largo aislamiento.

Siempre con una actitud afable pero reservada, cordial pero contenida, alerta ante el citadino. Creo que en esos días no entendían muy bien que estábamos haciendo ahí, el por qué de nuestro entusiasmo por un lugar en que a ellos le resultaba tan duro vivir.

Cuando en el año 2015, el director Enrique Aguerre me propuso hacer una exposición de diseño gráfico en el Museo Nacional de Artes Visuales insistió en que aspiraba que la muestra no se limitara a eso, sino que incluyera otras actividades afines que había practicado, entre ellas, la fotografía. El curador nombrado fue Rodolfo Fuentes, diseñador gráfico y fotógrafo. Con él revisamos todos los negativos que pude encontrar y así seleccionamos un sector de fotografía para la muestra. Comprendía fotos de teatro, generales y del Polonio. Sobre estas últimas, mientras elegíamos Fuentes sentenció lacónicamente: “ahí hay algo” y pasó a escanear todo lo que encontró sobre el tema.

Después de la exposición del 2017, me dediqué a guardar lo más ordenadamente posible todo el material usado y excedente, en particular las fotos del Polonio para ver, de paso, si ahí realmente “había algo”. La idea me seguía rondando. Hice imprimir todo el material ya digitalizado y lo desplegué en todo mi estudio. Al comienzo no encontraba la manera de darle forma. Entonces hice dos cosas: descarté todo que no fuera del año 1969 y su entorno próximo e hice pasar lo que era color a blanco y negro. Esto le dio mayor coherencia al material y me permitió verlo mejor. Finalmente me di cuenta que se podía intentar armar un relato en cuatro capítulos:  mi primera llegada al Polonio, parte de la actividad lobera, un panorama del pueblo y alguno de sus habitantes y, finalmente, el resto de Polonio: el sur.

Es por supuesto una visión necesariamente incompleta, personal y subjetiva. Es lo que logré registrar, dar mi testimonio en imágenes de un mundo que me desbordó por su singularidad. Faltan fotos que se perdieron, otras se estropearon, algunas no las saqué porque no las vi, otras las saqué pero resultaron muy malas. Después de cincuenta años, esto es lo que pude rescatar con el invalorable aporte técnico de Rodolfo Fuentes que maneja con solvencia un mundo que yo ignoro totalmente y sin el cual no hubiese sido posible dar nueva vida a este material que durmió bajo mi custodia durante todo este tiempo.

Me sirvió también para darme cuenta que después, cuando terminé siendo parte del Polonio, ya no saqué más fotos del lugar, salvo alguna puntual. No acepté aquel desafío inicial de registrarlo. Sacar una foto siempre implica una reflexión, estar alerta, al acecho. Al Polonio entonces, preferí vivirlo que fotografiarlo, dejarme llevar por él.

Horacio Añón, mayo 2022

Mi casa del Polonio

Desde hace mucho tiempo, la casa para mi es lo que es. Reconstruir el proceso de creación y construcción me costó bastante trabajo. Y un gran esfuerzo de memoria, pasaron 47 años… pero creo que no hay “perfil de Añón” -es lo que te encargaron- sin casa de Añón.

De las cosas que hice en mi vida es la única de la que se habló durante los 47 años y se habla seguramente porque fue una casa rara, distinta a las demás. Lo fue porque no partí de los modelos de la construcción urbana, tradicional y no tradicional que yo conocía bien. Intenté establecer un diálogo entre el Polonio, que incluye el sol, el viento, la lluvia, y una propuesta arquitectónica despojada de prejuicios, funcional a la creación de un refugio. La primera premisa fue que debía ser una construcción lo más chica posible. Por razones logísticas, de costo, pero también para ocupar y perturbar lo menos posible el entorno del paisaje. Después de elegir un lugar, cuando estaba todo el Polonio para elegir, comencé a trabajar en los planos y con una maqueta. La idea base, era aprovechar mi experiencia en la utilización del espacio en edificaciones montevideanas que había hecho con mi pequeña empresa y que la llamaba, con cierta ironía, “estilo carlinga” haciendo alusión al lugar de comando de los aviones. La segunda fuente de inspiración fue la arquitectura náutica, sobre todo de pequeños cruceros o veleros, donde se aprovecha cada centímetro cuadrado y la gente puede convivir durante mucho tiempo sin matarse, aunque no tenga otro lugar adonde ir. Hoy día agregaría la influencia que debe haber ejercido sobre mí la arquitectura alemana de la posguerra: allá se estaba reconstruyendo con ese sentido de la economía, precisión y estética.

Para empezar plantee dos muros ciegos. Uno al sur por el viento siempre presente y otro al norte por el implacable sol. Al este la entrada, cocina, baño y encima, como techo de estos dos ámbitos, el dormitorio, es decir una cucheta de dos plazas desde dónde a través de una ventana poco alta y larga, se podía ver la salida del sol. Tenía un baúl y algunas bandejas donde colocar ropa, un estante en U horizontal recorría el costado de la cama procurando darle cierta intimidad. La escalera marinera a los pies de la cama servía para subir y bajar. En el espacio de abajo -la parte delantera de la casa que daba al oeste- un lugar de estar con dos parrillas en ELE para ver, a través de una ventana tan ancha como la casa, las rocas, el mar y la puesta de sol.

Como toda la vida supe que bombear agua puede romper amistades, decidí que cuando hiciera una casa en la playa no iba a bombear agua ¡y cumplí! El agua exterior que recogía el techo un caño la trasladaba, por gravedad, a un tanque colocado al costado de la casa de donde, por gravedad también, llegaba a baño y cocina para lo cual tuve que hundirlos. Quedaron entonces tres niveles: 1) el acceso a cocina y baño. 2) lugar de estar, 50 cm. más y 3) más 2.20m del dormitorio. El tamaño de chapas y tirantes terminaron por definir una casa de 3 m. por 5.50 m. es decir 16.50 metros cuadrados de superficie interior. Algunos trucos funcionaron: el no tener mochetas laterales en la gran ventana dejando que la vista corriera libre por las paredes laterales, sin ningún impedimento, establecía un interior/exterior muy fluido, ayudado por un antepecho de apenas 40 cm y un dintel que quedaba a 1.60m. de altura y hacía que uno sentado adentro tuviese la sensación de estar afuera.

Nadie piense ni por casualidad que todo eso se hizo en 1974; ese año hicimos los cimientos, la mampostería exterior, se colocaron puertas y ventana, se techó con chapas pintadas por una sola cara evitando ese aspecto de galpón que da el dolmenit por dentro. La superficie habitable era un arenal y sí estaba hecha la cucheta. En sucesivos veraneos fui haciendo el interior que llevó muchos años de trabajo y ajustes del proyecto. La primera vez que me tiré en la cama y miré hacia la gran ventana hice desaparecer el estante en U horizontal que se suponía le daría intimidad al dormitorio. Descubrí que el sostén de la parte volada de la cucheta era innecesario y la ménsula se sostenía bien por sí sola. Además, el sostén era la escalera que cada vez que subía echaba arena sobre el mostrador de la cocina. Durante mucho tiempo usamos una escalera de mano de la obra; años después, inventé la escalera de subir y bajar con contrapeso permitiendo que la vista circule libremente.

El tiempo fue pasando y el Polonio cambiando. Aquel pequeño grupo de veraneantes que habitaban unas pocas casas y pasábamos el día en la playa, también en los boliches del pueblo donde podíamos desayunar, almorzar, cenar y tomar copas a toda hora, de pronto nos vimos acompañados por nuevos vecinos, otras casas y algo más nuevo: los turistas. Nuestras casas comenzaron a tomar otro rol.

Un verano, al llegar, encontré que un vecino del pueblo había “playeado” unos grandes tirantes nuevos que seguramente cayeron de un barco; estaban empapados pero igual se los compré. Ese verano hubo que esperar a que perdieran algo de agua, mientras tanto empecé a proyectar una mesa y dos bancos que me llevó varios años cortar, ensamblar y pulir con trozos de vidrios rotos. El lugar de estar empezó a parecerse más a un lugar de estar definitivo, al cual fui agregando cortinas, estantes, cajones de pescado adonde guardar cosas. Al cabo de muchos años la casa estaba terminada y creo que el destino me jugó una mala pasada. Había querido hacer una casa que se pareciera, no en lo formal sino en lo conceptual y funcional a un barco, y desde hace muchos años me paso los veranos reparando, lijando, pintando, como hacen los dueños de los barcos en las películas.     

H. A.