Salvador Puig

MAYO 2022

Tendríamos que redimir otra manera de considerar los cursores del tiempo colectivo reordenando efemérides; como ello parece al presente improbable, debemos plegarnos con porfía a la convivencia de calendarios paralelos, parciales y que afectan a pocos. Para quienes aún se interesan por la escritura y pertenecen al círculo de poetas desaparecidos, el 3 de marzo de 2009 fue un día desconcertante: murió el poeta Salvador Puig y sucedía la transmigración del cuerpo a los textos. Su viaje lo emprendió setenta años antes, con augurios en los astros que marcaban un destino a la usanza de trovadores provenzales. Salvador Bécquer -el segundo nombre es parte de los indicios- nació en 1939, uno de los años más uruguayos del calendario gregoriano: publicación de “El pozo” de Onetti, primera vuelta ciclista del Uruguay y episodio cósmico del acorazado de bolsillo Graf Spee.  Luego de años de infancia y peregrinación adolescente se diseña su biografía específica; varón de camisa blanca y corbata, buena facha, sonrisa robadora y aquerenciado en el país porque así debía ser. Una vida con anécdotas salteadas sobreviviendo en el periodismo, la locución y la estremecedora intuición de que todo debía aventurarse al servicio sacrificial de la poesía. Nunca sabremos si alcanzó el sueño de la infancia, que siempre se aleja del presente como el endecasílabo del horizonte; de ahí debe derivar la obstinación de la herida absurda discepoliana en sus estaciones. En el intento discreto por durar -como diría su amigo Juan Carlos Macedo- está la poesía, que dice del amor, la amistad, la historia y quizá más de la poesía misma.

Puig dio cuenta de su pasaje por la vida y ello tiene algo de admirable; era una voz doble oral y escrita, se lo podía ver cada día recorriendo las calles céntricas de Montevideo como pez en el agua, en algunos cafés silencioso pensando la variante montevideana del “Howl” de Allen Ginsberg, en los estudios de grabación -entresuelo del Palacio Salvo- como locutor soñando acaso con Apollinaire y Paul Celan leyendo ante un micrófono, ambos enajenados por el puente Mirabeau que lleva al tercer reino. Le escribió a Hernán Puig, pues un poeta debe decir sus coplas a la muerte del padre; se advierte en sus versos la nostalgia clásica a lo Eliot y Pound, un saberse montevideano en tránsito como Laforgue, cierto evocar la bohemia novecentista del divino Julito, sentir a lo alemán la espina romántica, entonar himnos a la noche, buscar la playa que nos recuerde a Duino, tomarse una con Bob Dylan y Dylan Thomas. Demasiada responsabilidad eso de leer a tantos desesperados siendo al tiempo uno irrepetible sabiendo que la lucha es cruel y es mucha. Isidore Ducasse ya había pagado el precio fuerte de nacer uruguayo, su proyecto obsesivo y discreto Puig lo cargó hasta el tramo final por aquello de hacer camino al andar. Tampoco era sencillo ser el Paris varonil en La Coquette y elegir con la manzana de la discordia entre diosas amazónicas de la poesía uruguaya:

SI TUVIERA QUE APOSTAR
lo haría
por la poesía

dejó dicho o ser la voz órfica para ir a buscarla a Erato siempre tan huidiza, aunque haya que abrir las puertas del Infierno si fuera necesario. Desde sus primeros principios Salvador fue amigo de Alfredo Zitarrosa, que entonó “es que la gola se va… y la fama es puro cuento…” -con las cuerdas de Labrín, Amaya, Porcel y del Prado-; presentó en Montevideo a Nat King Cole cuando cantó “Stardust” y el polvo estrellas de Alabama cayó sobre nosotros.

Rosario Peyrou seleccionó los poemas subidos al sitio y Alicia Migdal autorizó retomar su cronología.