Programación del mes

Mauricio Ubal – Una canción para Montevideo

MARZO 2023

ENTREGA XXXVI Y ÚLTIMA

(ingresos)

SEGUNDA CARTOGRAFÍA

XI: Carta breve para un largo adiós

EL CLUB DE LOS NARRADORES

Máximo Mondragón / P.S. Un anónimo Veneciano / Mariposas bajo anestesia / Estación Place Monge

VISITANTES I

Alejandro Paternain
LA CACERÍA
Cuaderno 1 / Primavera en la costa

Atesoramos para la entrega última de La Coquette una evocación con astillero de Alejandro Paternain; al final de una expedición de tres años y emulando las variaciones Goldberg, luego de las peripecias a bordo se debe retomar el aria del comienzo. La evocación se presenta más íntima y confidencial pues supone poner proa a la búsqueda del tiempo perdido; hay en ello cierta melancolía por la desmemoria voluntaria de la ciudad letrada, propia de la confusión axiológica y berretines por fotocopiar epistemes de tribus del norte. Al decir Paternain nombramos la juventud de formación letrada y naufragios afectivos, oteamos el escollo de conversaciones pendientes mientras la vida se bifurcaba. Alejandro fue nuestro profesor de literatura en el liceo 14 de 8 de Octubre y Propios desde los quince años, compinche en el bar San Antonio en las horas puente; con él fuimos al restaurante Bahía cuando existía, a partidas de ajedrez en el Antequera de la plaza Independencia, entramos por primera vez al sótano de Banda Oriental en la calle Yi y a la librería Colonial, nos presentó a su amigo del alma Héctor Galmés, seguimos la marcha por los estudiantes asesinados, asistimos al primer acto del Frente Amplio el 26 de marzo de 1971. Sugirió leer a Leopoldo Marechal y a Thomas Mann, nos invitó a su casa en Punta Gorda donde vivía con Selva, Miguel y Rafael; debió de ser por el 1969, pues venía de nacer Rafael el tercer arcángel de la familia. Fue un privilegio ser personaje del bildungsroman literario de esa sutileza y generosidad; para dejar por escrito la gratitud, le dedicamos años después el libro “El misterio Horacio Q” y fue bien poco para saldar una deuda que será eterna.

En la próxima primavera Alejandro cumpliría los noventa y es inimaginable pensarlo veterano; seguro que firmó un pacto para preservar la juventud y fragmentarse en varias vidas sumando conocimientos. Apeló a estratagemas astutas como estudiar griego para leer a Homero en el original; en secreto aprendió las cosas infinitas del mar y seguro que en una vida anterior fue marino de timón, velas y abordajes. Cuando lo conocimos armaba su antología clásica 36 años de poesía uruguaya publicada en 1967 y lo vimos presentar en los años difíciles recitales de Marosa di Giorgio. En 1979 inició su obra narrativa con la novela Dos rivales y una fuga en el espíritu de Conrad, que escribía de ríos y expediciones, marinos como Mac Whirr, Charles Marlow y Jim, James Wait, todos poniendo proa al corazón de las tinieblas y la línea de sombra. Alejandro lo dijo en el prólogo a El oro de las sierras de 1998: “El gusto por la aventura, la narración de hechos que se desencadenan generando suspenso, los escenarios abiertos, el aire libre de los tiempos históricos -cuando nuestro territorio, sujeto aún al coloniaje, constituiría sin duda una vastedad tan enigmática y solitaria como el propio protagonista-, han sido y son elementos de constante inquietud en mi obra.” La nave insignia de Paternain completó catorce expediciones por los siete mares de la ficción; como siempre hay que optar por el vellocino de oro, una Troya con naves aqueas, la vigilia irrepetible del Almirante, la única Moby Dick, un horror horror horror al final del río Congo, aquella isla misteriosa, un Nautilos y la explosión Graf Spee, nuestra focal telescópica se fijó en la novela La Cacería publicada en 1994. ¿Dónde fue Paternain a buscar esa sabiduría, secretos, jerga y ardides de lobo de mar? Lo ignoro, es parte del misterio como lo fue el avistamiento de la novela por Arturo Pérez-Reverte, tal como lo cuenta en el prólogo de la edición española de La Cacería (Alfagura / 2015)

“La Cacería cayó en mis manos por casualidad en 1996. Estaba en Montevideo, buscando el hotel desde donde el espía británico ve el Graf Spee hacerse a la mar en La batalla del río de la Plata, cuando la casualidad puso un ejemplar en mis manos. La novela y el autor me eran desconocidos, pues Alejandro Paternain nunca había sido publicado en España; pero el asunto me fascinó desde el principio: primer tercio del siglo XIX, corsarios, una persecución clásica en el mar. Aventura, historia, navegación, se daban feliz cita en aquellas páginas, que además estaban extraordinariamente bien escritas. Me gustó el título, me gustaron las páginas que leí por encima, me llevé el libro al hotel y lo acabé completo en tres horas. A la mañana siguiente cogí el teléfono, hice unas pesquisas editoriales -supe entonces que el autor tenía 65 años y había escrito otras tres novelas-, y llamé a Alejandro Paternain a su casa. Oiga usted, dije. No tengo el gusto de conocerlo, pero estoy a sus órdenes, comandante. Ya no se escriben novelas como ésa, y me habría encantado firmarla yo. Me dio las gracias, charlamos un rato, quedamos en vernos alguna vez. Cuando volví a Uruguay ya había leído sus otras novelas, y lo llamé. Me reafirmo en lo dicho, sostuve. Maestro. Nos vimos, claro. No me esperaba a ese profesor jubilado de Literatura, leidísimo, modesto, buen tipo. Stevenson. Conrad, Melville, O’ Brian, ya saben. Hermanos de la costa. Hablamos mucho de barcos, de naufragios, de libros, de viajes. Y nos hicimos amigos. Alejandro Paternain contaba muy buenas historias de aventuras, casi siempre con el mar como fondo, con deliberada y sobria eficacia. Yo le llamaba respetuosamente profesor, y él sonreía al oírlo, con benevolencia cortés. Era alto, anciano, tan elegante como su nombre y apellido. Un verdadero caballero.”

El Paternain invocado este marzo es el hombre en medio del camino de su vida y nuestras primeras navegaciones literarias a remo de los años setenta. Nos hizo muy felices saber del encuentro fortuito con la marina española, que le permitió vivir el episodio quizá más intenso de retorno, reconocimiento entre pares y amistad tardía. Cuando llegó el tiempo triste del Drakkar funerario del viento norte, el alumno del liceo 14 estaba lejos; la crónica del viaje de Alejandro a la isla Avalon nadie la dijo mejor que Pérez – Reverte en el prólogo citado, navegante de Cartagena con cicatrices de Lepanto y Trafalgar, audaz como los adelantados que hendieron de proa el río de la Plata con el Monte VI a estribor: “Hace ocho años que Alejandro Paternain largó amarras para el último viaje. Desde la muerte de su esposa ya no era el mismo. Trabajaba poco y había perdido las ganas de casi todo. Me dieron la noticia cuando -cosas de la muerte y de la vida- yo estaba de nuevo cerca de Montevideo, en la otra orilla del Río de la Plata, en Buenos Aires. Al enterarme le dediqué mentalmente un brindis: una pinta de ron. A tu salud, profesor. A tu memoria y a la de los hermosos libros que escribiste, devolviéndonos al tiempo en que una raza especial -hombres de hierro en barcos de madera- todavía surcaba los mares. Por eso considero hoy un honor unir mi nombre, en el prólogo de esta oportuna reedición, al del autor de tan magnífica novela. Contribuí así a que se haga justicia al novelista uruguayo que fue uno de los últimos clásicos vivos del mar, la historia y la aventura. Agradeciendo una vez más estas páginas leídas, vividas, con todo el trapo arriba, el viento silbando en la jarcia, y en la boca el sabor de la sal y el aroma del peligro. Por Alejandro Paternain doblará siempre a muerte la campana de la inmóvil goleta Intrépida, mientras él descasa junto a todos los corsarios y todos los piratas que surcaron los mares en busca de gloria o de fortuna. En la tumba donde yacen ellos y sus sueños.”  

Visitantes II

Héctor Galmés
EL PUENTE ROMANO

Si El puente romano es una obra maestra del cuento breve es, entre otras ecuaciones algebraicas con raíces imaginarias, por conjurar el cruce de escenas evocando tiroteos de El combate de la tapera con intersticios laberínticos de tiempo y espacio en tanto constantes universales: al otro lado del puente (ese puente diabólico clonado de arquitecturas coránicas) topamos con lo que dejamos atrás y avanzamos a la locura. Es lo que sucede en este último número virtual del Cabaret literario La Coquette, con Shiva danzando se activa la máquina de remontar el tiempo. El cuento fue publicado por primera vez en la Revista de cultura Trova, segunda época año II No 6-7 diciembre de 1980. Salíamos pues del proyecto estas últimas semanas luego de 36 entregas; revolviendo papeles vimos la novela Necrocosmos de Galmés dedicada el 31 de julio de 1974 y comenzaron a moverse las imágenes estáticas. A Galmés me lo presentó Paternain, en el departamento de la calle Convención conocí a su esposa Delia y supe que tenía un campo con caballo que se llamaba Pibe. A veces recitaba poemas en alemán y ahí escuché por primera vez grabaciones originales de la orquesta de Julio De Caro. Galmés escribió una obra de ficción breve e intensa con títulos con magia como La noche del día menos pensado, tradujo las obras centrales de Goethe y terminó su versión uruguaya de La Metamorfosis de Kafka; el amigo y cómplice de ediciones aventureras fue Heber Raviolo desde Banda Oriental. Héctor murió demasiado pronto a los pocos meses de disipada la dictadura uruguaya; la resaca de los partes con charreteras cubrió la memoria relegada del Uruguay literario del cual, con esos dos amigos tuve la felicidad de conocer en su tradición oral, que tenía uno de los embarcaderos en el boliche de Paraguay y San José. Era un país donde los estudiantes recién llegados al circuito fuimos aceptados con afecto que creo desvanecido, diría que los nuevos éramos grumetes del Argos y el Pequod, los tripulantes cambiaban de apariencia y el navío literario seguía viaje hacia los posibles. Llegué al puerto ballenero -llamadme Juan Carlos- al final de los años sesenta; ese tres mástiles tenía varios viajes en el casco y en un prólogo de 1981 a los cuentos de Galmés, Alejando Paternain evocó ese ambiente que llamó Los años cincuenta:

“Eran, para nosotros, los tiempos del Gran Sportman, de la amistad en los patios del Vásquez Acevedo, de las esperas amargas antes de los exámenes. Coincidíamos con Galmés en lecturas y en gustos, en aceptaciones y en rechazos. Rechazábamos el aburguesamiento, los códigos, las costumbres. Nos gustaban (¿qué otra cosa podía esperarse?) las criaturas femeninas, las confidencias consoladoras, el jugarnos enteros -aunque en estilos disímiles- por las musas (también las de carne y hueso). Yo le confiaba mis lecturas de las traducciones de Goethe, él, las de Boccaccio. Por sobre eso, nos comunicábamos nuestra inexperiencia radical acerca de casi todo. Y tal condición nos hermanaba: suplíamos la vida aún no vivida hablando de nuestros proyectos, de lo mucho que pensábamos leer, de las montañas de cuartillas en blanco que nos aguardaban y que habían de granjearnos -en un plazo muy lejano, pero también muy cierto- algún ángulo oscuro en el Panteón Nacional.

Nutrimos tanta dichosa ingenuidad desertando de los estudios de Derecho -que nos horrorizaban- y filtrándonos en las aulas donde se estudiaba a Cervantes y a Shakespeare, a Góngora y a Bécquer, a Homero y a Quiroga. ¿Habrá que relatar nuestra asistencia a la Facultad de Humanidades en su vetusto edificio de Cerrito y Lindolfo Cuestas? En esos años aprendíamos con Roberto Ibáñez, con Paco Espínola con José Bergamín, y comentábamos lo escuchado y lo leído en las mesas del Tupí viejo. Asistíamos a los cursos como oyentes -eufemismo que disimulaba nuestra condición vagabunda, con algo de bohemia fiscalizada por un entorno familiar y social sin fisuras. Yo admiraba en Galmés su voracidad lectora y su disciplina: era capaz de aislarse en aquel colmenar de la Biblioteca Nacional, cuando funcionaba en una esquina de la Universidad, y pasarse horas leyendo todo lo que yo ignoraba. Por él conocí a Kafka y a su mundo de pesadillas, a Valèry y su coraje para abordar el cosmos sin estridencias, a Heidegger y al Kierkegaard del Diario de un seductor. A Thomas Mann en sus reales dimensiones, es decir, el de las exploraciones interiores, el de la poesía entendida como experiencia. Vi en Galmés tan íntegra y natural manera de vivir el hecho poético que le atribuí -convencido- un destino consagrado a la poesía lírica. Hoy, sin embargo tenemos a un prosista. ¿Se desvaneció, acaso, aquella experiencia de que hablaba nuestro querido y venerado Rilke?”

Más adelante en el prólogo, Paternain responde a esa interrogante sobre el golpe de timón poético de su amigo. Nosotros llegamos hoy a la otra cabeza del puente del proyecto La Coquette: estamos en casa de Galmés con Alejandro escuchando Qué noche! de don Agustín Bardi, El Monito del gran Julio De Caro y Héctor se reía con ganas cuando llegaba la parte hablada del tango instrumental. Digamos que fue la noche del día menos pensada, el 3 de julio de 1974 cuando Holanda le ganó a Brasil 2 a 0 por la copa del mundo. Llovía lindo en Montevideo, un par de horas antes nos dimos cita los tres en El Candil e imaginándonos en la cubierta del bergantín Nelli ante el estuario del río Támesis.

LOS RÍOS FICTICIOS

La serie de los Capítulos Sueltos (IV)
Capítulo 13: Piso Trece
De la novela Sushi de Hipocampo

ENSAYOS CRITICOS

JOSÉ PEDRO DÍAZ
La literatura mar adentro

NOTAS, APOSTILLAS Y ANEXOS

Comentarios actualizados a los contenidos

ARCHIVOS

El cazador Gracchus amarra en Montevideo, Mi primer Felisberto y El arte de comparar: bello como las rodillas de Isidore Ducasse (diario de las obras) / La primera Cartografía original / Biblioteca musical / Índice general de los años Uno y Dos de La Coquette / Fichero de las Bandas de Audio desde Abril 2020.

DUODÉCIMA Y ÚLTIMA BANDA DE AUDIO: HOMMAGE A LA COQUETTE

Jaime Roos / “Amor profundo” de Jaime Roos.

Alain Bashung / “Montevideo” de Alain Bashung,

Mauricio Ubal / “Una canción a Montevideo” de Mauricio Ubal.

Daniel Amaro, Joaquín Sabina / “A la ciudad de Montevideo” de Daniel Amaro.

Rina Ketty / “Montevideo” de H. Varna, Mac Cab y Boby Fisher.

Jorge Drexler / “Montevideo” de Jorge Drexler.

Leo Antunez / “Montevideo” de Leo Antúnez.

Ruben Rada / “La rada” de Ruben Rada.

Los Traidores / “La lluvia cae sobre Montevideo” de Alejando Bourdillón, Juan Casanova, Pablo Dana y Víctor Nattero.

Tabaré Cardozo / “Montevideo” de Tabaré Cardozo.

Romeo Gavioli / “Montevideo” de Romeo Gavioli.