MARZO 2023
Si El puente romano es una obra maestra del cuento breve es, entre otras ecuaciones algebraicas con raíces imaginarias, por conjurar el cruce de escenas evocando tiroteos de El combate de la tapera con intersticios laberínticos de tiempo y espacio en tanto constantes universales: al otro lado del puente (ese puente diabólico clonado de arquitecturas coránicas) topamos con lo que dejamos atrás y avanzamos a la locura. Es lo que sucede en este último número virtual del Cabaret literario La Coquette, con Shiva danzando se activa la máquina de remontar el tiempo. El cuento fue publicado por primera vez en la Revista de cultura Trova, segunda época año II No 6-7 diciembre de 1980. Salíamos pues del proyecto estas últimas semanas luego de 36 entregas; revolviendo papeles vimos la novela Necrocosmos de Galmés dedicada el 31 de julio de 1974 y comenzaron a moverse las imágenes estáticas. A Galmés me lo presentó Paternain, en el departamento de la calle Convención conocí a su esposa Delia y supe que tenía un campo con caballo que se llamaba Pibe. A veces recitaba poemas en alemán y ahí escuché por primera vez grabaciones originales de la orquesta de Julio De Caro. Galmés escribió una obra de ficción breve e intensa con títulos con magia como La noche del día menos pensado, tradujo las obras centrales de Goethe y terminó su versión uruguaya de La Metamorfosis de Kafka; el amigo y cómplice de ediciones aventureras fue Heber Raviolo desde Banda Oriental. Héctor murió demasiado pronto a los pocos meses de disipada la dictadura uruguaya; la resaca de los partes con charreteras cubrió la memoria relegada del Uruguay literario del cual, con esos dos amigos tuve la felicidad de conocer en su tradición oral, que tenía uno de los embarcaderos en el boliche de Paraguay y San José. Era un país donde los estudiantes recién llegados al circuito fuimos aceptados con afecto que creo desvanecido, diría que los nuevos éramos grumetes del Argos y el Pequod, los tripulantes cambiaban de apariencia y el navío literario seguía viaje hacia los posibles. Llegué al puerto ballenero -llamadme Juan Carlos- al final de los años sesenta; ese tres mástiles tenía varios viajes en el casco y en un prólogo de 1981 a los cuentos de Galmés, Alejando Paternain evocó ese ambiente que llamó Los años cincuenta:
“Eran, para nosotros, los tiempos del Gran Sportman, de la amistad en los patios del Vásquez Acevedo, de las esperas amargas antes de los exámenes. Coincidíamos con Galmés en lecturas y en gustos, en aceptaciones y en rechazos. Rechazábamos el aburguesamiento, los códigos, las costumbres. Nos gustaban (¿qué otra cosa podía esperarse?) las criaturas femeninas, las confidencias consoladoras, el jugarnos enteros -aunque en estilos disímiles- por las musas (también las de carne y hueso). Yo le confiaba mis lecturas de las traducciones de Goethe, él, las de Boccaccio. Por sobre eso, nos comunicábamos nuestra inexperiencia radical acerca de casi todo. Y tal condición nos hermanaba: suplíamos la vida aún no vivida hablando de nuestros proyectos, de lo mucho que pensábamos leer, de las montañas de cuartillas en blanco que nos aguardaban y que habían de granjearnos -en un plazo muy lejano, pero también muy cierto- algún ángulo oscuro en el Panteón Nacional.
Nutrimos tanta dichosa ingenuidad desertando de los estudios de Derecho -que nos horrorizaban- y filtrándonos en las aulas donde se estudiaba a Cervantes y a Shakespeare, a Góngora y a Bécquer, a Homero y a Quiroga. ¿Habrá que relatar nuestra asistencia a la Facultad de Humanidades en su vetusto edificio de Cerrito y Lindolfo Cuestas? En esos años aprendíamos con Roberto Ibáñez, con Paco Espínola con José Bergamín, y comentábamos lo escuchado y lo leído en las mesas del Tupí viejo. Asistíamos a los cursos como oyentes -eufemismo que disimulaba nuestra condición vagabunda, con algo de bohemia fiscalizada por un entorno familiar y social sin fisuras. Yo admiraba en Galmés su voracidad lectora y su disciplina: era capaz de aislarse en aquel colmenar de la Biblioteca Nacional, cuando funcionaba en una esquina de la Universidad, y pasarse horas leyendo todo lo que yo ignoraba. Por él conocí a Kafka y a su mundo de pesadillas, a Valèry y su coraje para abordar el cosmos sin estridencias, a Heidegger y al Kierkegaard del Diario de un seductor. A Thomas Mann en sus reales dimensiones, es decir, el de las exploraciones interiores, el de la poesía entendida como experiencia. Vi en Galmés tan íntegra y natural manera de vivir el hecho poético que le atribuí -convencido- un destino consagrado a la poesía lírica. Hoy, sin embargo tenemos a un prosista. ¿Se desvaneció, acaso, aquella experiencia de que hablaba nuestro querido y venerado Rilke?”
Más adelante en el prólogo, Paternain responde a esa interrogante sobre el golpe de timón poético de su amigo. Nosotros llegamos hoy a la otra cabeza del puente del proyecto La Coquette: estamos en casa de Galmés con Alejandro escuchando Qué noche! de don Agustín Bardi, El Monito del gran Julio De Caro y Héctor se reía con ganas cuando llegaba la parte hablada del tango instrumental. Digamos que fue la noche del día menos pensada, el 3 de julio de 1974 cuando Holanda le ganó a Brasil 2 a 0 por la copa del mundo. Llovía lindo en Montevideo, un par de horas antes nos dimos cita los tres en El Candil e imaginándonos en la cubierta del bergantín Nelli ante el estuario del río Támesis.