La hora del monje

Raspútin inclinó el rostro y con el solo poder de su pensamiento dejó caer un vellón negro de su espesa cabellera (“hirsuta” hubiera escrito el cronista de rigor). Esto, claro, llamó la atención de la corte que en ese momento permanecía en un dulce y extenuado silencio, la mayoría recostados en sillones y butacas para reponerse de los cansancios de la orgía que acababa de finalizar. Raspútin miró fijo y el largo vellón negro quedó a medio camino, suspendido en el aire. Alzó un ojo –un solo ojo delicuescente y lujurioso– y observó a los alelados: la comisura de sus labios se arqueó levemente y la barba entera le vibró de alegría. Alzó la mano, atrapó el vellón y a punto estuvo de devolverlo a la cabeza con el resto de la pelambrera –Raspútin no tenía un pelo de tonto y sabía mejor que nadie que el poder de un truco reside en su brevedad– cuando la condesa Xenia Alexandrovna lanzó un agudo chillido de ardilla, similar a los que la habían hecho célebre en los aquelarres más encendidos, pero en este caso sin una gota de placer o alegría.

   El fulgor azulado de un cuchillo grueso como un cuerno brilló en la penumbra con un finísimo tintineo: el monje arqueó la espalda hacia adelante y giró sobre  sí mismo justo a tiempo para capturar la muñeca del ingrato príncipe Yusúpov, un boyardo tenaz y envidioso que acostumbraba a participar de los excesos palaciegos que promovía el inmenso Grigori Yefímovich, quien apretó con sus callos campesinos la fina piel del traidor obligándolo a soltar el maligno puñal, que cayó con un eco metálico y seco, justo una milésima de segundo antes de que el vellón, en un movimiento contrario a la energía que lo sostenía, le ocultara la mitad de la cara y perdiéramos así, indefectiblemente y por los azares y rigores de las leyes terrestres, el último prodigio del gran ominoso que, invadido por un arrebato de furia, exclamó:

   –¡Nadie puede matarme si yo no quiero!

   Alzó los brazos frente al boyardo que yacía enroscado sobre sí mismo y aspiró con fuerza el dulce éxtasis de la victoria. Allí, en ese instante en que nos miró a todos para confirmar la hipnosis de su poder, nació el germen de su derrota. Había confundido los ímpetus físicos de la superioridad con los dulces calambres del proceso narcótico que ya comenzaba a recorrerle las piernas y a enmarañarle la mente. Cuando descubrió la anomalía no sólo supo que era causada por una generosa dosis de cianuro sino que, además, ya era tarde: de pie y con un pulso firme que desmentía la debilidad de su estirpe, Yusúpov –enardecido por Vladímir Purishkévich y por el gran duque Dimitri Pávlovich– le vació el cargador de la pistola en la espalda.

   El monje se desmadejó como un muñeco y, furioso consigo mismo, comenzó a reptar por el suelo jaspeado del frío Palacio de Moika. Comenzaba así, en aquella noche invernal del inicio del verano de 1916, otra pérdida más en la larga historia de la vieja Rusia. Pese a que el asesino continuó apretando el gatillo aún sin balas y pese a que lo hizo mirando fijamente una cruz de plata que descansaba sobre un botiquín de mármol y madera tallada, Raspútin igual pudo adivinar en sus ojos la misma emoción que había captado en los otros nobles que asistían sin decir palabra a su vil asesinato: tras la ardiente decisión por terminar de una vez por todas con su vida relampagueaba la llama de un miedo infantil e inconfesable que no hacía más que aumentar la calidad de su hombría y el poder de su resistencia. Quiso girarse, voltear la cara y gritarnos a todos que éramos unos cobardes. Increíblemente no lo hizo porque no vio lo que esperaba. Con esa franqueza descomunal que usaba tanto para sí mismo como para los demás, tuvo que reconocer que, por última vez, estaba equivocado. Su portentoso olfato aguzado por la agonía se lo había adelantado un momento antes cuando, electrificando el aire, sintió las hormonas bullendo por la atracción del espectáculo. Las miradas de miedo y repugnancia de condesas y baronesas que se tapaban la boca con horror –los pechos subiendo y bajando al compás del tambor que tenían bajo sus senos y gargantas– escondían, incluso para ellas mismas, la violencia de un deseo tan vibrante y vehemente que las pupilas aparecían brillosas, los labios húmedos, las mejillas enrojecidas y las vulvas engrosadas con un ardor tal que hacía difícil poder mantenerse en pie. En ese instante Raspútin descubrió, no sin un resto de desilusión, una nueva y contundente verdad: que todas las jineteadas sobre aquellos traseros voluminosos y cerriles y todas las vejaciones provocadas sobre aquellas caras bonitas de labios tiernos y falsos no habían significado más que el resto de las humillaciones infringidas por él a príncipes y nobles; en ningún momento había habido dominación sino todo lo contrario: había constituido para ellas, y también para ellos, una pasajera diversión basada en el placer del dolor y de un sometimiento que hoy, descubría amargamente, llegaba a su fin. Todavía pudo enterarse de algo más: que ese goce aumentaba hasta el infinito frente al espectáculo de la muerte que, bien lo sabía el monje, suele provocar las mejores erecciones y los orgasmos más intensos.

   –Malditos sean…

   Quiso enrostrarles sus vidas vacías, tiranizadas por las inclinaciones más elementales, la peor de ellas, la novelería, que encarnaba un mundo condenado a desaparecer pero no dijo nada porque un instinto más profundo lo obligó a ahorrar energías. Fiel como siempre al imán de la vida comenzó a arrastrarse por el suelo jaspeado, rumbo a los hielos y a las turbulentas aguas del río Neva, dejando tras de sí la estela oscura y pringosa de su sangre espesa, que quedaría grabada para siempre en la mente de aquellos nobles tan frívolos como temerosos y en el corazón y sobre todo en el sexo de aquellas mujeres tan conmocionadas como insólitamente enardecidas.

Cinco visiones narrativas

Cuna importante

(monocopia de Lacy Duarte)

De chico siempre me han dicho que si se miran bien las manchas de la luna se ve la escena del pesebre. José, la cuna y junto a ella, María arrodillada. Pero lo que vi aquella vez en medio del campo no tiene punto de comparación.

Abrigada y formada por miles de estrellas, había en el cielo una gran cuna. Se veía nítida, a través de las galaxias. Sin ninguna base científica calculé que la parte superior, la capelina, mediría unos diecisiete millones de kilómetros y el perfil del bebé que asomaba en ella, unos seis o siete millones. La profundidad era sencillamente espantosa. ¿De qué raza, o qué especie de monstruo galáctico sería aquel gigantesco bebé?

Nunca lo sabré, o mejor dicho nunca lo sabremos, porque mientras pensaba esto la cuna implosionó y ante mi mirada de asombro el polvo mineral comenzó a expandirse en el vacío sin límite del Universo.

Dama con sombrilla

(“Ana de retorno”, foto de Pablo Bielli)

La dama subió lentamente las escaleras con un paso de minué fatigado, bajo una sombrilla amarillenta que por muy curiosa que fuera carecía del suficiente atractivo como para distraer la atención de la otra mano que, entintada en sangre, empuñaba algo que no se podía distinguir y que dejaba caer cada tanto gotas espesas sobre los peldaños percudidos de la escalera imperial de la plaza Capurro. Algunas gotas no llegaban al suelo: simplemente quedaban enganchadas y corrían irregulares por el campo amarillento de la amplísima falda que, tan ignorante como su dueña, se movía rítmicamente a su paso bajo el sol del atardecer.

La miré desde lo alto sin poder creer en aquella imagen, sobre todo en la inverosímil sombrilla, sujetada con una firmeza que sólo podía haber aprendido de su madre o de su abuela. Era claro que no estaba en sus cabales, pero eso no era lo más importante. Aquella ascensión, pautada por un ritmo que parecía ejecutarse a la medida, fascinaba por su exactitud teatral. Cada paso, acompañado por el roce de la falda que se abría en cada escalón para volver a cerrarse en el siguiente, cumplía puntualmente con un designio superior que parecía ridiculizado por aquella sombrilla estrafalaria. Recostado en la baranda exhalé el humo y lo observé intentando descifrar, por las formas de las volutas, cuánto le quedaba al cigarrillo. Es una manía que tengo, igual que definir en qué lugar voy a tirarlo. Examiné el damero de baldosas blancas y negras, apisonadas por el tiempo y elegí una zona distante.

La loca siguió ascendiendo en mi dirección. Me pregunté si no debería apartarme pero no llegué a saberlo; de pronto supe que no se dirigía hacia mí. No, aquella subida estaba destinada a mi recuerdo: quería atravesarlo y quedarse en mi memoria como una espina inexorable. Fue un relámpago de lucidez que no me sirvió para nada, porque cuando lo supe, o mejor dicho cuando lo sentí, continué varado, sin saber qué hacer, fumando contra el borde de la escalera imperial, preguntándome por qué me sucedían a mí cosas como estas, sabiendo de antemano que no hay respuesta posible porque no hay suerte, todo ocurre así, simplemente, porque no hay otra manera.

Antes de que se detuviera frente a mí supe que sus ojos tendrían ese brillo extenuante y aniquilador que consume a los locos por dentro. Igual se detuvo, sonrió, y con una inocente boca abierta extendió la mano ensangrentada y me enseñó la breve masa roja que le latía en la palma. Lo hizo como si eso fuera una explicación, como si ofreciera algo que no era para mí, sino, tal vez, para mi recuerdo.

Evité sus ojos y también la mano; hice lo que cualquier otro hubiera hecho, bajé la cabeza y asentí varias veces, falsamente comprensivo y definitivamente seguro de que la imagen borrosa de aquellos órganos y membranas nunca me dejaría en paz. Cuando percibió mi gesto se sintió aliviada y siguió su camino con la misma serenidad sepulcral y demente.

Sentí un sabor amargo y tiré el cigarrillo asqueado por aquella escena repugnante, tratando de hacerme a la idea de que aquellos restos ya estaban hundidos en lo más oscuro de mí, sabiendo –porque en ese momento lo supe– que no hacía mucho, tal vez media hora, habían sabido moverse y correr unidos bajo un nombre cualquiera, seguramente corto y sencillo, que contenía la alegría y la lealtad de un cachorro de poodle o un labrador de pocos meses. Tal vez Toby, Mancha o Colita; el nombre yacía envuelto y desecho en el puño sanguinolento de la mujer que, como una sombra, pasó a mi lado. “Sí”, pensé, cualquiera de esos perritos presentaba una alegría demasiado insultante para una oscuridad como aquella.

Tres jotas en la Ciudad Jaguar

(foto de la ciudad maya “ek balam” de Javier Hinojosa)

éek’ báalam significa ‘jaguar negro’

Tres hombres miran Ek’Balam, la ciudad con nombre de jaguar. El primero se pregunta qué palabra se oculta tras ese animal. Imagina que a través de las manchas de la piel de generaciones de jaguares está escrito nada menos que el Nombre de Dios. Y con eso escribe un cuento.

El segundo hombre reflexiona que así como la noche es el revés del día y el día el envés de la noche, el sueño es la inversión de la vigilia y el futuro, la mitad del pasado. Y con eso escribe un cuento.

El tercero no ve sólo la ciudad sino la gente que vivió en ella hace más de mil años. Y con eso escribe una historia larga y áspera donde los vivos no saben que están muertos.

Son Jorge, Julio y Juan, tres jotas contemplando la ciudad jaguar.

Ninguno sabe que los estamos mirando.

El pie que emerge en la penumbra

(“Dormitorios” de Lucy Duarte)

Los pies tapados forman un pico al final de la cama. Son de un señor; supongo que está durmiendo, a no ser que esté muerto. Trato de no salir del rincón, aunque la poca luz que atraviesa las cortinas y hace amarillear la penumbra no me deja ver mucho. No sé qué hago acá, en este lugarcito, agobiada por el calor espeso que hay en la siesta. De pronto los pies se mueven y el pico se desarma y la manta se corre. Aparece un dedo gordito, con la uña un poco larga y se asoma al borde de la cama. Está a punto de caer por el precipicio pero el señor respira hondo y lanza un bufido, como si se desinflara de tristeza, y eso frena todo. No es alguien muy gordo, al menos no es todo lo que una esperaría ver en una situación como esta –que no sé muy bien cuál es.

–¡No jodas a la abuela! –susurra en un grito mi madre y me hace saltar del susto.

Intenta tirarme de las orejas pero me agacho, la esquivo y salgo corriendo. Soy muy rápida. Abro la puerta cancel y salgo. Afuera el sol está más agobiante que nunca. Espero.

Al rato sale mamá con la bolsa de los mandados, cierra la puerta con llave y aprovecha que estoy distraída para agarrarme del brazo. Me arrastra sin decir nada, sé que está furiosa y yo no me quejo. Quiere que la acompañe al almacén. En el camino repite lo mismo de siempre:

–Qué chiquilina, siempre inventando cualquier cosa.

A campo abierto

(“Caminata” de Lacy Duarte)

En el pasto mojado de la madrugada la madre arrastra a los niños que, a cada lado y sin entender nada, se resisten a caminar tan rápido. Cada tanto la madre –la frente empapada, la mandíbula dura, el pelo pegado a las sienes y los brazos tensos y fuertes, repite:

–Caminen, carajo, caminen.

La niña aguanta todo lo que puede hasta que empieza a llorar débilmente. No es que le apriete demasiado la mano, no; se trata de un dolor interior, provocado por un solo pensamiento, “mamá está loca”. Ese desasosiego la invade como una ráfaga y le acorrala el cuerpo a cada tirón. Y todas las veces confirma lo mismo: “está loca”.

Agobiado por la responsabilidad de ser dos años mayor, el hermano trata de entender.

–¿Quiénes son, mamá? – pregunta y gira la cabeza sin ver a nadie.

Por toda respuesta la madre pisa más fuerte, hunde los zapatos en la gramilla mojada y bajo el arco anaranjado del cielo da un tirón más fuerte a las manitos que aprieta mientras vuelve a decir entre dientes:

 –Caminen, carajo, caminen por el amor de Dios.