Capítulo 13: PISO TRECE
El capítulo retenido como muestra metonímica para la última entrega de marzo 2023 de Los ríos ficticios, probablemente sea el corazón implantado del reactor de la novela “Sushi de hipocampo”, cámara funeraria dentro de la pirámide donde está el alfabeto con el cual se escribe la violencia rioplatense. Alcanza con encender la tele a cualquier hora del día o la madrugada insomne, para ver que los medios de información continua buscan un travestismo criminal, el síntoma fake news que define esta etapa de soft power capitalista. Los objetivos optimistas de décadas pasadas, en cuando al rol cultural educativo del medio audio visual se esfumaron; el deporte es la misión última de la condición humana sobre la Tierra y en el domino narrativo la tropilla policial -detectives, expertos balísticos, policía científica, asesinos seriales, recuperación remasterizada de argumentos clásicos- se impone en el presente: queríamos seducir con Don Giovani y cenamos con Hannibal Lecter. En una extensión geográfica que va de Osaka a Estocolmo, desde calles de San Francisco hasta los ovejeros alemanes; en medio siglo dejamos en las perrera municipal al pionero Rin Tin Tin y adoptamos al astuto sabueso Rex que se declina en varias lenguas europeas. Algo tiene de perverso tentador esa tendencia totalitaria al poder del crimen y no sólo en cifras de ventas en librerías; los exagerados delirantes ven en los relatos bíblicos, tragedias griegas y dramas de Shakespeare algo más que meros precursores, sino confirmación sin coartada de la industria del entretenimiento. Más cerca nuestro, al punto que podemos entablar una conversación, si consideramos el post franquismo español y la movida luego de la muerte natural del Caudillo, para entender esa sociedad debemos pasar por el despacho del detective Pepe Carvalho, que es de lo mejor, adelantado de una patota de detectives varios más numerosa que las panillas del Real Madrid y el Barcelona juntas. El Canon rioplatense tiene en nuestro compatriota Onetti un gran lector de novelas policiales; desde la otra orilla, Borges dirigió la colección del Séptimo Circulo, que permitió leer buenas novelas traducidas del inglés (los increíbles casos del jesuita risueño y de las trompetas celestiales) y creó con Adolfo Bioy Casares, al narrador Honorio Bustos Domecq que inventó un barbero detective fumador de Sublimes, cebador de amargos en jarrito celeste y encarcelado en la celda 273 en la figura de don Isidro Parodi.
En mi taller empapelado, el equilibrio ante cualquier nuevo proyecto debe pasar por negociar esa tentación que exige obediencia a protocolos del código Penal y sumisión al dios Augusto Dupin cuyo culto se inicia en 1841. Creo haber evitado -quizá fue un error irreparable y oneroso el precio a pagar- la narrativa policial hard o haber inventado un detective golem siguiendo modelos americanos; alguna vez dije que de hacerlo, el resultado no sería mejor ni equivalente a los logros de Omar Prego Gadea. En cuanto a un espejo ahumado de la sociedad uruguaya partiendo de transgresión, jurisprudencia, pesquisa, crimen y castigo, Hugo Burel fue tramando estos últimos años una tarea formidable incorporando un horizonte temporal anterior a nuestros nacimientos en el año 1951. Igual y a conciencia pura, en un período prolongado me sentí atrapado por el asunto del Fiscal Nisman. Todo comenzó con escándalos de esos que se baten en tertulias de chimentos como Intrusos, alguna tarde de invierno en casa de mi madre. Luego más a la noche, sin ganas de leer, recuperando ciclos periodísticos porteños quedé enganchado a esa trama. Compré en línea unos cuántos libros y la historia, sin molestarme en otros planes de escritura o la existencia, igual asomaba como los fuleros berretines y quedó rondando en jardincito que se hizo selva misionera: belleza y poder, guerra y paz, judíos, moros, cristianos y complotistas, el misterio revisitado del cuarto amarillo en un piso trece, espías de los barrios porteños, chapuceros del cono urbano, crónicas de muertes anunciadas y aventuras de Harry el sucio en Puerto Madero. A ver si me explico mejor; no podría comenzar una pesquisa periodística estando lejos del teatro de operaciones, tampoco es lo mío y el asunto era una máquina implacable de picar carne. Si todos estos años de autopsias o escenarios variados alcanzaron y no lograron una solución al enigma, poco podría -al menos de ser un mentalista verdadero- acceder a la tesis verosímil que cambiara el curso de la cosas. Seguro que hice mal y encaré el caso Nisman como una ficción, esos meta relatos que incluye en el argumento la solución virtual como ocurre en la novela de Agatha Christie; tomemos por ejemplo: El asesinato de Roger Ackroyd de 1925, Diez negritos de 1939 y Hotel Bertram de 1965. Leí documentos que podía procurarme a la distancia como un folletín por entregas escrita en diferentes soportes; trabajé en la calle Dantzig de Paris sin moverme como Isidro Parodi, repasé videos de toda procedencia que libraban los algoritmos de YouTube, pensé lo sucedido como lo que soy: un sabueso de escrituras yendo tras el misterio de lo no dicho y saqué un par de conclusiones sobre ausencias, huecos en relatos públicos, mentises flagrantes que sorprenden, situaciones absurdas y participantes que parecen entes de ficción. El método fue el que conozco desde niño con el inicio de la televisión en Montevideo, mirando En la cuerda floja, el Mike Hammer de Darren McGavin, Ballinger de Chicago con el flaco Lee Marvin, el recuerdo de Olga Zubarry en La muerte camina en la lluvia de Carlos Hugo Christensen del año 1948 y el resto visto en las noches de Hotel. El caso del fiscal Alberto Nisman además de sus connotaciones cósmicas en cuanto al poder, es la Enciclopedia involuntaria de investigación policial; verdadero laberinto judío con monstruos en el interior, es el otro lado del espejo de una Alicia scort-girl, la lectura zarpado del Necronomicón, un dominio donde se debe estar -como ante el Infierno dantesco o en Auschwitz- atento a lo que escrito en las puertas: por aquí se va a la solución del enigma de la desesperanza. Quedé por unos meses a la pesca desde la otra orilla del río y por ello el otro relato que encubre ese enigma sucede en Colonia de Sacramento, como si los callejones adoquinados, las veredas que yo pisé con farolas de siglos lusitanos, pudieran aclarar desde el faro oriental las infamias de Puerto Madero.