I
El problema que me planteo no tiene ninguna originalidad -tal vez debiera agregar “todo lo contrario”- ya que voy a tratar la representación de la realidad, o la representación de la realidad en la literatura, larguísimo asunto de la teoría literaria desde la Poética de Aristóteles y aun antes desde el libro X de La República de Platón. Las piezas que voy a utilizar y su puesta en contacto tal vez sí generen alguna novedad: la primera es la obra archiconocida que lleva por subtítulo justamente “La representación de la realidad en la literatura occidental” y por título Mímesis del filólogo y comparatista alemán Erich Auerbach. Traigo esta obra acompañada de otras dos de Auerbach, su primer libro Dante, poeta del mundo terrenal, publicado en 1929 cuando Auerbach comenzaba su carrera de profesor universitario en Marburgo (hay edición en español publicada por Acantilado) y la monografía Figura (Madrid, Trotta) publicada en 1938 cuando ya estaba exiliado en Estambul, donde también escribiría Mímesis (Berna, 1946).
¿Por qué Auerbach hoy, por qué sobre todo su noción de “figura” y de realismo figural, dos asuntos medievales, que así lo propone en Mímesis sobre todo para la Commedia de Dante? Confieso que la ocasión tiene algo de cruzada contra mi bestia negra, esa idea que prospera de una literatura posautónoma o pos simbólica, que la crítica argentina (Ludmer, Sarlo) ha llamado realidad-ficción o literatura etnográfica. Una noción de alegoría pudo ser rescatada luego de su descrédito llevado a cabo por el Romanticismo. Aclaremos. El Romanticismo desacreditó la alegoría por su certidumbre interpretativa que fijaba y agotaba el sentido; ciertos teóricos del siglo XX (Benjamin, De Man, Jameson) volvieron a la alegoría para rehacer su movimiento interno y convertirla en una figura que combatiera las formas clausuradas del sentido, provocando en su lectura una discontinuidad o, mejor, una sustitución de la relación vertical de la alegoría por una continuidad horizontal que impidiese el cierre epistemológico. Realizada esa operación de desarmado y gracias a su capacidad de ruptura o distancia temporal, la alegoría consigue competir como figura abierta con las formas que el propio Romanticismo utilizó en su lugar: la analogía del simbolismo y la referencialidad del realismo.
Creo que algo parecido puede hacerse con el funcionamiento de la figura y del realismo figural; para esta operación retomaré los trabajos de Auerbach y los proyectaré sobre la obra narrativa de Juan Introini, nuestro querido amigo muerto el año pasado, a quien quiero, modestamente, homenajear con esta presentación.
II
De la larga y compleja historia del término “figura”, tal como la plantea Auerbach en su estudio que lleva ese nombre, me interesan ahora algunos eslabones. Pensemos que la figuración, y su consumación, va a ser el expediente del que se servirán los apóstoles, y sobre todo Pablo, para convencer a los paganos y a los judíos del valor del Nuevo Testamento. Ese relato imposible, tanto para hombres de cultura clásica como judía, una historia en la que se mezcla lo sublime con lo vulgar, en la que la figura del dios encarnado se pasea entre pescadores y prostitutas, en la que el Hijo de Dios vive el tiempo presente y la cotidianidad de su mundo inmediato, ese relato que aún a Agustín, el obispo de Hipona, le daba trabajo encontrarle la vuelta, tenía que ser propuesto como la realización de anticipos postulados en el Antiguo Testamento o en la cultura clásica. Sócrates podía ser una advertencia de Jesús, con aceptar el cambio de género (literario) y de estilo: del diálogo a la biografía, del estilo elevado al vulgar. Ni héroes homéricos ni patriarcas bíblicos los Testamentos presentaban lo popular sin risa ni patetismo. Los judíos debían dejar de leer las Escrituras en busca de su Ley y convertirlas en la profecía de una historia que sucedería después. He aquí un primer paso: el Antiguo Testamento, y no solo él sino también lecturas clásicas como la famosa égloga cuarta de Virgilio, se leerían como antecedentes de otra historia que tampoco sería definitiva, porque ella también encubriría un paso posterior que iba a incluir el Juicio Final.
Así llegaría la tradición de la figura a Dante: este propondría una consumación posible de la vida en la tierra en esas escenas del trasmundo que cumplirían, en sus rasgos sustanciales, el plan divino. He ahí el poder poético de la Commedia: la representación que se expone en los reinos del más allá contiene la potencia pasajera de la vida en la tierra, retiene la materialidad de lo que allí sucedió y lo expresa en su sentido último, que obedece al plan divino. Advirtamos que la fuerza expresiva del poema de Dante nace del peso material de las figuras, de su existencia no en la forma de la alegoría clásica, según la cual Virgilio sería la Razón y Beatriz la Gracia. Virgilio es Virgilio, Catón es Catón y carga con sus debilidades, Beatriz ha traspasado su imagen intangible de la Vida Nueva y adquirido la solidez de un suceso. En Dante la Gracia es la que permite la reunión de la metáfora con su consumación a través de un episodio visionario. Dante conserva esa representación visionaria de su poesía de juventud pero, en la Commedia, sometida a un designio, a un plan divino que actúa como guía de su materialización. Debemos entender exactamente qué resultado tiene en Dante este proceso de consumación, se trata de la historia con un telos, una finalidad señalada por la creencia en ese plan divino (hay en Dante, como en La Ciudad de Dios de Agustín, un segundo sentido del plan divino que se sustancia en la idea del Imperio Universal: Roma).
No podemos desvincularlo de esa creencia, no podemos leer a Dante fuera de esas relaciones verticales y cometer el anacronismo de equipararlo con una historia sin telos, tal como vemos la historia moderna. (Aquí tendríamos que hacer una observación acerca del propio decurso de Mímesis. Auerbach llega al altomodernismo del siglo XX, Proust, Joyce o Virginia Woolf, en el último capítulo, y descubre en él, con desencanto y melancolía, la ausencia de sentido; pero en ese punto deberíamos incluir la circunstancia histórica en la escritura de Mímesis. La guerra, el exilio, la barbarie, de las que se desprende la máxima adorniana que postula la máxima negación del sentido humano: la de la escritura del poema después de Auschwitz. Al comentario tantas veces hecho de la circunstancia histórico-geográfica de la escritura de Mímesis, señalada por el propio Auerbach en el Epílogo del libro: “la investigación fue escrita en Estambul durante la guerra etc.”, debería agregarse cómo el tiempo y la historia actúan de forma sesgada sobre el libro que se escribe, en este caso un libro sobre la literatura occidental escrito durante una guerra que parece presagiar el fin de esa cultura). El recurso de la figura supone esa cadena y volver a ella nos obliga a la misma operativa que se cumplió con la alegoría, hay que desarticular las partes y plantearlas en su discontinuidad.
III
Aquí hago entrar la narrativa de Juan Introini. Estamos ante relatos que no aceptan la lectura en código realista, pero a los que quiero entender a partir de una nueva forma de figuración. Con esto establezco una secuencia de lectura, no leo a Introini en la tradición de la literatura fantástica, sea esta lo que sea, sino en la del agotamiento del modelo realista, ese carácter exhausto que Auerbach parecía proponer en su último capítulo de Mímesis, y en la del retorno a una nueva forma de alegoría o de figuración.
Toda la literatura de Introini, pero en particular los dos libros que parecen novelas: La Tumba y El canto de los alacranes, revela la existencia de mundos paralelos que multiplican la realidad. No se exhibe, como en el realismo figural medieval, sino que se disimula el encadenamiento de sentido entre los mundos que conviven. Desde el primer cuento, “Juntapapeles”, del primer libro, El intruso, el “universo ficcional Introini” sufre clivajes que reflejan historias en distintos registros, duplican los hechos, desdoblan personajes, ingresan en laberintos o piezas contiguas o sueños, o parecen repetir y obedecer a las rigurosas leyes del ajedrez. La gramática narrativa es elocuente: en la cadena metonímica se discontinúa una historia o un personaje (o la anamorfosis de una historia o de un personaje) y se nos propone su alternancia en realidades distintas.
Hay espacios privilegiados, el Café es uno; otro, más difuso, se parece a zonas balnearias con pinceladas góticas. Uno y otro nos permitirían hacer incursiones biográficas que hoy vamos a evitar. Esos lugares son generadores de relatos, hacia allí convergen y desde allí parten. A diferencia -pero con fuerte parentesco- de la secuencia de la figuración medieval, aquí no comparece la Gracia para alcanzar la consumación, sino que es el Deseo el que da vida a la metáfora y la conduce a su consumación erótica, de un erotismo ensimismado, deshumanizado, sin amor. Aquello que en Dante se elevaba, a través de la figura de Beatriz, a una consumación divina, en Introini se despeña en un mundo desbastado (por la tecnología, entre otras cosas), que no consigue rescatarse en réplicas místicas.
IV
Me detengo en La Tumba, seguramente la obra más exigente y lograda de Introini. Observo que fue publicada en la segunda mitad del 2002, hay algo significativo en ese dato. El mundo misterioso de Juan Introini hablaba en medio de la crisis abismal ¿crisis de representación, podría decirse? que todos los uruguayos sufríamos (el viernes 2 de agosto de 2002, bajo el sonido de los helicópteros que vigilaban la ciudad de anunciados saqueos –disimulados por el ruido de los helicópteros y sin hacer ruido alguno, los saqueos estaban en otra parte, como casi siempre- charlaba en casa con Juan seguramente sobre el barullo que nos sobrevolaba y, tal vez, también, sobre la edición de este libro que Juan me había confiado). La Tumba, mediante su discurso altamente inquietante, entablaba un original correlato de esa realidad. Veamos algunos detalles. Se trata de un relato breve y muy complejo; iré con cautela y trataré de ser claro.
El conjunto se forma con la alternancia de dos secuencias discursivas, diferenciadas en la tipografía; los capítulos impares, en letra recta, desarrollan una historia llena de saltos temporales, elipsis y secretos. Los capítulos tienen título y podrían sugerir su lectura como cuentos independientes, pero conservan un delgado hilo rojo formado por la recurrencia de personajes y por una trama artístico-policial que tiene como centro oscuro la formación de un coro de castrati y la muerte de un niño. Los capítulos pares, escritos en cursiva, desarrollan con mayor coherencia fragmentos de la vida de Francisco Acuña de Figueroa extraídos de un llamado cuaderno marrón. Las dos historias tienen un punto de conexión bizarro: cuando comienza el libro al que llamaré novela, en el capítulo titulado “La Tumba”, Olivera, proyecto de periodista, pretende escribir un artículo sobre el cementerio Central. Se encuentra con Osorio (en esta novela domina la O), apodado La Tumba, que lo lleva a su casa en las inmediaciones del Cementerio del Norte en la que ha hecho una reproducción a escala del Central.
Aquí ya se realiza la primera aproximación al modelo figural: hay un plano del Cementerio Central, pero hay también una reproducción a escala, en el fondo de la casa de La Tumba, del plano y, sobre todo, según aclara el personaje, “de un invisible arquetipo subterráneo que ha determinado los senderos”. Es en esa consumación artificial, creada por La Tumba e inspirada por una guía invisible, en la que puede accederse a “lo que realmente importa”. La Tumba quiere iniciar al joven en los misterios órficos y le hace presenciar un ritual cantado con palabras africanas en el que invoca a los Señores del Tiempo. Acuden los poetas, Bartolomé Hidalgo y Acuña de Figueroa, a quienes el personaje, sin nombrarlos, rechaza. En el siguiente capítulo impar, luego de un “fragmento del cuaderno marrón”, se empieza por la otra punta, ya se verá por qué lo digo así. El título del capítulo, “Un disfraz para Batman”, anticipa el clima gótico del relato. Aparece el grupo central de esta historia. Luciano y María Pía, hermanos putativos, dejan administrar, ociosamente, sus bienes: primero por el Intendente, luego por un abogado ambicioso que consigue ocupar ese lugar después de defenestrar al Intendente. (En el capítulo final sabremos que el abogado los estafó y se dio a la fuga y que será sustituido por un primo de Luciano que terminará arruinándolos y provocará el suicidio de Luciano y la locura de María Pía).
El extravagante grupo formado por María Pía, Luciano (tal vez él mismo un castrado, hay una extraña escena que permite inferir esto), el Intendente, La Tumba y El Monje, amantes del canto gregoriano, deciden formar el coro de castrati. Según parece secuestran a un niño y una noche, guiados por La Tumba, traspasan la zona visible del sótano, transitan una duplicación de la casa (las piezas de este modelo surgirían ordenadas en la realidad visible) y alcanzan el lugar donde se encuentra encerrado el niño cantor, una duplicación subterránea de la casa. Este lugar y esta historia, que no pueden ser demostrados, se cierran cuando aparece en, podría decirse emerge hacia el jardín de la casa, el niño muerto. Creo estar diciendo que hay una relación necesaria entre la escena en el subsuelo dislocado: el niño castrado cantando un canto imposible, inexistente, inhumano, y el niño muerto en el jardín; no creo poder decir con absoluta precisión cuál es ese correlato.
En la obra de Introini -lo veremos mejor si alcanzamos a hablar de El canto de los alacranes– se interpenetran los rasgos sublimes y bastardos de un personaje, de un lugar, de un suceso. El niño que canta es descrito con el estereotipo de un niño pobre, pero su misión es elevada y sobrenatural. Encontramos un tránsito permanente entre jardines ideales, bellezas puras, tiempos detenidos y las acciones más viles, amorales o perversas. Los relatos de Introini están atravesados por un problema con los poderes, con el Poder, que queda, junto al mundo del Deseo sin amor, para una futura intervención.
Al final de la novela, María Pía contará que luego del suicidio de Luciano ella se encerró en el sótano y buscó con empeño el pasaje hacia el lugar en que habían estado aquella noche. Confiesa no haber encontrado ningún indicio de la existencia de ese lugar, excepto que de algún lugar “antiguas voces me llegaban distintas, como en un retumbar desde profundidades mucho más hondas que el sótano”. María Pía comienza a transcribir en un cuaderno marrón la voz predominante que le habla. Como en numerosos relatos del último medio siglo se recurre al procedimiento cervantino: los “fragmentos del cuaderno marrón” transcritos en los capítulos pares no son otra cosa que la versión que de esa voz copió María Pía. La escritura del cuaderno es pasaje y oficia el tránsito entre los dos espacios que alternan en la novela. Podemos pensar que la voz de Acuña de Figueroa que escucha y escribe María Pía proviene del lugar en el que Osorio, en el primer capítulo del libro, convocó a los Mayores. Solo señalo, entre las muchas cosas posibles, que en ese punto de contacto se juntan el proyecto sofisticado y criminal de la extraña secta, que resuena a canto gregoriano, con los sonidos populares de la música negra que escucha y absorbe Acuña de Figueroa. Al final de la novela todo quedará dominado por los ritmos de la poesía que confunden los africanos de San Baltasar con los de los himnos neoclásicos. Ese amasijo, trufado de elementos cifrados, será el nudo último que ate los cabos que allí convergen.
No es creíble que, a la manera de Dante, la obra de Introini recomponga una forma de realismo figural; aunque los relatos de Introini busquen desmentir la incapacidad simbólica de la palabra, declinación de la literatura postsimbólica, no quieren, creo, reponer los Cuatro Sentidos de la Escritura. Aunque tentado por las lecturas clásicas, por Agustín, por la simbología gótica, por las alegorías del barroco, Introini es de todas formas un escritor del siglo XXI. Sabe que las viejas divinidades han caducado y que los antiguos templos cambiaron su estatuaria. De todas formas no renuncia a intentar una explicación, aunque esta se parezca mucho a los crucigramas que inventa María Pía: llenos de imperfecciones y de palabras sin sentido, de conglomerados de letras que rompen el código perfecto de los cruces de palabras y obligan a inventar sentidos, estos crucigramas igualmente condensan y esconden los signos del designio, el anhelo de un orden, la utopía radical (del bien o del mal).
V
No sé si fui claro. Contado así todo parece fácil, pero este resumen imperfecto y al que faltan numerosos detalles me exigió más de una lectura, porque en la primera me habían pasado por alto muchas cosas. Hay una voluntad de desorientación en los relatos de Introini, disimulada por la precisión perfecta de su prosa. Aunque otras interpretaciones sean posibles, el parecido de los nombres confunde al lector (por lo menos a mí); las posibilidades de patinar en la superficie pulida del relato aumentan en el último libro El canto de los alacranes (superficie deslumbrante y encandilante, El canto de los alacranes se escribe, además, sobre la imagen del laberinto, otro motivo para perderse como personaje y como lector). El canto de los alacranes –también la llamaré novela, dejando abierta la discusión sobre el género- admite una lectura similar a La Tumba, si bien su esquema es en parte más abierto, con mayores puntos de fuga y hasta con zonas más imprecisas (¿quién cuenta el último capítulo de la novela?) y en otros aspectos más ceñido al relato policial que ya se asomaba en la novela anterior; exhibe el modelo policial y lo traiciona con igual explicitud.
Otra vez juego de roles (los relatos de Introini pueden tomar la forma del juego de ajedrez: “Naturaleza muerta” de La llave de plata, intentar resolverse en el orden del crucigrama como se vio en La Tumba o contaminarse de los juegos electrónicos, así sucede en El canto de los alacranes que se despliega en pantallas, redes y sites) en esta novela comparecen, como en la anterior, personajes que toman el nombre de su función y encarnan jerarquías: ahora son el Arquitecto y el Ingeniero, y otros cuyos nombres tienden a confundirse: Amalia, Amelia, Amaranta; Acosta, Almada (como se ve, predomina la A y el juego de marosianas figuras femeninas que afectan el clima con jardines y compotas). El juego se desarrolla en torno a un laberinto que está en el centro del jardín (o lo ocupa todo, no se sabe) e imanta y confunde la trama policial, sobre todo porque no sabemos qué delito se intenta aclarar (algo se dirá al final de este capítulo). Parece innecesario decir que no es fácil contar esta novela de una forma tradicional.
Existe un calendario de creación de capítulos. Resulta de los correos electrónicos que fue recibiendo Alfredo Fressia entre febrero de 2009, con una primera versión del primer capítulo, y marzo del 2011, con la versión del capítulo final. El libro reprodujo el orden en que los capítulos fueron enviados, de donde podría deducirse una voluntad “novelesca” en el argumento; al mismo tiempo los envíos parciales y espaciados sugieren la independencia con que cada capítulo pudo haber sido concebido y, eventualmente, puede ser leído. En El canto de los alacranes se machaca con la idea paranoica de un Orden Virtual, el que se ve en la Gran Pantalla y domina el caos del mundo sin que nos demos cuenta; en esto insiste Almada internado en el manicomio en el tercer capítulo. En el empeño por alcanzar el centro del laberinto Almada quedó atrapado por la ciénaga y perdió la razón rodeado por “El canto de los alacranes”.
Los dos primeros capítulos se presentan como si fueran variaciones de un mismo tema. Lo que en el primer capítulo se presenta como una intangible acción de personajes afantasmados en un paisaje de “Dunas”, en el segundo resulta un juego de representaciones que casi los mismos personajes acometen, pero contado por la voz acanallada de Almada a quien le ha sido encomendada la tarea de filmar los “Juegos en el jardín”. Volvemos a atisbar la relación de figuración/consumación entre dos escenas: el jardín de doble fondo del capítulo primero, con una parte en la que florecen las ruinas de la tecnología, anticipa la peripecia posterior que recorre rutas virtuales. El paisaje cambiante de las “Dunas” introduce la figura del Arquitecto, tal vez, o fundido con, el Autor de toda la historia, que se va a internar, desnudo, con una daga en su mano, en el laberinto, guiado por el hilo rojo que le da Amaranta, una Ariadna ciega coautora de la trama (el Arquitecto no va a reaparecer en la novela y hasta será objeto de pesquisa policial; o reaparecerá en el sueño de “Acosta”, capítulo cuatro, tal vez narrador del capítulo final que regresa al laberinto, origen del relato).
El núcleo policial de la novela tendrá como protagonista a Gálvez. Abogado en desgracia, metido a detective en acuerdo con un colega en las sombras, Gálvez recorrerá los distintos nudos hasta llegar al último que es su propia muerte: el crimen que persigue Gálvez, que no podrá resolver, está al final y es su muerte (la sombra de Borges se adivina en este asunto). En el camino va a dejar distintos misterios sin resolver: el Ingeniero seguirá siendo la figura esquiva que puede tomar, en el deslizamiento virtual que todo ese mundo realiza, la forma de su archienemigo Ortiz Rojo. Los nombres falsos de Gálvez, de Viviana, del Ingeniero, de Ortiz Rojo nos devuelven al régimen de anamorfosis que esconderá siempre la forma definitiva de las cosas.
En el “mundo Introini” el gran demonio será la tecnología con su farsa omniabarcadora que incluye todos los simulacros posibles. Todo resulta un motivo para el espectáculo, todo está dispuesto para ser filmado, pero nunca se llegará a lo que verdaderamente importa. El narrador que cierra la novela y que no puede ser fácilmente identificado (tal vez sea el Autor desaparecido, que devino el Arquitecto desaparecido, que devino Acosta a punto de desaparecer cuando el relato termine, emblemáticamente, extraviado en el laberinto), escucha en la escena final el enigmático canto de los alacranes que le dicen algo indescifrable o lo sitúan en la sospecha de su locura.
VI
Las dos novelas condensan los recursos del “mundo Introini”. El recorrido por los cuentos nos proveería de otras claves, sobre todo porque estamos en terreno minado, en paisaje cifrado: hemos citado el Café, ónfalos y lugar de referencia de muchos relatos, centro, él también, de otra trama, la ciudad que lo rodea. Los personajes que deambulan suelen portar creencias esotéricas que los proveen de pasajes secretos por los que llegar a zonas excluidas. Estas se invisten de jardines, de lugares a los que se accede en sueños, delirios místicos o con llaves de plata. “En este mundo los pocos que saben algo permanecen ocultos, los demás ocupan cátedras, escriben tratados, vociferan por las radios o se pavonean en televisión” (creo que Juan hubiera agregado “hablan en congresos”) dice un personaje del cuento “Enmascarado” en el que Introini se atrevió a mirar debajo de la máscara de Rodó, recrear el Juicio de la Historia al “falso Maestro”. Como en La Tumba, para ingresar al sueño revelador hay que tomar el licor espeso que brinda el personaje de diente de oro y aceptar seguir a Rodó en sus últimos días, con sus propios sueños, su enfermedad y los fantasmas de su vida. La imposibilidad de la poesía, la gesta de la forma, la juventud de América, Ariel bajo el imperio de Calibán, el reproche de Darío, la excentricidad de María Eugenia, el descaro de Delmira, la condena de Batlle.
Vuelvo a la sospecha inicial: intento ver en la “ficción Introini” juegos de figuración en una cadena de consumaciones que encubre su origen y no advierte cuál es el destino: “Creo adivinar que tanta fatiga nos conduce a un destino prefijado” piensa Rodó, pero sus días se consumen sin saber cuál es ese destino. La potencia de esta ficción parece estar en la ambigüedad, sospecha y propone un mundo cifrado sin alcanzar su desciframiento. Como la parábola sin doctrina de Kafka, Introini nos pone ante una trascendencia que, como no puede ser de otra forma en un mundo sin dioses o con becerros de oro, se frustra (es la condena que ya está en Rodó y que heredamos de él: “el señor no tiene fe” le adivina la adivina).
VII
Espero haber convencido de un par de cosas. En primer lugar, de que vale la pena leer a Introini, con la advertencia de que no estamos ante la narrativa etnográfica ni ante un modo post simbólico de la realidad/ficción, sino ante un universo verbal que nos propone un complejo trabajo de lectura. Al mismo tiempo querría que se probara leer a Introini fuera de la categoría habitual de lo fantástico y evitando la familia local, cada vez más informe, de lo raro.
Del horror que late en el fondo de la condición humana nace la belleza profunda, recordaba Juan al final de su discurso de ingreso a la Academia Nacional de Letras el 1 de octubre de 2012, con un ejemplo que servía para su gran tema de la tradición clásica; él recogía de Ítalo Calvino su versión de las Metamorfosis de Ovidio que, seguramente, se había hecho cargo de una versión oral del mito de Perseo y la Medusa. Tal vez deba entenderse que Juan puso en ficción esa manera bárbara, gótica, de penetrar y atravesar la razón clásica. Su literatura puede leerse a la luz del mito, el héroe cultural consigue que la mirada petrificante de la Medusa realice el beneficio de convertir las plantas en corales con los que las ninfas se acicalan. Me imagino a Juan distraído, sentado sobre la cabeza de Medusa, ajeno al beneficio de las ninfas…
Oscar Brando